Diario de cuarentena. Día 25. Lunáticos y románticos

Hay Superluna en este desventurado 8 de abril de 2020. Nada más lejano al sentido soñador evocado por la luna que estar en presos en casa. Y para aportar más tristeza, las nubes, que mañana descargarán su lluvia sobre nosotros, me impiden ver esta luna gigante. Ninguna buena noticia, porque las cosas siguen mal, muy mal, con más contagiados y más víctimas mortales.

La Superluna es una luna más grande y visible porque está más cercana a la Tierra en su viaje orbital. Se supone que causará mareas más vivas y quizás, como es leyenda, alterará el espíritu de los lunáticos. Espero que en medio de este confinamiento no cause estragos entre las personas de caracter inestable. A mí también me afecta, pero hacia la introspección. 

Los antiguos vascos adoraban a la luna, al igual que otros muchos pueblos primitivos. Los poetas la hicieron suya, a veces del modo más cursi. A propósito de esto, recuerdo una canción española, muy vieja, que decía: “Es el toro enamorado de la luna / que abandona por la noche la maná”. Cuando la escuchaba, de niño, me causaba estupor. Me preguntaba: ¿La maná, qué es la maná? El maná bíblico no era, estaba seguro, porque era comida. Y yo no me atrevía a preguntar qué era maná, si un lugar, un establo o algo así. Y durante muchos años guardé mi ignorancia. Hasta que, por fin, ya de mayor, me enteré que maná se refería a la manada. ¡Acabáramos! Maná es la forma andaluza de decir manada. Y yo qué sabía. Menudo peso me quité de encima.

Además, pensaba, con la meditación ingenua de un crío, que cómo podía ser que un animal se enamorara de la luna. ¡Qué idiotez! Lo suyo deberían ser las vacas, ésta o aquélla; pero la luna… ¿cómo podía ser? En fin, que era inconcebible que algo tan misterioso y mágico como la luna fuera cortejada por un toro.

Como soy un romántico, el último que queda en Euskadi, me seduce la luna por ese ideal de belleza y perfección que está lejos de nosotros y el mundo real. ¿Qué es lo real? ¿Dónde está nuestro infinito? Cuando el hombre pisó la luna, allá por 1969, en la misión del Apolo 11, no me sentí disgustado, como dicen que se sintieron algunos. Era demasiado joven y un idealista. Aquello fue una proeza y dio sentido a la aventura hallar mundos nuevos y mejores más allá del nuestro. En la luna no había nadie, ya lo sabíamos, solo pedruscos y polvo. Y fue bonito llegar hasta allí. 

Esta Superluna de hoy lanza su luminosidad sobre un mundo oscurecido por el miedo, la muerte y la incertidumbre. Ojalá sirviera de inspiración en la forma de acabar con el virus por medio de una vacuna. ¿Quién será el que la consiga primero? ¿Un chino, un alemán, un americano, un vasco? Da igual, un ser humano.

Diario de cuarentena. Día 24. Asintomáticos y ofendidos

Hoy ha sido un pésimo día en la evolución de víctimas y contagiados por coronavirus. Vuelta a la desesperanza. Puedo entender la tristeza del mo-mento, pero no cabe admitir la desesperación en las autoridades con propuestas que van más allá de lo admisible en una sociedad madura y responsable. ¡Esto no es China, maldita sea! Pero el Gobierno se ha propuesto una medida que nos sitúa ante la mismísima tiranía.

Pretende que tras la realización de test masivos (que ya veremos cómo se organizan) para la detección de infectados que los asintomáticos sean confinados en lugares específicos, como hoteles, recintos públicos y otros espacios aún sin determinar. Sánchez requirió de las Comunidades Autónomas en su última reunión virtual que hicieran un listado de instalaciones para ese monstruoso cometido. ¡Tal cosa es absolutamente ilegal!

Fuentes jurídicas relevantes ya le han hecho saber al Gobierno que no se puede obligar a nadie a ser confinado en un espacio que no sea su domicilio y ni siquiera en éste, porque le asiste el derecho de acudir a comprar víveres, medicinas y otros bienes esenciales. El ministro de Sanidad, el hombre de mirada derrotada, ha dicho que el confinamiento de los asintomáticos en lugares ad hoc sería voluntario. Sin embargo, el ministro de Justicia, un tipo siniestro, ha declarado que se están estudiando fórmulas para obligar a los asintomáticos al encierro obligatorio en esos espacios de confinamiento neonazi.

