El deseo te da una oportunidad

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Hollywood cumplió el domingo pasado la ceremonia comercial y de imagen más eficaz del mundo. Lo mucho que cuesta no es nada comparado con su beneficio económico e icónico. La industria y los sueños del cine se alimentan de los Oscar, aún con todas sus falsedades y desvaríos. ¿Qué es verdad del todo? ¿Quién no calla y oculta sus complejos? El engaño es la envoltura. Las campañas son una útil tentativa de parecer mejores queriendo serlo. La publicidad es un puro desiderátum. Y quizás por eso, para acreditar una posición social más activa de lo que es perceptible, EITB se ha lanzado a abanderar la sensibilidad pública contra el acoso escolar, esa crueldad de fondo que habita en tantos niños y adolescentes. Su eslogan es muy desacertado: Guerra al bullying comete el error de añadir belicosidad a una realidad agresiva. ¿Por qué Adela González y Klaudio Landa tenían que mancharse la cara con pinturas de guerra? ¿Y qué pinta Ion Aramendi, signo de la deriva insustancial de ETB, participando en esta operación que va en serio? ¿Qué necesidad hay de declararse así de excesivos, cuando lo que se requiere es madurez?

No dudo que la radiotelevisión vasca hace lo que puede y lo seguirá haciendo esta semana. También Mediaset tiene su proyecto antibullying, con Jesús Vázquez como emisor de un mensaje que él, como antigua víctima de acoso, hace más creíble. “Se buscan valientes” es un lema positivo y en su rap llaman a chicos y chicas a que “expresen lo que sienten”, porque “la fuerza del valiente está en el corazón”. Pues sí, está ahí y no en la incoherencia de Telecinco con sus espacios que estimulan el machismo y la vileza personal.

Se puede hacer mucho bien desde las pantallas. El cineasta Paco Arango lo demuestra con su película, cien por cien benéfica, Lo que de verdad importa, una pequeña maravilla cuya recaudación irá a parar a los niños enfermos de cáncer de la red de campamentos SeriousFun Children, organización fundada por Paul Newman. Todo lo mejor es posible. Porque el deseo nos da una oportunidad.

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Un autobús llamado indeseable

EL FOCO

Onda Vasca, 2 marzo 2017

Autobús

Para un día de estos estaba previsto que llegase a Euskadi el autobús de los líos, ese autocar pintado de naranja, soporte publicitario de una campaña de la organización ultracatólica Hazteoir, que defiende unas posiciones contrarias a los derechos de las personas transexuales. Al día de hoy, el autobús de los líos ha quedado varado por orden de un juez de Madrid, que estima que los mensajes de ese grupo son un menosprecio. Hasta nuestro ilustre obispo de Donostia, José Ignacio Munilla, ha terciado en twitter a favor de esa organización, sin entrar en detalles. Esta es de esas cosas que provocan que tengas que adoptar una postura, a favor o en contra, sin indiferencias.

No es mi intención poner el foco en el fondo del debate sobre la transexualidad, ni voy a entrar en los argumentos de la ultraderecha que ve en esta campaña una acción de la llamada ideología de género. Creo que este es un debate social bastante superado en el que la mayoría, haciendo uso de su natural tolerancia, acepta como realidad innegable los indiscutibles derechos de esas personas a las que la naturaleza les dotó de unos órganos genitales no coherentes con su identidad sexual. Nadie trató este asunto con más delicadeza y profundidad que la película “La chica danesa”, con un Oscar de interpretación en 2016, que trata del primer caso de transgénero, una historia real de principios del siglo XX, en la que el pintor Einar Wegener se transformó en Lili Elbe, siendo así reconocida en los registros tiempo después. Le costó la vida, por las limitaciones quirúrgicas de la época, pero fue una batalla ganada para una causa justa. Cien años después, quedan trogloditas intransigentes entre nosotros.

