Los creadores son el 10% y los imitadores, el 90%. En su libro El plagio como una de las bellas artes, Manuel Francisco Reina se extiende en episodios de copia literaria y musical, pero no entra en los robos de programas de televisión. Y existen, ya lo creo. El más patético es el de Juan Jiménez, saxofonista de Los Pekenikes, grupo adelantado a Electric Light Orchestra y que llegó a telonear a The Beatles en su concierto de Madrid del 65. Este hombre tuvo en los noventa una idea brillante para un espacio infantil en TVE y se la trincaron para reconvertirla en El gran juego de la Oca en las cadenas privadas. Furioso por la usurpación, el artista gastó salud y ahorros en pleitos y todos los perdió por la dificultad de demostrar el sutil atraco. Hoy es un anciano que malvive con una pensión mínima.
Para hacerle justicia, su hijo David ha publicado El Plagio, una historia de película con unos directivos del ente estatal que se fugaron a Antena3 con la fórmula que les había presentado Jiménez, a quien destruyeron sin piedad previo intento de soborno. Yo le creo, porque los perdedores siempre tienen razón. La que no tiene ningún crédito es Telecinco en su pleito con Antena3 por los derechos del rosco de Pasapalabra. Como ocurre en política, la tele judicializa sus conflictos.
José Luis Balbín, icono del debate de etiqueta con La Clave, ha acusado de plagio a Javier Ruiz por su nuevo informativo de los viernes, Las Claves del siglo XXI; pero solo tienen en común una palabra y el dar tribuna a eruditos en los temas a discusión. El espionaje existe entre productoras y de ahí el sigilo extremo con el que trabajan. Desde siempre el plagio fue un recurso tramposo ante la crisis de inspiración. Haendel copió profusamente a sus contemporáneos, Shakespeare también, Haydn a Mozart… y la tele sigue la tradición y la leyenda.
Y seguirá habiendo palgios mientras haya quien los compre, aplauda o justifique.