Polvo en libertad

 

EL FOCO

Onda Vasca, 3 noviembre 2016

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Tal vez vivamos en una sociedad que procura esconder la realidad de la muerte. Es imposible esconderse de ella, pero hemos acordado, implícitamente, no convertirla en algo agobiante. Hemos celebrado hace unos días el día de los difuntos y existe la costumbre de acudir a los cementerios a depositar flores sobre las tumbas de quienes amamos y nos dejaron para siempre. Todo es muy respetable. ¿Y qué ocurre con aquellos que no reposan en los camposantos, porque sus cenizas volaron al aire, se esparcieron sobre el monte o se fundieron con el agua del mar y los ríos? Seguramente, para todos ellos hay millones de flores que crecen en nuestra memoria. No son más queridos por tener o no tener flores. Lo son en la  medida de que habiten nuestro corazón y residan en el recuerdo. 

Total, que estamos en que la cultura cristiana de los camposantos ha virado, lenta pero inexorablemente hacia la incineración y al esparcimiento de las cenizas en lugares abiertos o, en bastantes casos, en el propio cementerio. Ha sido un proceso lento y libre, en el que intervienen factores económicos y técnicos, pues ahora la cremación es aceptada en una gran mayoría social y permite liberar los grandes espacios que ocupan los cementerios. Supongo que hay otra razones a favor de la incineración, como cierta repulsa a la realidad de la muerte después de los años. Hay como una mayor asepsia o escrúpulos, no se.

Y en estas estábamos cuando el Vaticano, que no parece reconocer su menguada influencia social, avisa a sus seguidores, los activos y los pasivos, que no es aceptable la cremación y muchos menos el esparcimiento de las cenizas en espacios abiertos, ni siquiera su conservación en casa. Aclaremos: lo que dice el Papa Francisco, y nos lo ha enfatizado su contradictorio prelado Munilla, obispo de San Sebastián, que mediante el documento «Instrucción Ad resurgendum cum Christo» la Iglesia católica sigue prefiriendo la sepultura de los cuerpos, que acepta la cremación, pero se prohíbe esparcir las cenizas, dividirlas entre familiares o conservarlas en casa.

Supongo que esta es una instrucción que solo obliga a los católicos, y a nadie más. No vaya a ser que nos confundamos. ¿De verdad cree el Vaticano que sus seguidores van a aceptar este mandato? ¿Cree que va a cambiar algo la opción mayoritaria de la incineración y el homenaje de familiares y amigos de los fallecidos de aventar las cenizas en nuestros montes y aguas? El Vaticano no conoce a su gente si piensa que este documento decimononico va a alterar esta libertad postmorten.

La instrucción eclesiástica tacha los nuevos ritos funerarios de panteístas, naturalistas y nihilistas. ¿Y como hay que calificar entonces los funerales en los que están presentes los cadáveres y las sepulturas? ¿Tal vez de primitivos, tétricos, lúgubres, lóbregos, siniestros o macabros? Aún así, la Iglesia señala en su documento del 25 de octubre que “en caso de que el difunto hubiera sido sometido a la cremación y la dispersión de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe cristiana, se le ha de negar el funeral». Ahí es nada. La iglesia vuelve a la Inquisición y niega a los muertos católicos hasta su despedida religiosa.

El que faltaba en el debate era José Ignacio Munilla, polemista y viejuno. El prelado de Donostia ha dicho que estas nuevas nuevas prácticas, tanto de sepultura como de cremación “están en desacuerdo con la fe». Manilla nos lanza al mismísimo infierno al decir que estas prácticas «oscurecen la fe cristiana en la resurrección de los muertos», citando entre ellas el esparcimiento de las cenizas en el mar o la montaña, su conservación en los hogares, su división entre los seres queridos o su conversión en objetos, como joyas.

Por si fuera poco, Munilla apela a la ignorancia de los católicos al decir que “es evidente que la gran mayoría lo hicieron con un grado de consciencia limitada y, en todo caso, ya no existe la posibilidad de rectificación”. Pues muchas gracias, señor obispo, pero se equivoca: la mayoría de ellos eran muy conscientes de lo que hacían y por qué lo hacían.

A medio camino entre la instrucción de la Iglesia sobre los enterramientos y cultura funeraria y la evolución civil, los ayuntamientos vascos han habilitado en los principales cementerios espacios específicos para que se depositen y esparzan en ellos las cenizas de los difuntos. Así ocurre en los cementerios de Derio, Polloe, San Salvador y Santa Isabel. No me parece mal. Posiblemente, eso facilitará las cosas a muchas familias. ¿Es un problema medioambiental arrojar las cenizas de los muertos en mares, ríos y montes? No lo creo. Una gran parte de esas cenizas apenas llegan a tocar la tierra o el agua, y se funden con el aire. ¿Eso contamina? Me parece una exageración.

Por lo que yo conozco en mi entorno, las familias, muy discretamente, y con una enorme ternura, suben a los montes, se aproximan a las orillas del mar, y allí, con profunda emoción, vuelcan las cenizas del difunto. Sin más. Son una pizca de polvo en la inmensidad. Casi nada en el mundo. El acto del esparcimiento de la cenizas es un símbolo, libre y seguramente deseado por quienes murieron, para expresar su fusión con la tierra y el mar que conocieron y les dio la vida. El aire, los mares y los montes son de todos y pueden ser lugares de reposo de nuestros difuntos. No pasa nada. Y es de un gran significado emocional.

En fin, dejemos que la sociedad sea libre en la conformación de una nueva cultura funeraria y que la inmensidad de la tierra y el mar puedan ser, sin obstáculos y con respeto, lugar para que la muerte se convierte en vida. Y déjenos Munilla y el Papa Francisco, que habla mucho y no hace nada, en paz a los vivos y a los muertos.

¡Hasta el próximo jueves!

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