Insignificante mentira

 

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EL FOCO

Onda Vasca, 10 noviembre 2016

El sobrevalor de una mentira es que, a veces, puede llegar a valer tanto como el valor de todas las verdades. Una mentira, en determinadas circunstancias, puede echar por tierra todas las certezas acumuladas. Ocurre en nuestra sociedad de la información. Es como si la mentira estuviera agazapada esperando una oportunidad para envenenar la verdad con un solo zarpazo.

Esto es lo que ocurre con las noticias acerca de la violencia machista: una tragedia constante en nuestro país, que nos depara a diario el horror de los asesinatos de mujeres a manos de sus parejas o exparejas, además de los múltiples casos de violencia y amenazas que se cuentan por miles cada año. Hemos quedado en que es mejor denunciar que callar, y no hacer como en otros países, que callan o esconden esta realidad.

El caso es que hace unos días supimos que una mujer, en Abanto Zierbena, en Bizkaia,  había denunciado anta la Ertzaintza que su expareja había embestido su coche contra el suyo en plena autopista A8. El hombre fue detenido y llevado a prisión por un hecho que parecía un claro episodio de intento de asesinato. Sin embargo, la misma Ertzaintza informó ayer que, tras las primeras investigaciones, se trataba de una denuncia falsa. Según parece, el hombre y la mujer viajaban juntos en el vehículo a pesar de que existía una orden de alejamiento que obligaba al hombre.

¿Y qué ocurre a ahora? Pues que, de forma automática y casi irracional, muchas personas creen que las denuncias falsas de violencia doméstica son generalizadas y que, por cierta ficción o leyenda instalada en el subconsciente de no pocos hombres y también mujeres, se cree que las denuncias son instrumentaciones de mujeres contra sus exparejas en el fragor de las disputas posteriores a una ruptura. Vamos, que estamos ante un hecho común y no esporádico.

Y así, como el ladrón que se cuela furtivamente en nuestra casa, se llega a creer que las mujeres denuncian falsamente a sus exparejas solo para perjudicarles. Y en consecuencia, una sola mentira se convierte en verdad absoluta, contra la realidad de que en Euskadi se dieron cuatro denuncias falsas frente a más de 7.000 verdaderas.

A nivel de Estado, en 2015 se presentaron 129.292 denuncias por violencia machista, de las que sólo en 18 de los casos se constató que eran falsas, lo que representa el 0,0015% en relación al total de las presentadas, según la memoria presentada por Fiscalía General. ¡La mentira es insignificante, pero cuán poderosa es!

Para mayor daño, la denuncia anterior se suma a otra aún más sangrante, producida en León, donde una mujer ha sido detenida tras comprobarse que simuló su agresión y violación por parte de su expareja, un joven de 35 años. Se añadía a este caso el detalle macabro de que la mujer denuncio que su pareja le había echado pegamento en la vagina. Un caso terrible, muy injusto para el hombre que pasó varios días en la cárcel, y de una gran responsabilidad para la mujer, que tendría que vérselas con la justicia por esta denuncia falsa y los daños causados.

Pero es un caso falso entre miles de casos auténticos. Con la particularidad de que una sola mentira, solo una, puede más que miles de verdades juntas. Y de este hecho se aprovechan los agresores, y el machismo residual que los ampara, para justificar y esconder la violencia contra las mujeres.

Me pregunto qué hace que una mujer elabore una mentira y presente una denuncia falsa. Quiero ponerme por un momento en su cabeza y tratar de entender su mecanismo de ficción. Podría tratarse de personas con algún tipo de trastorno psicológico. Puede ser. O podría ser también que, efectivamente, estuviésemos ante un hecho objetivo de maldad, intencionado, para causar un serio perjuicio a su expareja, en el contexto de disputa tras la ruptura. Puede ocurrir.

Pero también podría ser que, en medio de la mentira, tuviéramos un caso de miedo, de desesperación de la mujer ante hechos de verdadera violencia ejercida contra ella, de soledad y desorientación. por los que pudiera verse desbordada y que la mentira solo fuese un síntoma de una situación desesperada, de desbordamiento psicológico y emocional. Tal vez ocurra esto. Y debemos considerarlo. No creo que, racionalmente, ninguna mujer se arriesgue a una denuncia falsa cuando los hechos pueden demostrar su mentira.