Hablemos claro. Estamos ante una nueva y más sutil versión de los campos de concentración. Sí, volvemos al espíritu del nazismo o los gulags bajo la excusa de la salud pública. En esencia es lo mismo: condenado a un arresto sin previa condena, ni proceso judicial justo.

¿Que hay personas de alma servil que aceptan ese atropello? Pues muy bien. Pero a mí nadie me va a encerrar en un campo de castigo. ¿Y cómo se identificará a los asintomáticos para que no salgan de casa? ¿Quizás les borden una estrella amarilla en el brazo? ¿O se les marcarán sus domicilios con la mancha del estigma? Estamos ante la previsión de una tiranía descomunal. Y no podemos permitirlo.

Temo lo peor. Es probable, como también se ha apuntado, que realice una monitorización sin tutela judicial o seguimiento a través de los móviles y la localización por satélite. Eso sería posible técnicamente. Está bien saberlo para desprenderme de mi teléfono o depositarlo lejos del control de esta nueva Stasi.

¡Qué miedo! La desesperación ante una crisis pandémica contra la que sabemos poco no puede conducir a fórmulas de control tiránico de la gente, ni doblegar los derechos democráticos. Antes morir que perder mi honra de ser humano. Cuidado, ciudadanos, que al coronavirus le ha salido un rival para destrozarnos la vida, más letal y oprobioso

De mayores quieren ser médicos

En algún lugar del mundo, ahora mismo, se están escribiendo los guiones de los que saldrán grandes películas y series sobre la pandemia y sus consecuencias humanas y globales. Serán historias de médicos y de quienes tienen nuestra salud en sus manos y que, en estos instantes oscuros, son los héroes de una lucha contrarreloj por la vida y contra la muerte. Sí, siempre hubo relatos de galenos, enfermeras y quirófanos; pero esta vez contendrán más factor humano, con doctores que caen y se contagian en acto de servicio, vistos como luchadores contra un enemigo invisible y letal en las trincheras de la supervivencia.

            La casualidad ha hecho que la tercera (¿y última?) temporada de The Good Doctor, que gira en torno de un joven cirujano autista y genial, terminara la semana pasada y que el episodio final fuese dramático, con la crisis provocada por el derrumbe de un edificio en la sísmica California y con víctimas entre los médicos.  Cuando a muchas personas les alcanza el sufrimiento los hospitales se convierten en el centro del universo. Es lo que ocurre hoy y de lo que tratarán las historias que ahora se imaginan los guionistas y que veremos en las pantallas en un año, de salvadores y salvados, de la épica que se ovaciona cada día a las ocho de la tarde en los balcones.

            Esta realidad amenazante estimula que muchos niños y adolescentes estén deseando convertirse en hombres y mujeres de la medicina, la enfermería y la investigación. Y como habrá avalancha hacia las facultades, ya puede ir pensando la Universidad en abrir la limitación del numerus clausus y dar cabida a tanta vocación sobrevenida. Esos soñadores tardarán diez años en recorrer su camino, y la mayoría lo logrará. Por cierto, un candidato médico tendría hoy más posibilidades de ganar unas elecciones que un aspirante común; pero esa es otra historia.

Diario de cuarentena. Día 23. Brainstorming a distancia

No lo entiendo. Ahora, de repente, muchos han descubierto el teletrabajo, que no es trabajar en la tele, sino hacerlo sin necesidad de estar en una oficina, trabajar allí donde te encuentras, en casa, en el parque, en el avión, en una cafetería. Los que hemos sido freelance durante años, independientes vocacionales o a la fuerza, empleados de todos y de nadie, como las putas (FreeLancer se llamaban a los soldados de fortuna, lanceros a sueldo, mercenarios), la situación actual no nos pilla de nuevas. Llevábamos años teletrabajando.

Eso que hoy empleados públicos y privados hacen en casa forzados por la pandemia, ¿no lo podían hacer antes igual? Pues claro que sí; pero hay una doble resistencia. Por un lado, la empresa se empeña en el control clásico, el presencial o visual. No se fía de su gente y los quiere allí, de cuerpo presente. Y por otro, el trabajador quiere la seguridad o el arrope de su espacio de trabajo. No se fía de sí mismo. Tiene miedo a la soledad o a los objetivos señalados. No han sido entrenados en ello.

¡Cuánto ahorro de tiempo, de transporte, de oficinas, de energía y recursos se ahorrarían si las tareas se hicieran en casa! Nuestras empresas e instituciones generan derroches inmensos. Y ahora, a la fuerza ahorcan, se han caído del caballo. 

