¿Quién se queja de Osakidetza?

Esta es una historia profundamente real, y es la mía. A mediados de diciembre pasado, antes de viajar a París, ciudad medio muerta en la historia, había perdido el apetito, me dormía hasta de pie y sufría demoledores dolores de cabeza; pero, pensaba, que eso no tenía mayor importancia en el viejo que soy. En la capital de Francia hacía un frío de mil demonios, lo que no impidió verlo todo, incluso entramos a Notre Dame sin privilegios. En Sacre Coeur, mi colina de perdición, estrené el maldito 2025. De regreso a Bilbao, al borde de la nada y tras un aterrizaje de terror por un ventarrón que jugaba a la montaña rusa con la nave, ingresé de urgencia en el Hospital de Urduliz.

Sin pulso, con la tensión bajo mínimos y debilitado tras perder 10 kilos, llegué a este nuevo y pequeño hospital de la sanidad vasca, que da servicio a la comarca de Uribe Kosta. Fue entrar y vivir una trepidante carrera de tratamientos médicos, dignos del mejor centro médico del mundo. En las horas previas a pasar a planta ya me habían hecho tres analíticas, un escáner y pruebas de todo. La médico me había visitado varias veces buscando un diagnóstico certero. Una legión de enfermeras, auxiliares y celadores, que me llevaban en silla de ruedas de una consulta a otra, se afanaban en conocer la causa de mi mal estado. 

Los días en la habitación fueron frenéticos. Un joven y extraordinario doctor, de nombre como el mío, Ramón, asistido por una joven doctora se volcaron. ¿Cuántas revisiones y pruebas me realizaron? Dos TAC cerebrales, otro de tórax, ensayos con antibióticos, análisis de arterias, sesiones con el oftalmólogo, el cardiólogo, el neurólogo y la reumatóloga. Y cuantas veces pedí analgésicos para mis insufribles dolores de cabeza me los inyectaron rápido, sonrisas compasivas aparte. 

Y, por fin, dieron con el diagnóstico: una enfermedad con nombre propio, enfermedad de Horton (¿quién era este tipo?), algo así como la inflamación de las arterias -arteritis- que rodean el cráneo. Grave, pero con tratamiento a base de cortisona en dosis decrecientes, de 50 ml para empezar. El diagnóstico se confirmó tras una biopsia perfecta en quirófano. La enfermedad me deja la secuela irreversible de visión borrosa en el lateral del ojo derecho y se confirma tras mi paso por la alta tecnología del Hospital. Medio tuerto pero vivo. Ahora sigo el tratamiento de cortisona en sesiones externas del Hospital. Con mi póliza de seguro médico de Sanitas no hubiera tenido la mitad de cuidados en calidad y cantidad. 

Como no soy ministro, ni pagué soborno a nadie, entiendo que todo esto es lo que Osakidetza hace todos los días a todos los pacientes y en todos los hospitales y centro de salud de Euskadi. Además de estar infinitamente agradecido y emocionado, porque me salvaron la vida, al recibir el alta hice la pregunta a quienes me atendieron: ¿De qué se queja la gente de la sanidad pública vasca? 

Mi historia, con otros nombres, se repite mil veces cada día en Euskadi.

Lamentarse a la francesa

            Se ha hecho público hace poco el informe anual del Ararteko, Defensor del Pueblo de Euskadi. Dice expresamente: “La salud fue la segunda área con más quejas, 441, que tras un incremento espectacular del 69,6 % representa ya el 13,3 % del total de reclamaciones. Han ganado «peso específico» las quejas por falta de personal en algunos ambulatorios, sobre todo médicos de familia y pediatras, «lo que provoca la ampliación de los plazos de asignación de citas». ¿Qué quieren que les diga? 441 reclamaciones anuales en un país de más de 2 millones de personas es poca cosa, pero no voy a quitarles su importancia