La mentira, a veces, es el último recurso, un desesperado argumento. Quizás es solo eso.

En todo caso, una mentira no vale más que diez mil verdades. Y una denuncia falsa no elimina la trágica certeza de las ochenta mujeres que mueren cada año a manos de sus parejas. Un solo caso falso no es superior a miles y miles de denuncias ciertas que se presentan cada año en nuestro país.

Los casos de denuncias falsas no invalida la justicia, pese a ser tardía e insuficiente. Al contrario, las denuncias falsas hacen más auténtica la verdad.

Hasta el próximo jueves.

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Sistiaga, corresponsal de paz

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A Jon Sistiaga le debemos el conocimiento de las verdades más difíciles, las que crecen en los peores escenarios del ser humano, adonde acuden unos pocos al rescate de alguna esperanza, si es que queda rastro de esa ilusión. Hoy le premian en Bilbao la Asociación y el Colegio Vasco de Periodistas por  “su gran labor como reportero de guerra y en zonas de conflicto». Sistiaga representa la mejor de las razones por las que nació la tele y la dignidad de la información no sometida al espectáculo. Estuvo en Ruanda, Colombia, Afganistán y Corea del Norte, no precisamente paraísos de sosiego, y nos narró la guerra de Irak y la terrible experiencia del asesinato del cámara José Couso por un cobarde obús norteamericano. Y después de pasar por Telecinco, Cuatro y Canal+, ahora nos regala cada jueves los espléndidos documentales de su programa Tabú, en #0, la selecta emisora de Movistar TV. Ejerce hoy de corresponsal de paz.

Tenemos a Sistiaga para tomar conciencia de lo que incomoda, desde la eutanasia a las drogas, pasando por el terrorismo y la violencia machista. Es otro estilo de contar las cosas, porque es una manera diferente de verlas. Sus cuatro reportajes sobre abusos sexuales a niños son impagables. El periodista irundarra ha resuelto con criterio y emoción lo que la televisión pública vasca no ha querido acometer en treinta años: proporcionar a la sociedad de Euskadi el relato de nuestro Spotlight, sobre los cientos y cientos de casos de menores violados y agredidos sexualmente por clérigos en centros educativos y benéficos a lo largo de décadas de oprobioso nacionalcatolicismo. Ya me dirán ustedes para qué necesitamos ETB, más allá del repaso de un presente bajo en entusiasmo, si no cumple con el honor de la verdad obligatoria, el sacrificio de aquellos pobres niños a quienes jamás nadie ha hecho justicia. ¿No existe para estas víctimas el derecho a la memoria?

También le espera a ETB el relato pleno de la violencia en Euskadi, un proyecto histórico y moral aún no conceptualizado. Con tantos asuntos pendientes, temo que nos olvidemos del futuro.

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Polvo en libertad

 

EL FOCO

Onda Vasca, 3 noviembre 2016

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Tal vez vivamos en una sociedad que procura esconder la realidad de la muerte. Es imposible esconderse de ella, pero hemos acordado, implícitamente, no convertirla en algo agobiante. Hemos celebrado hace unos días el día de los difuntos y existe la costumbre de acudir a los cementerios a depositar flores sobre las tumbas de quienes amamos y nos dejaron para siempre. Todo es muy respetable. ¿Y qué ocurre con aquellos que no reposan en los camposantos, porque sus cenizas volaron al aire, se esparcieron sobre el monte o se fundieron con el agua del mar y los ríos? Seguramente, para todos ellos hay millones de flores que crecen en nuestra memoria. No son más queridos por tener o no tener flores. Lo son en la  medida de que habiten nuestro corazón y residan en el recuerdo. 

Total, que estamos en que la cultura cristiana de los camposantos ha virado, lenta pero inexorablemente hacia la incineración y al esparcimiento de las cenizas en lugares abiertos o, en bastantes casos, en el propio cementerio. Ha sido un proceso lento y libre, en el que intervienen factores económicos y técnicos, pues ahora la cremación es aceptada en una gran mayoría social y permite liberar los grandes espacios que ocupan los cementerios. Supongo que hay otra razones a favor de la incineración, como cierta repulsa a la realidad de la muerte después de los años. Hay como una mayor asepsia o escrúpulos, no se.

