Terol + Wyoming = Ya queda menos

 ¿Qué tipo de humor necesita una sociedad traumatizada por el paro y la pobreza? A Oscar Terol no se le ocurrió hacerse esta ardua pregunta antes de emprender su nueva aventura en ETB, Ya queda menos. Conocía de antemano la respuesta: hay que elaborar el humor que permita el presupuesto. Hacer reír a la gente no es una sociología, por mucho que jactanciosos intelectuales quieran atribuirle un designio militante. Así que sin más condicionantes que la escasez de recursos, optó por un proyecto mixto, combinación entre una versión vasca de El Intermedio de Wyoming y ciertas reminiscencias de Vaya Semanita, referente de tantas insolencias políticas y culturales. Es decir, mucha ironía en el comentario de la actualidad, incorrección a espuertas en las entrevistas y unos pocos sketches que llevarnos al hipotálamo, donde reside, según los neurólogos, el centro de la risa.

             Y como no hay dinero ni para el cachondeo, el peso específico del programa recae en los presentadores, un Terol con más escamas que un galápago y una Sara Gandara sobrepasada en un rol teatral para el que Dios no le otorgó vocación porque antes se la había dado para la información meteorológica. Puede que Iñigo Agirre con su micrófono ambulante sea capaz de emular y hasta superar a Usun Yoon, a Gonzo y Thais Villas como reportero indiscreto y provocador; pero no le pidan a Sara que interprete el papel de Sandra Sabatés, porque esta solo introduce las noticias y a Gandara, además de conductora, le exigen que sea actriz de comedia. Ni la crisis justifica tanta demanda de polivalencia.

             La presión para Ya queda menos no es la audiencia, sino la expectativa de transgresión. Todos esperaban ración doble de impertinencia y sarcasmo; pero sucede como con la merluza de pincho y las angulas: las hemos esquilmado. Satirizar a Urdangarín, al rey, la Iglesia, la política, el sexo, incluso a Sabino Arana, suena a tópico reviejo. Ya estamos redimidos. Ahora parece que la gente prefiere la realidad. No da risa, pero encabrona para resistir y atenúa las ganas de llorar.

Averigua si eres teleadicto

 

«No puedo vivir sin ella» suena a romántica declaración de amor; pero también es la confesión de una sumisa dependencia. Miles de seres humanos están enganchados a la tele, esa arrebatadora amante a la que entregan su mirada y atención durante más de cuatro horas cada día. En marzo pasado los ciudadanos vascos dedicamos a la televisión 249 minutos por jornada, algo menos que los españoles. En efecto, no podemos vivir sin ella. Nadie ha calculado cuántos teleadictos hay entre nosotros; pero estamos ante un problema muy grave que vacía la existencia de sus víctimas. Un consumo televisivo superior a dos horas diarias es letal para la integridad física y emocional, por empacho de virtualidad. Los espectadores piensan que la tele es la realidad, pero solo es su imperfecto sucedáneo.

No son los únicos telefanáticos. Hay una minoría que padece en otro sentido esta patología: son los que no pueden vivir sin formar parte de la tele por insaciable apetito de popularidad. Basta poseer una personalidad exhibicionista, un carácter vanidoso y cierto descaro para ser candidato a la teleadicción. Trágico ejemplo de ello es Belén Esteban, una ignorante chica de barrio que, seducida y preñada por un torero, quedó atrapada en la espiral mediática: a la necesidad de un morboso modelo de televisión y la rápida fortuna que le ofrecía, respondió Belén entregando su vida entera al destructivo espectáculo del impudor y la maledicencia. El impacto de la fama la superó y a esta adicción sumó el irreprimible consumo de drogas. Hoy es una mujer autodestruida con la siniestra complicidad de Telecinco.

Tampoco Revilla, el expresidente cántabro, puede vivir sin ella cuando reconoce que goza hasta el delirio con las palmaditas de la gente. ¿Pueden vivir sin ella Alfonso Rojo, Paco Marhuenda, Montse Suárez, Isabel Durán o Hermann Tertsch? Como ninguno de estos y otros perpetuos tertulianos necesitan la menguada paga de la tele, su hiperpresencia es síntoma de una teleadicción asimilada. Traspasado cierto umbral ya no hay remedio: la tele mata.