En lo que quisiera entrar es en la naturaleza de la campaña y sus claves sociales. Hay quien asegura que la organización Hazteoir ha conseguido sus objetivos, al alcanzar una notoriedad pública enorme con tan solo fletar y pintar unos mensajes en sus laterales. Para obtener por medios convencionales la notoriedad lograda en apenas una semana tendría que haber gastado varios millones de euros. Es cierto. Hazteoir ha alcanzado una repercusión espectacular. Analicemos esta cuestión al detalle. Una campaña implica dos grandes objetivos: ser escuchados y ser aceptados o al menos comprendidos. Hazteoir ha tenido éxito total en lo primero, pero ha fracasado estrepitosamente en lo segundo.

¿De qué le sirve a una organización, empresa o producto ser escuchados, pero no ser aceptados o comprendidos? No hay que confundir lo primero con lo segundo. Es verdad que hay organizaciones extremistas o poco serias que se conforman con el ruido y no les importa el resultado. Que hablen de mí, aunque sea mal, dicen algunos cínicos. Si lo que se buscaba estruendo, sin más, la campaña del autobús naranja es un acierto. Pero oculta que lo ha perdido todo en la batalla de la estética y la ética, en la guerra de la belleza y la verdad. Hazteoir no tiene hoy más adeptos que los que tenía antes de la campaña. Puede que los partidarios con los que ya contaba sean aún más favorables, pero difícilmente tiene más gente a su favor, aun cuando hagan valer el victimismo de que se les han prohibido la circulación del autobús. Vaya por delante, que soy partidario de no prohibir, y que prefiero ver a los indecentes pasear sus mensajes. Prefiero verlos haciéndolo el ridículo que escondidos en sus madrigueras o pululando por las redes con sus proyectos salvajes y mensajes virulentos.

Es en el mensaje y en su estética en lo que los autobuseros la han pifiado. De hecho, su mensaje es manipulador. La campaña favorable a los derechos de los transexuales, impulsada por la organización Chrysallis, decía: “Hay niñas con pene y niños con vulva”. Mientras, el mensaje de Hazteoir decía. “Los niños tienen pene. Las niñas tienen vulva”. La diferencia es clarísima. Chrysallis afirma una realidad al señalar que “hay”, es decir algunos niños y niñas con esa particularidad infrecuente: pero los ultracatólicos no hacen distinciones ni señalan lo extraordinario y se limitan bruscamente a hacer una afirmación de manual, tosca, incompleta. Manipulan, en definitiva. Ese es su fracaso. Es el dogmatismo y la manipulación del mensaje. La ciencia reconoce el hecho diferencial de esas personas. ¿Tanto cuesta aceptar lo que la realidad pone delante de nuestros ojos?

El otro fracaso de Hazteoir es la belleza, la solvencia estética. Su campaña es agresiva, extremista, dura, intolerante. De rechazo. No hay en la historia de la comunicación humana ni un solo menaje agresivo u ofensivo que haya triunfado. ¿Quizás si Donald Trump? Habría que situarlo en su contexto, y en todo caso, eso solo ocurre en situación históricas críticas. Algo de eso ocurre en algunos países: USA, Reino Unido… Ocurrió en Alemania el pasado siglo, allá por los años 30, y sabemos cómo acabó. Los mensajes y razones triunfantes son positivos, compasivos. Para ganar la batalla de la razón hay que ser espléndidos, limpios, netos, auténticos. Hazteoir, con su agresividad, se ha autoliquidado para la gente con compasión y con sentido de la razón, la que incluye a todos y nos excluye a nadie por razón física o ideológica. Nadie gana en comunicación social con cara amargada. Se gana por el corazón y con una sonrisa. Los fachas han perdido porque agreden. La causa de la transexualidad ha ganado porque agradan. Gran diferencia de forma y fondo.

Supongo que la campaña continuará y tal vez algún juzgado autorice la circulación ambulante de este autobús de miedo e intolerancia. Un autobús llamado indeseable, diríamos parodiando el memorable relato y su película. En todo caso, por muchos kilómetros que recorra, no se moverá ni un milímetro. Seguirá anclado en sus viejas ideas y no conectará con nadie más que con aquellas mentes cerriles que quieren para los demás sus viejas miserias. No hay más que un ganador: la verdad y la belleza de quienes tienen unos derechos que la gran mayoría de la sociedad les reconoce. El ruido no es más que ruido; pero la verdad suena más fuerte sin estridencias. El autobús de la intolerancia ha pinchado y los demás miramos su avería con una sonrisa.