Y en estas estábamos cuando el Vaticano, que no parece reconocer su menguada influencia social, avisa a sus seguidores, los activos y los pasivos, que no es aceptable la cremación y muchos menos el esparcimiento de las cenizas en espacios abiertos, ni siquiera su conservación en casa. Aclaremos: lo que dice el Papa Francisco, y nos lo ha enfatizado su contradictorio prelado Munilla, obispo de San Sebastián, que mediante el documento «Instrucción Ad resurgendum cum Christo» la Iglesia católica sigue prefiriendo la sepultura de los cuerpos, que acepta la cremación, pero se prohíbe esparcir las cenizas, dividirlas entre familiares o conservarlas en casa.

Supongo que esta es una instrucción que solo obliga a los católicos, y a nadie más. No vaya a ser que nos confundamos. ¿De verdad cree el Vaticano que sus seguidores van a aceptar este mandato? ¿Cree que va a cambiar algo la opción mayoritaria de la incineración y el homenaje de familiares y amigos de los fallecidos de aventar las cenizas en nuestros montes y aguas? El Vaticano no conoce a su gente si piensa que este documento decimononico va a alterar esta libertad postmorten.

La instrucción eclesiástica tacha los nuevos ritos funerarios de panteístas, naturalistas y nihilistas. ¿Y como hay que calificar entonces los funerales en los que están presentes los cadáveres y las sepulturas? ¿Tal vez de primitivos, tétricos, lúgubres, lóbregos, siniestros o macabros? Aún así, la Iglesia señala en su documento del 25 de octubre que “en caso de que el difunto hubiera sido sometido a la cremación y la dispersión de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe cristiana, se le ha de negar el funeral». Ahí es nada. La iglesia vuelve a la Inquisición y niega a los muertos católicos hasta su despedida religiosa.

El que faltaba en el debate era José Ignacio Munilla, polemista y viejuno. El prelado de Donostia ha dicho que estas nuevas nuevas prácticas, tanto de sepultura como de cremación “están en desacuerdo con la fe». Manilla nos lanza al mismísimo infierno al decir que estas prácticas «oscurecen la fe cristiana en la resurrección de los muertos», citando entre ellas el esparcimiento de las cenizas en el mar o la montaña, su conservación en los hogares, su división entre los seres queridos o su conversión en objetos, como joyas.

Por si fuera poco, Munilla apela a la ignorancia de los católicos al decir que “es evidente que la gran mayoría lo hicieron con un grado de consciencia limitada y, en todo caso, ya no existe la posibilidad de rectificación”. Pues muchas gracias, señor obispo, pero se equivoca: la mayoría de ellos eran muy conscientes de lo que hacían y por qué lo hacían.

A medio camino entre la instrucción de la Iglesia sobre los enterramientos y cultura funeraria y la evolución civil, los ayuntamientos vascos han habilitado en los principales cementerios espacios específicos para que se depositen y esparzan en ellos las cenizas de los difuntos. Así ocurre en los cementerios de Derio, Polloe, San Salvador y Santa Isabel. No me parece mal. Posiblemente, eso facilitará las cosas a muchas familias. ¿Es un problema medioambiental arrojar las cenizas de los muertos en mares, ríos y montes? No lo creo. Una gran parte de esas cenizas apenas llegan a tocar la tierra o el agua, y se funden con el aire. ¿Eso contamina? Me parece una exageración.

Por lo que yo conozco en mi entorno, las familias, muy discretamente, y con una enorme ternura, suben a los montes, se aproximan a las orillas del mar, y allí, con profunda emoción, vuelcan las cenizas del difunto. Sin más. Son una pizca de polvo en la inmensidad. Casi nada en el mundo. El acto del esparcimiento de la cenizas es un símbolo, libre y seguramente deseado por quienes murieron, para expresar su fusión con la tierra y el mar que conocieron y les dio la vida. El aire, los mares y los montes son de todos y pueden ser lugares de reposo de nuestros difuntos. No pasa nada. Y es de un gran significado emocional.

En fin, dejemos que la sociedad sea libre en la conformación de una nueva cultura funeraria y que la inmensidad de la tierra y el mar puedan ser, sin obstáculos y con respeto, lugar para que la muerte se convierte en vida. Y déjenos Munilla y el Papa Francisco, que habla mucho y no hace nada, en paz a los vivos y a los muertos.

¡Hasta el próximo jueves!

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