 

Tres en uno: Hamaiketako en ETB

 

 

La actividad de un día cualquiera se divide en secuencias separadas por los actos de comer: desayuno, hamaiketako, comida, merienda y cena, que responden a satisfacciones y rituales distintos, según edad, cultura y circunstancias. El hamaiketako, no necesariamente a las once, interrumpe la jornada laboral para darnos un respiro de café y pintxo -o bocata para niños y currantes-, para continuar hasta la tregua del almuerzo. A esas horas la tele vive su peor racha de audiencia, con menos de 200.000 espectadores en Euskadi que tienen que elegir entre lo malo y lo peor. Poco les ofrecía la televisión pública vasca, más allá de repeticiones y viejas series. Por fin, ha decidido tomarse en serio este tramo y estrenar ETB hoy, un programa contenedor que reúne bajo una misma marca alternativas hasta ahora dispersas: tres contenidos (entrevistas, reportajes y debate de actualidad), con tres mujeres (Vanessa Sánchez, Olaia Urtiaga y Adela González) durante tres horas (de 11:15 a 14:15); es decir, un tres en uno para lubricar la floja parrilla de ETB2 entre el hamaiketako y las comilonas de David de Jorge.

             Tan unificador es el nuevo producto que ha rescatado dos programas ya desaparecidos, las tertulias periodísticas de la mañana y la entrevista cultural de Forum, único vestigio intelectual en ETB2, moderada en sus inicios por David Barbero y finalmente por Begoña Zubieta. La idea permite una composición más compacta de la oferta informativa y, por supuesto, resulta más económica. Las tertulias cuestan muy poco: basta un pequeño plató, una mesa grande y pulida, un par de cámaras, algo de luz y cuatro opinantes bajo una autoridad moderadora; y dejarles hablar y hablar con cierto orden sobre asuntos de actualidad.

 La inflación de tertulias acompañando el desayuno, el hamaiketako, la comida, la merienda y la cena no se entiende porque el país esté hambriento de argumentos, sino por razón de la crisis. También es un síntoma revelador de nuestros desvaríos: con tanta palabrería no queda territorio para el pensamiento y la acción.

¿Y si nos levantamos?(en homenaje a José Luis Sampedro)

 

Tengo especial devoción por Coca-Cola como marca y como marketing. Sus anuncios son pequeños tratados de humanismo, sociología y cultura, todo en uno,  que retratan y ensalzan la naturaleza común de las personas al margen de sus orígenes y proyectos vitales. Eso explica, visto sin prejuicios, por qué es el emblema más universal. La última campaña es un rizo intelectual, burbujeante, entre una propuesta obvia y otra intercalada: sitúa a las sillas (a las que autodenomina “el poder”) como el enemigo que nos condena al sedentarismo y la obesidad, por lo que nos invita a la rebeldía de levantarnos para emprender una vida sana. De ahí deriva al mensaje, netamente subliminal, “¿Y si nos levantamos?”, que suena en su contexto levantisco a una incitación al alzamiento, indeterminado y emocional, pero también orientado, sin decirlo, a responder contra las causas y los efectos de la crisis. Sí, solo es una campaña comercial, llena de juvenil ingenuidad, nada más que una actitud de insubordinación poética; pero que cae sobre el suelo fértil del cabreo social y los deseos colectivos de cambiarlo todo. Hasta donde puede, con matizada ambigüedad, Coca-Cola ofrece su complicidad en el empeño público de una gran catarsis.

