El universo rojiblanco brilla tanto que debe verse desde la Estación Espacial Internacional. A 365 kilómetros de la Tierra, la constelación de banderolas, estandartes, escaparates en rojo y blanco forma una conjunción astral que invitaba a soñar con el triunfo. Hace tres años, al calor de otra final pasó algo parecido. Solo hubo un pero y no me refiero, obviamente, a la derrota. Fue que la bandera de mi vecina estuvo colgada en el balcón más de año y medio. El viento la azotaba, el sol quemaba los colores y al final terminó ajada, hecha jirones y destrozada. A mí se me caía el alma porque no solo afeaba la fachada sino porque entonces era una cruel metáfora de lo que sucedía a un Athletic venido a menos.
Afortunadamente un día, una ciclogénesis explosiva que pasó distraida, tuvo la deferencia de transportarla a mejor vida. Eso sí respetó la cinta americana que la semana pasada volvió a reutilizarse. Mi vecina no era la única superhincha… pero menos. Desde el coche, por la A-8, también veía algún otro hincha de pacotilla que dejaba que su bandera roída y pocha, se pudriese y muriese de inanición en la ventana. Alegoría del tipo abandonado al que todo le recuerda a su amada (Copa) que se ha ido con otro. Me encanta esa forma apasionada, exagerada, a ratos absurda en que se quiere al Athletic, pero, por favor, acuérdense de retirar sus adornos algún día de estos ¿vale? La tela tiene una vejez muy mala.