Hay trabajos intelectuales o de servicios que se pueden hacer sin necesidad de acudir a la oficina, acaso solo para reportar. Ni siquiera para reunirse con el equipo o los clientes, porque la tecnología permite esa capacidad de conversaciones múltiples y a distancia. En fin, que estamos en mantillas en este asunto.

Hay una peculiaridad en el sector de la publicidad, mi especialidad durante siglos, que eran las reuniones de brainstorming. También en la TV. Ya sabes, la tormenta de ideas. Es una reunión esencial en el trabajo creativo, una técnica que permite alcanzar niveles eficaces de ideas nuevas cuando los miembros del equipo se ponen a divagar, pensar, imaginar juntos lo más loco y atrevido que se les ocurra hasta llegar a soluciones válidas. Siempre fui un artista del brainstorming, porque fui un campeón de la provocación psicológica. Y sigo siéndolo, modestia aparte.

¿Es posible el brainstorming a distancia? Creo que sí, si además de conexión por Skype u otro medio hay conexión mental y la confianza y afán necesarios, de manera que la barrera de la ausencia física queda superada por el interés y la entrega de todos en la búsqueda de ideas válidas y compartidas. De hecho, mucha gente practica el brainstorming remoto. 

Es verdad, que la distancia es un inconveniente (“dicen que la distancia es el olvido”), pero poder reunirte con un grupo de colegas desde ciudades separadas por cientos o miles de kilómetros a mí, la verdad, me pone. Hay que contagiarse de la pasión de trabajar de lejos y ser, al tiempo, muy cercanos.

Diario de cuarentena. Día 22. Mantenga las distancias

Decir tonterías va a la par del coronavirus y el confinamiento «manu militari». Parece mentira que Fernando Simón, el portavoz ronco de esta crisis y coordinador de Centro de Alertas y Emergencias, dijo hace un par de días, cuando estaba contagiado, que “hay que aprender a relacionarnos a la japonesa”. 

Se supone que Simón nos sugería que, para evitar contagios, asumamos el proceder de los japoneses en sus vínculos sociales. Los nipones no sea dan la mano, ni se besa a las chicas en las mejillas al saludarlas, ni la gente acostumbra a tocarse. Inclinan la cabeza. Son unos sosos. Los vascos y los latinos nos tocamos, nos gusta tocarnos, y abrazarnos, y darnos besos por amistad o camaradería. Somos sociales de esa manera tan afectuosa. El japonés es frío y contenido emocionalmente. 

Entonces, ¿hacernos japoneses nos va a hacer mejores? En absoluto. Nos va a convertir en imbéciles y a alienarnos al pervertir nuestra forma de ser. Si hemos llegado hasta aquí, no veo que un virus nos vaya a detener.

Además, es falso que los japoneses evitan el contacto físico entre ellos. Si has estado en Tokio o en otras grandes ciudades japonesas, como Kioto, Osaka, Hiroshima o Yokohama, habrás podido comprobar que los nipones viven hacinados. ¿Has subido alguna vez al metro de Tokio y visto cómo van, igual que sardinas en lata a determinadas horas? Son famosos allí “los empujadores”, un oficio siniestro e inhumano, que consiste en empujar a la gente en los vagones para que quepan más y más. Se tratan como ratas. Es insano, indigno y brutal. ¡Y van con mascarillas, hay que joderse! Dejo aparte lo mal que lo pasan las chicas en esas aglomeraciones, en las que son manoseadas y aún violentadas. ¿Y qué decir de las hacinadas piscinas japonesas? ¿Este es el modelo alternativo al nuestro?

Siendo esto así, ¿de qué cojones habla Simón de “relacionarnos como japoneses”? Aquí no vivimos hacinados. Ellos viven en minúsculos apartamentos, constreñidos por falta de espacio, encapsulados. Y carecen de intimidad. 

Aquí nos gusta mantener las distancias, pese a lo mucho que nos tocamos. Lo malo de mantener las distancias es su versión clasista. Te decían hace años: “mantén las distancias”, para que no saltases la barrera que te separaba de los superiores, de los jefes, de la clase alta. Y lo ponían en práctica construyendo edificios con entrada y escaleras “de servicio”, más sencillas que las de los señores. Muchas casas del centro de Bilbao y Getxo conservan aún estos accesos para el servicio doméstico. ¡Habría que volarlas! Y declararlas aberrantes. 

No hay que hacerse japoneses para combatir la pandemia. Hay que ser decentes y mantener la cultura del intenso contacto personal. Espero que de esta crisis no salgamos todos idiotas, contagiados por complejos de inferioridad.