A las 4:50 horas de hoy ha entrado la primavera en este lado del mundo. Nunca hubo una primavera más desgarrada, nunca fue más desoladora. Nunca tuvimos más obstáculos para disfrutarla. Todo es tan extraño, encerrados como apestados.
En estas circunstancias de privación es cuando valoramos la importancia de las rutinas, eso que hacemos automáticamente y que forman una cadena de costumbres arraigadas: tomar un café en el bar, el viaje en metro, las comidas fuera con los compañeros o amigos, ir al cine o, simplemente, pasear. ¡Lo que echo de menos pasear de noche junto al mar y bajo la lluvia!
Somos nuestras rutinas y nuestra imaginación, a lo que añadimos la necesidad de cambiar de vez en cuando y renovarnos. Y ahora nos falta el programa de cada día, el reloj cotidiano. Y en esto llega la mágica primavera y no la podemos disfrutar. No estamos para flores y pájaros. Es momento de resistir y sobrevivir a un enemigo que nadie esperaba, un enemigo microscópico, pero mortal.
Cuando todo esto acabe, con toda la ansiedad acumulada, va a haber una desbandada general. Querremos salir a la calle, entrar en las tiendas, pasear, volver tarde a casa. Querremos volver a ser manada. Y también, tocar y abrazar a la gente, empezando por eso tan elemental de dar la mano. Supongo que nos va a ocurrir como a los presos tras salir de prisión, que no buscan otra cosa que andar por las calles y entrar donde la gente circula libremente. Y, al cabo de un tiempo de recuperación de la normalidad, volver a las viejas -y nuevas- costumbres de vivir en compañía y socializar como corresponde a la naturaleza humana.
Me siento como Robinson Crusoe, el náufrago de Daniel Defoe, que describió con enorme sencillez la angustia de un hombre solo en una isla perdida. Si lo primero fue encontrar el modo de sobrevivir en aquel paraje recóndito, después se ocupó de encontrar a otros seres humanos. Fue grande su alegría al encontrar y salvar al indio de la tribu caníbal, un hombre desconocido a quien llamó Viernes.
Estamos viviendo una soledad parecida a la de Robinson. La soledad de la isla de la ciudad, sin capacidad de comunicarnos y con la obligación de distanciarnos y hasta taparnos la boca. Robinsones por un virus. Me imagino que de esta situación nacerán grandes historias y podremos contarlo con toda la carga emocional y la belleza que la experiencia merece. Esta es la primera crisis realmente mundial de la historia de la humanidad.
Después del coronavirus, la soledad debería ser peor considerada y despreciada. Hay quien ama la soledad. Le compadezco.