Hay pocos acontecimientos que generen más estrés que la Navidad. Y eso que ni siquiera estoy pensado en el virus consumista, las aglomeraciones, los villancicos o la familia. Tampoco en el síndrome Grinch, esa fobia que se diagnostica hacia la Inmaculada y acaba el 7 de enero. Lo que realmente no puedo soportar es que estas fechas me obligan permanentemente a tomar decisiones. Me fastidia estar pensando si monto el árbol o pongo el belén… Si Nochebuena la paso con los padres o con los suegros… Si me arruino en lotería para acabar diciendo aquello de lo importante es la salud.
Me da rabia decidir si tengo que ir a cenar con esa compañera de trabajo a la que todo el año no puedo tragar y que ahora me hace confidencias sobre su vida sexual porque Iberdrola ha puesto luces de colores por la calle y El Corte Inglés ha echado nieve de poliestireno en los escaparates. Me da grima pasarme un mes comprando regalos para luego pasar otro cambiándolos. Me revienta estar pensando si chutarme todas las grasas saturadas del mercado para luego estar a fruta y verdura. Prefiero no pensarlo y me sumo a la orgía navideña.
Lo primero es bajar al trastero a resucitar mis adornos del año pasado. Pero entonces me encuentro a las estrellitas ahogadas en moho, el dorado de las figuritas se ha vuelto una pasta pringosa que ha electrocutado a las bolas, guardadas junto a las luces. Y el espumillón se ha enroscado en el Papa Noel que ha muerto asfixiado. Santa Claus ha muerto. ¡Viva el Olentzero!