El problema es que la insurrección bien entendida exige algo más que sentimientos de indignación y abstractos propósitos innovadores para otorgarle algún crédito. Derribar sillas, sillones, tronos y poltronas -odiosos símbolos del poder- sería apasionadamente inútil si no previéramos desde ahora el resultado de que las mismas sillas, sillones, tronos y poltronas volverán a estar ocupados por otros líderes que nos llevarán a parecidos o peores desastres que el actual. ¿Y qué hacemos después de levantarnos?, esa es la cuestión, pero también cómo y a qué precio hay que llevar a cabo el cambio de nuestro sistema económico y político. De hecho, ya existe una plataforma llamada ¡En pie!, que tiene previsto rodear el Congreso español el próximo 25 de abril. Según mi percepción, coinciden dos perspectivas de futuro contradictorias en la sociedad crispada: una, de radicalismo democrático, aspira a restituir a la comunidad el control de las decisiones públicas y profundizar en la ética y la cooperación como motores de un desarrollo social más justo; y otra, singularmente revolucionaria, confía en una nueva era de soluciones socialistas al constatar el fracaso definitivo del modelo capitalista y también de la democracia representativa. Las dos tienen miedo.

Las formas y el fondo

No conozco ninguna sociedad equilibrada dispuesta a lanzarse a la aventura de la ruptura del sistema. “La solución es un estallido”, declaraba hace poco L. E. Aute. Para que una sublevación sea factible se necesitan tres factores: que la mayoría no tenga nada que perder, que la angustia y el rencor se retroalimenten hasta resultar insuperables y que el futuro sea tan desesperado como el presente. ¿Está dispuesto nuestro artista a perder los privilegios de su acomodada vida? Lo que parece es que hay unas ganas irresistibles de echar abajo el orden actual, pero hasta ahora nadie ha concretado la alternativa que debe sucederle. ¿Qué fue del 15-M? Es algo infantil afirmar vehementemente lo que no se quiere y no saber con certeza lo que se desea, lo que indica que a nuestros objetivos de transformación aún les falta madurez.

Así que, de momento, todo queda en zarandear a los poderes y ejercer pequeños pero trascendentes quebrantamientos de la ley. Jueces, bomberos, policías, cerrajeros y funcionarios se niegan a participar en los desahucios. Algunas instituciones han amenazado (¿o chantajeado?) a los bancos con retirar sus depósitos si ejercen el desalojo de viviendas. Y es probable que la presión social vaya en aumento hasta provocar situaciones límite. En este punto la clase dirigente debería adoptar una actitud menos defensiva y asumir los inconvenientes de los alborotos como tributo a sus errores y como válvula de escape de la cólera ciudadana.

La táctica de los escraches (protestas masivas centradas sobre el domicilio o lugar de trabajo de alguien a quien se quiere denunciar) no sería un problema si se reconociese la desigualdad del sufrimiento de los desahuciados con su miseria y los políticos con las protestas. El padecimiento de los gobernantes está implícito en la naturaleza de sus cargos y su salario. El riesgo de este tipo de acoso estriba en que la heterogeneidad de los manifestantes conlleva un cierto descontrol: al final, un exceso o episodio violento puede ser, por las formas, letal para el fondo y razón del ejercicio del reproche personalizado. En todo caso, el debate no está en la legalidad o no del escrache, sino en los motivos y sentimientos colectivos que han activado a este tipo de reacciones agresivas. Ver a políticos culpables zaheridos por las masas es al menos un espectáculo compensador del dolor de los pobres y parados. Una vez más el PP y los poderes mediáticos afines alteran la carga de la prueba criminalizando a airados ciudadanos: el victimismo político frente al pueblo enfurecido es un sarcasmo. Triste gobierno es el que no tiene más defensor que la policía.

La rebelión de los viejos

Los movimientos de protesta serán tanto más radicales cuanto más dura y duradera sea la crisis con sus injusticias y la clase política con su incompetencia y  corruptelas. Está por ver hasta qué punto llegan a desafiar los equilibrios del sistema y si produce, como se desea, una aceleración imparable de las reformas democráticas y económicas. ¿Y si a los meritorios grupos contra el desahucio se les uniera un colectivo aún más potente? El de los viejos, jubilados y pensionistas, por ejemplo. Estas personas constituyen una mayoría social, tienen poco que perder en razón de sus reducidas expectativas, les sobra tiempo, poseen experiencia, acumulan mucho conocimiento y podrían están dispuestas al sacrificio por sus hijos y nietos. Son los máximos indignados, no solo porque los recortes sociales se han cebado sobre ellos, sino también porque perciben las injusticias y los abusos de la crisis con más criterio y desde valores más profundos que los que manejan nuestros jóvenes.

