Una sociedad enferma

Hay un restaurante asiático en Bilbao que suele estar especialmente concurrido, lleno diría yo, pero que estos días está semivacío. Dilucidando si obedecía a que el pato laqueado estaba caducado o si las verduras del rollito rebosaban de bacterias e-coli, me percaté de la alarma por el Covid-19, nombre oficial con el que la OMS ha bautizado el coronavirus. La locura instalada es tal que ya no quedan mascarillas en tres mil kilómetros a la redonda y las farmacias registran un millón de peticiones al día.

Nos hemos vuelto tan asépticos e histéricos que la psicosis obligó a suspender el Mobile World Congress porque las firmas invitadas debían creer que en Barcelona se estaba como en Liberia cuando había ébola. Y se está hablando ya de borrar del mapa los Juegos Olímpicos de Tokio y quedan… ni se sabe los días. Somos tan exagerados que ponemos en cuarentena a cada uno que parezca chino y lleve larga la uña del meñique. Ahora también a todos los metrosexuales (qué termino tan viejuno) con pinta de italianos.

Hemos medicalizado tanto la vida que hemos decidido que hay días de la semana que son más tristes que otros y buscamos antidepresivos hasta para los lunes. Convertimos en enfermedad (con su fármaco correspondiente) el abatimiento, el sexo, la nutrición, la regla, la menopausia, la fealdad… ¡qué pena no tener una botica para la estupidez! Parece que todo es susceptible de tratamiento, y mientras tanto la industria farmacéutica no para de hacer caja. Como dijo Huxley, la medicina avanza tanto que pronto estaremos todos enfermos.

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