¡Hasta el próximo jueves!

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«Patria», libro y piedra

Patria

Una obra literaria debería nacer sin trabas, impulsada por su aportación especulativa sobre la condición humana, con sus contradicciones y ansiedades.  Debería nacer todo lo libre que sea posible en un mundo imperfecto y condicionado. Es lo que pedimos quienes nos acercamos al conocimiento y la imaginación no para confirmar nuestra propia razón del mundo, sino para ensancharla y demolerla si es preciso. Me mata lo que viene ocurriendo con la novela Patria, de Fernando Aramburu. ¿Obedece tanto ruido a una operación de marketing editorial? En ese caso, acepto sus excesos en el ámbito de las ambiciones de un producto en el mercado. Son muchos años los gastados en este oficio como para ignorar que todo vale en mercadotecnia, hasta lo irracional; pero no creo que la desmesura sea buena para la literatura, tampoco para los autores. Temo, sin embargo, que estemos ante un episodio de desbordamiento ideológico que se aproxima a la manipulación, con herramientas más sutiles que las utilizadas hasta ahora por los medios en el contexto de la construcción de lo que se viene en llamar el relato, que equivale a la verdad histórica.

A mí no me ha gustado el libro, leído de una tacada con el interés de quien ama las historias más intensas y profundas, las de rompe y rasga y lenguaje demoledor. Que Patria no sea de mi agrado carece de relevancia, incluso acreditaría así la calidad de la novela. Este no es un artículo de crítica literaria. Es una mirada sin complejos sobre la autenticidad de este fenómeno literario, artificialmente inflado. No puedo creer que una narración tan elemental a veces y tan tópica casi siempre pueda concitar alabanzas por doquier. Quizás escarmentado por lo vivido durante los años del mandato del lehendakari Ibarretxe, y también en épocas precedentes, cuando Euskadi era escenario de enrevesados manejos informativos por razón de Estado, se han activado mis resortes intelectuales, defensivos ante la percepción de un intento de construcción de una opinión prefabricada, favorable a determinada tesis no necesariamente coincidente con la verdad.

 Por qué Aramburu se equivoca

¿Es más eficaz y poderoso un argumento cuando se presenta en el marco de una obra literaria? No lo creo. Cuando los norteamericanos tienen un problema sobre el que sensibilizar a su comunidad hacen una película. Suele funcionar, a veces. Los jesuitas, el Opus Dei, los judíos, el feminismo y toda suerte de causas justas o particulares se afanan por reivindicarse por medio de creaciones artísticas, porque la comunicación objetiva y la enseñanza de la historia no son suficientes. Por cierto, según los datos oficiales, el documental de Iñaki Arteta, Contra la impunidad, obtuvo seis espectadores en cines y veintinueve euros de recaudación, un éxito sin precedentes. Y es que las cosas tienen que ser vistas de otra manera, a través de narraciones que conmocionen y remuevan las emociones, de modo que el discurso pase de dudoso a indiscutible.

El inconveniente de las causas pendientes de reconocimiento es que tienen mucha prisa y les asfixia la ansiedad. No comprenden que el motor de la memoria es lento y, lo que es más importante, no saben que modificar la conciencia pública es muy complicado, por la dispersión mental de la gente y la multiplicidad de factores que intervienen. Hoy es tarea imposible, por fortuna. Solo en momentos de grave crisis y fragilidad de supervivencia el ser humano se pliega con facilidad a la trampa de una única versión de la realidad. Quizás estamos al borde de uno de esos trances.