Hay otras realidades sobre la evolución cualitativa de Osakidetza respecto de otros sistemas públicos. Osakidetza ha reducido un 66,6% la lista de espera para intervenciones quirúrgicas, pasando de tener 435 pacientes en espera en marzo de 2024 a 135 pacientes en el mismo mes de 2025. Y en atención especializada el tiempo de espera para una consulta se ha reducido hasta los 52 días, mejorando de forma notable con respecto al año anterior, cuando la cifra se situaba en 70,25 días. Y así. Esta es la hoja de ruta: mejorar y mejorar

            El presupuesto de Osakidetza no deja de crecer, lo que reclama mayor esfuerzo colectivo. ¿De dónde sacamos los médicos que la universidad niega con su corporativista “numerus clausus”? ¿Cómo contratamos a sanitarios extranjeros si en el perezoso Madrid tarda siglos en homologar sus titulaciones? La digitalización del sistema debe eliminar solapamientos y trámites administrativos prescindibles y volcarse aún más en atención primaria, pediatría y prevención. La esperanza de vida de los vascos es mayor, mejorando la media española, gracias también a nuestra sanidad pública. Mi hija, médica en Nueva Zelanda, gana mucho más salario que sus colegas de Osakidetza; pero no le arriendo la ganancia en otras ventajas laborales que aquí existen. Desde la pandemia la sensibilidad sanitaria es más acentuada; pero cuando, hace años, decían que teníamos un sistema de salud ejemplar ya eran necesarias mejoras que ahora son perentorias. En suma, gozamos de una sanidad extraordinaria que algunos sectores sindicales, políticos y mediáticos pretenden envenenar. A esta falsificación artificial hay que responder sin complejo.

            Tengo la impresión de que la sociedad vasca se ha afrancesado y no solo en la gastronomía. En el país vecino han desarrollado una cultura quejumbrosa (a la estela de su afán revolucionario, de 1789 y siguientes a mayo del 68), hasta consolidar un activismo brutal, compatible con su democracia de alta tolerancia, capaz de paralizarlo todo y doblegar la ley. ¡Se creen superiores! Fui testigo de las tácticas turbulentas de los “chalecos amarillos”. Les vi actuar junto a la Madeleine y aquello era la guerra. Los sindicatos abertzales (ELA y otros, que también se creen superiores) han adoptado y adaptado sus métodos (en Euskadi la tolerancia a la algarada sindical, con el destrozo impune de bienes públicos y privados, amenazas y miedo, es infinita), a lo que han añadido sus experimentadas prácticas de kale borroka, ahora en versión low cost.

ELA, al asalto 

Hace unos años el sindicalismo de ELA y grupos de la extrema izquierda tomaron el mando, un poder anti-institucional, centrado en la Sanidad, también en la Educación. Su modus operandi comenzó con su percepción de que a los gobiernos (de Euskadi y del Estado) y los partidos mayoritarios solo parecían importarles los resultados electorales sintiendo el fracaso de una democracia frágil y a la defensiva frente al populismo. Con estas debilidades el sindicalismo radical se propuso obtener, mediante la presión callejera y la persistencia hasta el límite del desasosiego, la inquietud, la violencia y las posiciones extremas en la negociación, doblegar a las autoridades más allá de lo legalmente posible, hasta el punto de que ELA llegó a marcar de facto la agenda política de Euskadi en su horizonte de socialismo liberticida, en un país todavía achantado por la experiencia y el recuerdo de una mafia criminal y el conflicto. Obligar a la cesión y rendición institucional fue su objetivo, cuyo siguiente paso era asaltar el poder, que implicaban la ruptura del sistema y el quebrantamiento de la convivencia.

