
Paradójicamente, la suma de dos magnitudes puede resultar una resta, incluso una división; pero la vida comunitaria, el desarrollo humano y la economía nos empujan, por pura necesidad, a la búsqueda de acuerdos. En democracia la clave es hacer compatible la suma de ideas heterogéneas con las contradicciones que encierran sus diferencias programáticas en una unión determinada. Y así el gobierno menos imperfecto sería el formado por dos o más partidos cuyos objetivos comunes fueran más exigentes que su natural discrepancia. Los pactos forzosos, salvo en circunstancias de grave emergencia, nos aproximan al totalitarismo, porque la libertad lleva implícita en su propia naturaleza el alto valor del pluralismo, que la engrandece. En todo caso, y bajando a la estricta realidad, en política como en casi todos los aconteceres sociales, las alianzas, con sus cesiones y concesiones, no se suscriben por amor, sino por mutuo provecho y radical interés. Y sería bueno que, por fidelidad a la verdad y respeto a la ciudadanía, no se presenten las coaliciones envueltas en el celofán de la generosidad pública y la heroica renuncia de las partes. El territorio político más cercano al amor es el patriotismo defensivo, y con matices.
La experiencia de coaliciones en España es nula, más allá de ayuntamientos y comunidades autónomas. Los gobiernos centrales no saben, o no han necesitado, coaligarse, de manera que la izquierda (21 años) y la derecha (17 años) se han repartido el poder desde 1977 y siempre por separado, de lo que cabe deducir que la ausencia de gobiernos mixtos es una de las causas, quizás la más significativa, de la baja calidad democrática del Estado. El previsible derrumbe del bipartidismo, motivado por la corrupción del sistema vigente desde el fin del franquismo, y su probable fragmentación en un tetrapartidismo desigual, apuntan a un horizonte de inéditas coaliciones en Madrid, donde se vive con incertidumbre lo que debería celebrarse y es práctica normal en Europa y, por supuesto, en Euskadi.
¿Quién teme los gobiernos mixtos?
La primera crisis a la que tiene que enfrentarse todo gobierno ideológicamente mixto es la superación de las parcelas estancas sobre las que tiende a organizarse: yo administro mis áreas, tú gestiona las tuyas y no nos interfiramos. Mal asunto. Olvidan que el gobierno es un todo inseparable y la responsabilidad política, como la existencia misma, no es divisible. Por tanto, y más allá de las diferencias cualitativas y cuantitativas de los coaligados, el éxito de su proyecto común depende de la capacidad de integración de sus equipos, métodos y discursos, un valor mucho más importante que la preservación de la identidad de cada fuerza integrada en la coalición. Se supone que en una causa conjunta, como las parejas humanas, 1+1 suma más que 2. Los resultados de las grandes uniones son exponenciales. E insisto en este punto: los gobiernos transversales son tanto más positivos cuanto menos aritméticas y más sustanciales sean sus motivaciones de unidad programática.
La lealtad es, pues, indispensable en la gestión de los acuerdos estratégicos que sobrepasan el alcance de los objetivos particulares. A lo largo de una legislatura se producen innumerables incidentes y conflictos que desafían la frágil cohesión de los gobiernos plurales. Si ya es difícil gobernar con personas de un mismo partido, imaginen los obstáculos de relación en un tripartito. Si no se superan las desconfianzas y no se asumen los riesgos de las cesiones en aras de un proyecto superior, su horizonte es el fracaso y la frustración.
Los enemigos de las coaliciones son tres: el miedo a perder el perfil propio en la mezcla, la amenaza de fagocitación de los partidos minoritarios por el grande y la dificultad de la comunicación del quehacer gubernamental, es decir, el justo y ponderado reparto de la notoriedad, los réditos y las culpas. Lo clásico es que el partido mayor piense: hemos decidido demasiado poder. Y que las fuerzas menores se lamenten de que la alianza pueda ser tomada como traición por sus votantes. ¿Cómo saber a priori si se gana o se pierde con los pacto? Esta es la cuestión y el punto de la grandeza de todo acuerdo.
Personalmente, me han disgustado los recientes acuerdos de coalición entre PNV y PSE. Considero que la estabilidad institucional vale menos que la aportación política de los socialistas a los gobiernos nacionalistas en minoría; pero acepto de antemano que la cuenta de resultados de la suma PNV+PSE pueda ser favorable para el país, más a medio y largo plazo que a corto, en el contexto de cambio de estatus en Euskadi y de reforma del marco constitucional, mientras la izquierda abertzale, parsimoniosamente, hace la digestión de su pasado y acepta de palabra y hecho la compleja pluralidad vasca.
La experiencia vasca
De1987 a 2009 la CAV tuvo gobiernos de coalición, de muy diferentes colores. ¿Que hemos aprendido de aquello? Obviamente, a hacer de la necesidad virtud y a aplazar objetivos irrenunciables mediante un útil pragmatismo. El pactismo de entonces enriqueció a la sociedad vasca en convivencia y reconocimiento de todos los proyectos políticos. Aquellas sumas superaron la razón aritmética y facilitaron la recuperación económica y la puesta en marcha de las instituciones. Euskadi dio una lección de concordia interna, aun a pesar de que la violencia de ETA y también del Estado la dificultaba sin piedad.
Los sucesivos gabinetes vascos experimentaron lo que ahora los gobiernos del Estado deberán aprender aceleradamente: que ceder no es debilidad, que sumar es multiplicar y que las contradicciones ideológicas y tácticas son algo tan saludables como estimulantes. En efecto, el riesgo a perder la identidad de marca fue un tormento para los socialistas de la década de los ochenta y noventa. Recuerdo los afanes del entonces vicelehendakari Ramón Jáuregui y su equipo para no diluirse en la primacía nacionalista. Lo pasaron tan mal que llegaron a retocar algunos símbolos institucionales (yo estaba en aquel equipo de comunicación) para que la ciudadanía se percatase de la participación socialista en el Gobierno vasco.
Los socialistas, como años después EA, se quejaban de que el PNV fagocitaba el trabajo y la gestión de sus consejeros, porque empeoraron sucesivamente sus resultados electorales a su paso por Lakua. El análisis era incorrecto, porque el PSE pagaba por entonces el deterioro de su marca española y Eusko Alkartasuna sus propias debilidades al margen de su estimable trabajo en el Gobierno. Tal era la dificultad comunicativa de la coalición que se llegó al disparate de nombrar dos portavoces: José Ramón Rekalde, por el PSE, y Joseba Arregi, por el PNV, lo que lejos de ayudar a una equilibrada visualización bipartidista acentuó la esquizofrenia con que el PSE vivía aquellos acuerdos. La fagocitación del PNV es una leyenda.
El más interesante de los nuevos gabinetes de coalición es el presidido por Uxue Barkos en Navarra. En realidad, rebasa el modelo clásico de alianza para constituirse en un ensayo histórico, por cuanto su proyecto se inscribe en un cambio de régimen, un reestreno de todo. La señora Barkos y sus consejeros deberán tener en cuenta que la valorización social de un gobierno se realiza en razón de la gestión de las cosas concretas, por lo que no será suficiente la renovación de las actitudes básicas (de la crispación a la integración, de lo ultra a lo democrático, de la corrupción a la honradez). Además de lo emocional está lo terrenal. Tienen que mejorarlo todo. Navarra es el escaparate máximo de una nueva política. Y se esperan resultados óptimos. Más que suerte, necesita sublimación. Primera decisión de gobierno: “Queda abolida la mediocridad para que de todo lo bueno haya siempre en abundancia”.
JOSÉ RAMÓN BLAZ