El error de Fernando Aramburu es el reduccionismo de la narración en torno a dos personajes básicos, Miren y Bittori, torpemente retratados como dominadores de la voluntad de sus respectivos maridos -otra vez el ridículo mito del matriarcado vasco- que encarnan dos polos opuestos de Euskadi, el de la violencia y el de las víctimas. Es una enorme futilidad. Aquí no hay ni han pervivido dos bandos. Esa es la vieja teoría de España, encerrada en la dicotomía de las dos Españas. La realidad vasca era y es más compleja y traspasa la tosca dualidad que relata Patria. Estar contra la violencia de ETA no situaba a una mayoría social al lado de España, ni las posiciones nacionalistas eran cooperadoras del sector social que justificaba el terrorismo. La ideología antinacionalista del autor, cuya libertad de pensamiento nadie discute, sesga el relato de principio a fin. Hasta el título Patria desmerece por tendencioso y por su intencionalidad de fondo. Pero solo es una palabra.

El escenario de Aramburu es una caricatura y no sirve siquiera como alegoría. Se equivoca el narrador al desposeernos de la diversidad de la realidad y al obligarnos a optar por estar a uno u otro lado de la raya, como en los dogmas de la Iglesia. Y como tenía que haber un cura en esta historia, es de los malos para rematar el retablo vasco de personajes simples, que no existieron más que de refilón, irrelevantes, junto a otros muchos que los desmentían o replicaban.

No tiene sentido una novela grande para una historia gris, de telediario. Me siento fuera de la época y el lugar que narra Aramburu. Ni cobarde, ni callado, ni sumiso, ni cómplice, ni nada de lo que parodia para que encaje en su marco inexorable. Hubo una realidad y no fue de novela. Tuvimos mezquindades y fortalezas. Tuvo algo de tragedia y mucho de crisis de un país trastocado en su vivencia cotidiana por un grupo de fanáticos a los que solo una porción del pueblo se rindió a su demencial periplo. Los demás resistimos como pudimos contra los que mataban y contra quienes también mataban. Euskadi sobrevivió a la muerte como al engaño. Nos dieron por todos los lados y no sé quién fue más malvado.

 España pierde el relato

Mi impresión es que Patria quiere intervenir, a su manera, en la redacción del relato, la fijación de quienes tienen miedo de perder la estúpida batalla de la historia. ¿Qué importa la historia conociendo la verdad entre todos? Cabe que a Aramburu le estén utilizando para esa empresa. Los desmesurados reportajes que publicaron los grupos Vocento y El País apuntaban en este sentido. “Patria, el incómodo espejo de Euskadi”, titulaba el segundo, lo que daba idea de la intención mortificadora que el libro tendría que poseer para los vascos. Para confirmarlo, el reportero recalcaba el éxito editorial, con 150.000 ejemplares vendidos, “el 20% en Euskadi”, como si eso prometiera el efecto purificador de su lectura para al menos 30.000 vascos aun no redimidos. Yo también lo leído y no me cuento entre quienes tienen penitencia pendiente, porque no tengo complejo de culpabilidad ni he hecho nada ignominioso, ni capitulado de mis vivencias, escritos y diálogos. Una novela no es más que una novela. Hace falta que sea grandiosa de alma y de palabra.

Si yo fuera Aramburu rechazaría jugar a ser la versión vasca de Günter Grass, aquel que cargó sobre sí la tarea de limpiar con sus escritos las locuras que afectaron al pueblo alemán, a pesar de haber pertenecido a las Waffen-SS, brazo de combate de los nazis, liderado por el siniestro Heinrich Himmler. Su silencio hizo añicos su coherencia personal, dejando a salvo su grandeza literaria. Euskadi es una nación madura y suficientemente transversal como para ajustarse las cuentas por sí misma. Hubo un sector que apoyó el terrorismo; pero como sociedad no somos responsables de complicidad, cobardía o silencio.

El objetivo de la clase política y el poder mediático del Estado a su servicio es inocular a Euskadi el virus de la culpabilidad. Esto descargaría a los dirigentes de los partidos de su responsabilidad y su incompetencia quedaría sin juicio. Por lo que hicieron y lo que no hicieron. Patria nos introduce en ese túnel de falsificaciones desde la ficción, lo mismo que antes se intentó con la propaganda. En un país permeable la verdad tiene el camino fácil. El cuento encantador de lo falaz penetrará por la puerta de la ingenuidad, bellamente disfrazado de palabras santas y portada de colores.

 JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ Consultor de comunicación

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¿Cuál es tu disfraz contra la realidad?

EL FOCO

Onda Vasca, 23 febrero 2017

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Ya es Carnaval, la fiesta de final de invierno y pórtico de la primavera, una fiesta diluida pero aún resistente en una sociedad con el calendario cargado de festejos de todas clases. Nada queda, excepto en algunos lugares muy concretos, de la razón del carnaval, que nació como respiro de extravagancia y burla contra el rigor moral y la autoridad. Este fin de semana, nuestros pueblos y ciudades se convertirán en bailes de disfraces e ironías chuscas. ¿Contra quién y por qué? ¿De qué o quién hay que burlarse hoy? ¿A quién o a qué le hago una burla escandalosa con mi máscara y disfraz?

El carnaval está superado en sus razones originales; ha mutado hacia otros significados. Probablemente, no es más que una fiesta singular que en cada lugar tiene sus peculiaridades. Ya no hay que hacer mofa de la iglesia, que no manda nada; ni de los demonios que arruinan las cosechas, ni de la autoridad que nos impone su designio. No hay mitos. Hay una realidad. En lo que todos están de acuerdo es en el destino de todo el cachondeo: la realidad. De eso hay que mofarse, de la cruda y deprimente realidad y de quienes, desde algún lugar indefinido, condicionan nuestras vidas y la hacen más dura y difícil. La crisis, que es el nombre que le damos a la realidad triste de hoy, no es más que una abstracción de las decisiones y egoísmos que nos han traído desempleo, éxodo juvenil, precariedad laboral, sueldos bajos, recortes en los servicios públicos y la amenaza de las pensiones. La crisis tiene nombre y apellidos y contra ella se disfrazará la gente este fin de semana y hasta la noche del martes. Contra la realidad implacable nos rebelamos.

Me pregunto si disfrazarse hoy tiene, como símbolo, algún sentido. Si nos libera de algo. ¿Qué nos aporta el disfraz y las máscaras burlescas del carnaval? Esto lo tendría que decir la gente, mucha gente, que se disfrazará estos días. Yo creo que tiene sentido, siempre que tengamos idea de lo que estamos haciendo. ¿Es solo una forma de diversión, una risa de nosotros mismos? En esto, hay una gran diversidad. Porque cada uno de nosotros tienen sus demonios; yo también, contra lo que hay que conjurarse. Pero no deberíamos olvidar que el disfrazarse en carnaval va como expresión de alguna ira o cabreo, o para exorcizar algo que nos hace la vida imposible. No deberíamos olvidar, creo yo, que el objetivo no es la autoburla o la risa de cada uno hacia el interior, sino la mofa de lo que nos oprime y deprime. 

¿De qué hay que disfrazarse? En mi opinión, de lo que te obsesiona. Lo digo sinceramente: a mí me gustaría disfrazarme de mujer que es, por otra parte, el disfraz preferido de los hombres, de muchos hombres. Es una fijación masculina en la que habría que profundizar freudianamente. No ocurre al revés. Raramente las mujeres quieren disfrazarse de hombres, lo cual nos plantea una sociología del disfraz muy interesante, que explicaría las profundas diferencias con que hombres y mujeres abordamos la realidad y nuestras vidas personales. Somos tan distintos, tan divinamente complementarios…

La naturaleza creativa de las personas se manifiesta en la elección del disfraz o máscara y el modo en que se transforman en un personaje burlesco. No vale, en mi opinión, comprarse un disfraz estándar en la tienda o en el chino. Eso no tiene ninguna gracia ni mérito alguno. Uno debería fabricarse su propio disfraz y combinar cosas para obtener un antifaz reconocible. Los niños y las niñas, que son las personas que más disfrutan disfrazándose, se compran un modelo de pirata o de algún personaje o héroe de la televisión o el cine. Debería estar prohibido salir de Superman o de Starwars. Esto es muy cutre y resabido. Hay que innovar y dejar que la imaginación y nuestras obsesiones y rabias nos lleven a optar por un disfraz rompedor, único, coherente con el sentido burlesco del carnaval. Claro, ¿y cómo es el disfraz de Fondo Monetario Internacional, o de Bruselas? Ya podemos anticipar que el disfraz preferido será de Donald Trump, que sería algo así como ir de pato Donald y un enorme tupé rubio y cara avinagrada. Será el disfraz que más veamos. Es normal. Es el gran cabrón, el peor demonio posible, el más odioso.