En este contexto de debilidad democrática y a la conquista del poder fraguado en la soberbia sindical y su falsa representatividad, formularon la estrategia de demolición de la buena imagen de la Sanidad Pública para convertirlo en símbolo del fracaso institucional vasco ante la ciudadanía. Había que cambiar la realidad necesariamente. De la algarabía sindical se esperaba tensionar a trabajadores y pacientes, hacer la vida imposible a toda la sociedad y aprovechar los efectos psicológicos derivados de una pandemia mal gestionada. Se solaparon en esta táctica política reivindicaciones justas de médicos, enfermeras y demás plantilla de Osakidetza. De la confusión se hizo mentira. Además, por oportunismo, grupos mediáticos privados se apuntaron al ajetreo de la extrema izquierda sindical publicando sin rigor fallos del sistema sanitario que emponzoñaron de falsa crítica para aumentar el desapego de la ciudadanía hacia Osakidetza. Derecha e izquierda radicales concurrieron en la farsa.

ELA y sus socios, que arrastran sus viejos complejos, explotan las contradicciones de nuestro delicado sistema democrático y aprovechan en su beneficio el impulso de las nuevas y justas exigencias sociales y los propios límites de los gobiernos, siguiendo el patrón marxista. Y en sus males estamos, contra lo que hace falta recuperar la entereza del país respecto de su magnífico -pero mejorable- sistema público de salud, reforzar el liderazgo democrático y superar nuestras estúpidas crisis existenciales. Si Euskadi venció la dictadura franquista, resistió y derrotó la larga y trágica tiranía del terrorismo y superó la ruina económica y moral que ETA y sus ideólogos provocaron durante décadas, todo lo que nos dejó un inmenso daño aún latente, debe ahora ganar, con la fuerza de la verdad y la fortaleza de la realidad, con la mayoría civil, el perverso intento político-sindical, patrocinado por EH Bildu, de socavar Osakidetza y el talento humano y profesional que la respalda cada día. 

JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ Consultor de Comunicación

Abad antes que fraile

Definitivamente, Iker Jiménez me hace reír con sus rebuscadas piruetas para que en todo haya apariencia de misterio; y Nacho Abad me da pena con su invención de asesinos en un país donde se roba más que mata. Iker y Nacho son de Cuatro, que ya estaría muerta de inanición si no fuera por First Dates y su lascivia de urgencia que aportan un millón de seguidores diarios. Iker y Nacho tienen más cara que espalda y sobreviven a base de engañar al espectador y añadir dosis de populismo neofranquista.

Código 10, el espacio que regenta Abad, está más cerca de la plenitud del ridículo tras organizar, con pompa y circunstancia, un debate entre terraplanistas y divulgadores científicos. Sí, esto ha ocurrido en un canal de España, como aconteció la dictadura. ¿Cuál será el siguiente, gordos contra flacos, el bombero torero? Y como “cualquier situación, por mala que sea, resulta susceptible de empeorar (Principio de Peter), el presentador nos ha invitado a descubrir a agentes infiltrados en ETA al servicio de la policía, aprovechando el postizo relato de La infiltrada, esa peliculita recompensada con el Goya y paniaguada por la propaganda del Estado.

Nacho nos situó frente a un afligido actor, de espaldas y voz impostada, con un guion de amenazado de muerte por “sacrificar su vida por España”. No podía ser más cutre. Es la mentira perfecta, amparada por la ley de secretos oficiales para no desvelar el fraude. Cualquier agencia de casting provee de figurantes a la tele para montar un teatrillo si hay poca vergüenza. ¡Qué patético oficio, alcahuete de la historia! ¿Y por qué Abad no se atreve con el asaltaeuros Juan Carlos de Borbón? Cobardemente, recurre a las corruptelas de la ficción informativa y la desidia intelectual, vertederos habituales de la crónica negra.

JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ

Drama en Sopuerta

En Sopuerta, minera y encartada, indiana y profunda, al noroeste de Bizkaia, transcurre la historia de Solas en el silencio, de Silvia Intxaurrondo, presentadora de La hora de la 1, con la que se suma a la nómina de comunicadoras y novelistas junto a Carme Chaparro, Sandra Barneda, Sonsoles Ónega, Mari Pau Domínguez, Ángeles Caso y no cuenten entre ellas, por caridad, a la plagiaria Ana Rosa Quintana. Es un relato sin concesiones sentimentales y escrito con solvencia sobre hombres crueles y curas calaveras, abuso de poder y violencia cotidiana, leyendas y venganza, en un tiempo indeterminado, como si la autora quisiera indicarnos intencionadamente que la causa de las mujeres fue, es y será en tanto ellas aspiren a “huir muy lejos, donde una mujer valiera más que un animal de campo”. Además de su cautivadora narrativa, Intxaurrondo nos sirve un ramillete de mitos locales, como que las novias de Enkarterri incluían en el ajuar “la ropa de viaje, la vestimenta con la que querían ser enterradas”; o sobre su enloquecedor viento sur, que por allí llamaban “la mano del diablo”.

La popularidad vende libros, por lo que la novela de Silvia será un éxito en este literario mes de abril; pero en las pantallas la santurtziarra soporta un intenso acoso de la prensa conservadora. Desde que dejó en evidencia a Feijóo con las pensiones (grieta electoral de la derecha) no cesan de atacarla sobre su contrato con RTVE y El Mundo la hostiga sin piedad. ¡No conocen bien a Silvia, junco de resistencia!

Echamos en falta la empatía de los colegios profesionales con su colega. No podemos consentir que Antena 3, versión hispana de Fox News, nos lleve a umbrales neofranquistas con su sombrío poder informativo. La quiebra del equilibrio privado-público trae la demencia democrática.

JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ

¿Solo el pueblo salva al pueblo?

El slogan, o lema, es una bandera verbal, simbólica y sugerente, detrás de la que a veces marcha la gente sintiéndola como verdad, confortados por su sentido trágico. Normalmente, el eslogan se desgasta con rapidez (en publicidad lo sabemos de sobra) y su corta vida se funda en la ingenuidad y el oportunismo. Busque usted cualquier ejemplo que no encontrará ningún lema resistente al paso del tiempo o que venza el correctivo de la razón y la historia. Da un poco risa -en su versión de disfraz de la pena- que alguna vez creyéramos en tan infantiles mensajes como “el pueblo unido jamás será vencido” o “sé realista, pide lo imposible”, marcas ideológicas de épocas de adolescencia social e inocencia política.

              En Valencia, dolidos en cuerpo y alma y en medio del caos provocado por un desastre climático más que previsible, tras saber que el primer político de la Comunidad estuvo holgando y comiendo en un restaurante de lujo mientras morían 230 personas, con esta angustia y rabia, miles de personas, casi todos jóvenes, se lanzaron a las calles de los pueblos inundados y, armados de escobones, fregonas, cubos y víveres de primera necesidad, con más entusiasmo que orden, dispuestos a hacer lo que no percibían en la responsabilidad de sus instituciones, entregando su ayuda y solidaridad a la población afectada, todo al grito arrebatado de “solo el pueblo salva al pueblo” en un acto tribal donde el individuo se diluyó en el gentío instintivo. 

            El lema, con su tufo de heroísmo de masas y poseído de cierto mesianismo, hizo fortuna entre propios y extraños y así lo reflejaron los medios, tan dados al medallero emotivo, y lo alabaron por su supuesta espontaneidad y su romanticismo en respuesta a la dejación de las autoridades y contra el indigno y negligente Carlos Mazón. A lo más fue una ficción consoladora.  

¿Quién es el pueblo?

            Pueblo. ¿Qué y quiénes son el pueblo? ¿Qué define pueblo, vieja palabra, equívoca? De entre todas las abstracciones que podamos imaginar, pueblo es la más compleja, contradictoriamente la menos democrática y la más corroída en su semántica. Si hiciéramos un esfuerzo de entendimiento, diríamos que el pueblo lo constituye el vecindario de un país o lugar determinado, descontando a sus líderes y a los que sirven a estos, enemigos de la gente rasa. Pueblo es, en este sentido, lo que está más allá del poder, los que obedecen. Si al sustantivo pueblo le añadimos un adjetivo (pueblo vasco, pueblo valenciano…), determinamos a la población que reside en una espacio geográfico o político determinado, sin más. 

