El culebrón mascarillas no deja de sumar episodios. Del «no tienen ningún sentido», a ser obligatoria «siempre y en todo lugar». Hubo un tiempo en el que el propio gurú de la pandemia, Fernando Simón, aseguraba que los protectores «solo producían una falsa sensación de seguridad». Porque en febrero, «no tenía ningún sentido su utilización», y en marzo se decía; «si estás sano, no la uses». En abril, fue el propio presidente Sánchez el que empezó a recular y aparecer embozado. Ya en mayo se hicieron obligatorias en el transporte público. Y ahora, todos enmascarados.
Quizá hace tres meses no se podían imponer por simple escasez, pero sabiendo a ciencia cierta que evitaban contagios, habría que haberlas recomendado. Yo, la verdad, ya solo le veo ventajas; ahorro un montón en cosmética –creo que las firmas de pintalabios tienen los días contados–, no hace falta sonreír, y cuando pones cara de asco, tu interlocutor ni se entera. Además esa sensación de asfixia en verano, como un golpe de calor eterno, es la mar de reconfortante, y que se te empañen las gafas, no tiene precio. ¡Menos mal que creíamos que el calor eliminaría el virus! A ver si alguien consigue tapabocas con aire acondicionado. Porque ya de llevarlas, hacerlo como Dios manda. Ni hecha un rollito en la muñeca, ni de brazalete, ni de orejera y mucho menos de babero. Todo, para que la nueva normalidad no sea como la vieja, pero con una mascarilla en el codo.