A estas alturas, en vísperas del gran fin de semana del carnaval, muchos ya tendrán decidido su máscara burlesca. Y muchos, como yo, pensarán si tiene sentido disfrazarse de alguna manera en una sociedad donde cada día, a todas horas y en todas partes, vamos disfrazados, entendiendo por tal que física y emocionalmente ocultamos nuestra autenticidad bajo una cuidada imagen o bajo muecas de compromiso. Esto es lo más interesante de todo. El carnaval de cada día. Las leyes del encubrimiento cotidiano. La moda, el maquillaje, la retórica del atuendo, la niebla de nuestra identidad, la ocultación de nuestras fragilidades, el miedo que nos hace ocultarnos bajo algunas señas… Esas cosas son el carnaval que no cesa. Pero no nos pongamos trascendentes.

Hay que sumarse a la fiesta, con mejor o peor disposición. Hacer un par de días el idiota no está mal; pero que tenga sentido. Que sirva para burlarse de nuestros demonios, que todos los tenemos, y que nos valga de desahogo. Participar con los amigos y cuadrilla en estas cosas de purgar los demonios comunes. Maldecir a la vez lo que nos jode. No está mal. Pero sed originales. Haced gracia, incluso sed crueles con quien lo merece: Rajoy, el rey y su familia, la justicia, la violencia, los canallas que matan a sus parejas, todo lo que haya que maldecir durante unos días… Hay que salir de la realidad y pisotearla bien posteada. ¡Feliz carnaval!

 ¡Hasta el próximo jueves!

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Mira quién habla

 

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«¿Por qué vuelve Salvados si no hay crisis?», preguntaba retóricamente Joaquín Sabina a Jordi Évole en la promo de su temporada de regreso a La Sexta. Si, como dicen, hemos salido de la recesión y todo va de maravilla, ¿qué sentido tendría la vuelta de un programa cuya función fue, según se le atribuye, hacer pedagogía sobre los fraudes del sistema y canalizar el cabreo social derivado de la corrupción y los recortes públicos? La realidad no ha cambiado: la han desenfocado. Desde que Évole estrenó, en 2008, Salvados (mal título por usar el mismo verbo que el degradante Sálvame) lo que ha ocurrido es que la gente se ha rendido, cuya prueba es el dominio del PP y la mediocridad imperante. Sí, podríamos estar peor.

Se supone que El Follonero debería adaptarse a las sutiles circunstancias actuales, variar de estrategia y discurso; pero bastante tiene con mantenerse en la tele, en día y hora preferentes, bajo la amenaza de su patrón, Antena 3, de enviarle al desempleo si persiste en apretar las tuercas a grandes empresas y partidos más allá de lo que el equilibrio del modelo político y económico puede soportar sin riesgo de derrumbe. Todo consiste en asumir las contradicciones en aras de un cinismo informativo superviviente, encarnado en Jordi y Wyoming, junto con otros muchos comunicadores y medios, finalmente asimilados.

En vez de con Sabina, que está de campaña de su próximo disco y su gira, Évole retornó ayer con una propuesta alarmista sobre los peligros de los smartphones como droga adictiva y enemigos de la privacidad. El enfoque es exagerado, pues toda novedad poderosa conlleva un reto humano, superable tras un tiempo de empacho y despiste. La noche de los domingos, con la presencia de Risto en Cuatro, será muy competitiva. Chester in love perderá algo de su millón y medio de seguidores y Évole no bajará de tres millones. A la misma hora, en ETB2, Todos los apellidos vascos languidece por agotamiento. La televisión pública vasca tiene miedo a cambiar, quizás porque todo miedo es por algo que no tiene sentido.

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