            El concepto pueblo, en la innoble tarea de propagandizar, tiene el propósito totalizar y unificar a las personas en una entidad que, por la innegable diversidad humana, la identidad y las grandes diferencias con las que nacemos, es imposible reducir. Pueblo niega la pluralidad, pues ninguna comunidad se limita a una lista de nombres o una relación de objetos de propiedad ajena. Visto así, pueblo es una mentira antigua que, por tradición, los conservadores y las religiones usan para el dominio. Escarmentado, cuando oigo decir pueblo me echo la mano a la cartera.

            Seguramente, los que gritaban entre la ira y la futilidad “solo el pueblo salva al pueblo” no querían apelar a ninguna dictadura (quizás todo lo contrario); pero su expresión se mostraba como representación de revolucionarios de salón, pues hablaban en nombre de todos, como si todos los vecinos fueran con ellos o tuvieran la obligación de unirse a su lema (y al ejército del barro) de unificación de una movilización chusca de escoba y tetrabrik. La estampa es tan comprensible (seamos generosos) como absurda y embustera, y sin ánimo de ofender y a su pesar, de jóvenes rojos o airados camisas negras, salidos de una estampa sepia del siglo XX. La marcha valenciana fue caducando en el esperpento y quien quiso ayudar ayudó (ya lo creo que lo hicieron muchos) sin rezarle al pueblo ninguna plegaria de feria. ¿Quién la inventó? No busquemos entre quienes respetan la libertad; pero alguien tuvo un mal día. Y el pueblo, así de cervantino, “incontinente, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada”. 

Salvadores de la patria

            La movilización seudopopular de Valencia aparentó al principio un poco vasca y eocó a la izquierda abertzale, revolucionaria y adherida al terrorismo, que alguna vez se llamó Herri Batasuna (unidad del pueblo), pues consideraba al pueblo, Euskadi, como un mamotreto, de una pieza, directamente suyo y a su sectaria tutela. Fue un espejismo. La democracia echó a andar a medida que los partidos y sus líderes dejaron, unos más que otros, de hablar del pueblo como realidad y no ya como su demencial figuración.   

            A la entelequia de pueblo necesitaba de un compañero de fango, la salvación, ese bastardo de raíz religiosa, por el que la gente, temerosa y frágil por naturaleza, se aviene a que alguien le recate de la desesperación y la oscuridad, un caudillo que le guíe y señale el camino a seguir y los dogmas y emociones que abrazar. ¿De qué había que salvar a Valencia? De la muerte no, porque a las horas que empezaron a sonar esas seis palabras extravagantes, los muertos yacían bajo el barro y devorados por ríos, presas y pantanos. Estaba claro: a Valencia había que salvarla de la política, los partidos y su pecado, la democracia, y sustituirla por un monstruo liberticida.

             El ansia popular en aquellos días que siguieron al desastre climático fue un reclamo de la dictadura, de la fuerza y el golpe autoritario, pues entendía que la libertad era incapaz, inútil y un estorbo para remediar aquel desastre. Una inesperada oportunidad para la trifulca y la desmesura reaccionaria. ¿Cómo extrañarnos de que Mazón, el más obtuso de los valencianos al mando, nombrara después a un general para diseñar la epopeya de la reconstrucción? 