Si los viejos se lo propusieran, organizándose en ámbitos específicos (sanidad, servicios sociales, entidades financieras, partidos e instituciones) paralizarían el país y llevarían el sistema al caos. ¿Cargaría a pelotazos la policía contra un escrache o boicot protagonizados por una multitud de ancianos? ¿Se atrevería el Gobierno a enfrentarse a tantos millones de votantes? ¿Qué podría hacer el sector bancario si las personas mayores decidieran vaciar sus libretas de ahorro? Mucho cuidado con esta gente porque su poder de agitación es potencialmente más poderoso que el de todos los sindicatos y grupos cívicos juntos. Quizás decidan pasar de espectadores pasivos de los sufrimientos de sus hijos y de la incertidumbre de sus nietos a activistas de la refundación económica y política: perdida toda esperanza, poco importa perder el pudor a la algarada y el miedo a terminar machacados.

La marea contenida de la rebelión democrática goza de apoyo popular y es mayoritaria. Se trata de una fuerza imprecisa e incluso contradictoria; pero su capacidad de liquidación del sistema es muy potente. Nos estamos aproximando a un punto sin retorno y si quienes tienen que incorporar soluciones justas (trabajo, solidaridad, ética empresarial y responsabilidad política) no proporcionan esperanza, entonces, sí, y no al modo pueril de Coca-Cola, habrá llegado el momento de levantarse. Hoy se advierte la amenaza. Mañana, la certeza. ¿Revolución? Qué extraño, si solo se trata de que se cumpla la voluntad del pueblo soberano.

 

Haciendo el chino en Euskadi

 

Hacer el chino: dícese del método industrial cuya prioridad es fabricar al menor coste posible, sin importar la calidad y otros resultados de valor añadido ni tampoco los derechos de los trabajadores y el medio ambiente. Gran parte de la economía vasca está bajo este síndrome productivo en la creencia de que trabajar así, más, peor y por mucho menos, la rescatará de la recesión. A la tele también le afecta esta fiebre amarilla y se le exige seguir programando como hasta ahora, pero a mitad de precio, en virtud de la mengua presupuestaria y la caída de ingresos publicitarios. Con una reducción del 17% en sus recursos, ETB se aprieta las tuercas -y se las ajusta a las empresas audiovisuales- para que nuestra radiotelevisión pública sobreviva a la crisis y a su voraz aliado, el monopolio privado de la comunicación.

De esta épica de resistencia surgen los nuevos programas Ongi Etorri, Perdiendo el Norte y Desmontando Euskadi, que tienen en común tres factores, además del gerundio: buenos profesionales, esforzado reporterismo y presupuestos de risa. Y también una nula originalidad y la pertinaz apelación a lo típico y lo tópico. El primero, conducido por Patricia Gaztañaga, es una versión más del exhibicionismo de casoplones y pisos sin más encanto que las excentricidades de la gente proyectadas en sus hogares. El segundo, dirigido por José Antonio Pérez, es un desahogo de los males españoles a modo de inútil terapia reparadora. Y el tercero, que se estrena hoy, es obra de los creadores de Vaya Semanita y Goenkale, obsesionados con redimirnos de los estereotipos vascos. ¿Pero no nos habíamos mofado ya lo suficiente de nuestros complejos?

Solo hay dos formas de producir en la penuria: hacer el ridículo, como Intereconomía con un programa -cutre no, lo siguiente- de música clásica que roba imágenes de orquestas en YouTube para no pagar derechos a intérpretes y discográficas. O hacer el chino, como ETB, cámara al hombro y buscando testimonios por doquier. Muy digno, pero así la tele empieza a parecerse demasiado a la radio.