            El fraude mental de “solo el pueblo salva al pueblo” es la negación institucional, la repulsa de la organización comunitaria, la sinrazón por la que la democracia es solo un deseo, la enmienda a la totalidad para una reconstrucción épica, lenta y compleja, con el impulso de una convivencia social imprescindible. El eslogan valenciano define en toda crudeza la antipolítica, el impulso de menoscabar los resultados de un equilibrio entre ideas contrarias y hasta antagónicas, pero necesarias en la meta de vivir armoniosamente y su proyecto humanista. El lema salvífico es tan simple que no le importa mostrar su faz totalitaria, manifiestamente fascista, y aturdir hasta el paroxismo a las masas en su frustración. ¿Salvar al pueblo con escobas y fregonas? Claro que no, salvarle como a siervo en la destrucción de las instituciones que aquellos días fallaron en su respuesta bajo el peor liderazgo imaginable, la ausencia y la huida.

La desesperación fue el caldo de cultivo para la siembra del desengaño autoritario, entre militar y confesional, cuando se sintió el abandono y la soledad. Todavía algunos repiten la frase con engolamiento y orgullo para dar importancia a la espontaneidad y el heroísmo de la gente. El pueblo no falla porque no existe, es una boba abstracción: solo hay personas diversas, de identidad y cultura. El pueblo no salva nada con su entidad fantasmal: es la gente, la pluralidad, la información (mucha y veraz información), sus instituciones propias, sus asociaciones, sus partidos, sus individuos y sus dudas, su autoestima, su sacrificio, sus ambiciones, sus utopías y no milagros, sus recursos, sus derechos, sus familias, su identidad irrenunciable, sus grandes y pequeñas conquistas de cada día, su sufrimiento, sus sueños, la poderosa y compleja verdad que nace del corazón y la nobleza personales, su superación del desánimo, su respeto a los valores comunes, sus ganas de vivir, su afán de supervivencia y continuidad transformada en sociedad.

A la gente no la salvan los salvadores de la patria, ni la ponzoña de los falsos mensajes y el lirismo demagógico. No la rescata una entidad palurda, inmadura e imaginaria llamada pueblo al dictado de líderes de cuartel y sacristía, sino siendo comunidad real, crítica, abierta y densa, la sociedad democrática y su dinámica. Pero también se salva, como ahora, equivocándose.

JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ Consultor de comunicación

Guau, wow y mil sonidos

Las palabras y los sonidos no se los lleva el viento, ni quedan presos en soportes digitales. Las ondas sonoras siguen vivas y libres. Pensaron en la radiotelevisión vasca que había que hacer algo con su archivo de audio, democratizarlo y quedara al alcance de todos. Tenían dos palabras para darle nombre a la tarea: Gure, nuestro, y Audioa, audio. Las sintetizaron y ¡voilà!, les salió Guau, con su aproximada concurrencia con la sonoridad del wow inglés (expresión de admiración o sorpresa) y con la onomatopeya del ladrido perruno. Como marca y servicio es perfecto, de premio.

Guau se puso en marcha en febrero, vinculado a las plataformas Primeran, de vídeo a demanda, y Makusi, de contenido infantil, milagros para el ocio y la cultura que se extenderán a nuevos soportes, como móviles, televisores y coches. ¿Sabía usted que muchas personas prefieren la radio a la tele, escuchar a ver? Para esta gente Guau es una gozada, pues además de conectarles con las emisoras públicas contiene podcasts, formatos temáticos y esas perlas únicas y experimentales que solo la radio puede ofrecer por su versatilidad y prometen hacerse adictivas en su universo lingüístico euskera-castellano.

Hay otros contenidos que Guau debería darnos. ¿Por qué no escuchar las noticias de Radio Euskadi de un día cualquiera del 95 o regresar con Torrelledó a los 80? Si estos archivos están digitalizados la inteligencia artificial lo resuelve fácilmente. Volver a oír a Aznar glosando el franquismo o a Otegi ponderar las armas humeantes de antaño, así como sinsorgadas paletas sobre el Guggenheim, inspiran vivencias impagables. ¡Explícame el pasado, Arnaldo! Y es que algunos saltos al pasado nos ahorrarían muchos sobresaltos de futuro. Bajar el sonido de las nubes a la realidad es cosa de Guau, oiga.

JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