Existe el miedo a las palabras, a determinadas palabras sustanciales: Dios, libertad, sexo, política, emoción, pecado, razón, identidad, conciencia, cambio, independencia… Se percibe en la vida social como reflejo de una vieja pedagogía que empieza en la familia y se extiende a la escuela y más tarde a la organización pública. Este tipo de miedo es heredero del terror con que los poderes -las religiones, el estado y los sistemas educativo y económico- a lo largo de la historia han condicionado nuestra libertad personal y todos los resortes de participación comunitaria. Si nos asustan ciertas palabras es que huimos de la realidad que evocan, que es, en última instancia, de cuanto se nos obliga a escapar y de lo que consecuentemente nos prohibimos hablar y pensar. Y así, con este temor semántico -precursor del miedo a la libertad- se elabora el patrón político de la sociedad, limitado en sus raíces y disminuido en su desarrollo.
A los españoles, cuya calidad democrática por motivos históricos es muy pobre, les asusta la palabra independencia. Les suscita conceptos como división, ruptura, empobrecimiento, conflicto, desafío y ejército, lo cual no deja de ser paradójico dada la ferocidad excluyente de su invertebrado espíritu nacional. Una amplia mayoría de sus ciudadanos no entienden el sentido positivo de los nacionalismos de Euskadi y Cataluña, seguramente porque no comprenden la esencia democrática. No asumen otra forma de ser que no pase por un modelo unitario y les cuesta admitir que las diferencias son muy superiores a lo común, incluso perciben el Estado de las Autonomías como un exceso, producto de tiempos de crisis. Su visión política es emocional, de modo que para esos sectores los nacionalismos vasco y catalán son construcciones sentimentales sin valor práctico y rechazan que de una identidad cultural se derive un proyecto ideológico y aún menos que este sea ajeno a España.
Este reproche hacia los nacionalismos periféricos también ha calado entre no pocos vascos y catalanes, que asumen que la autonomía más o menos amplia, pero contextualizada en el Estado, satisface sus aspiraciones identitarias y que la independencia es una utopía o, a lo más, un sublime desiderátum. De hecho, el soberanismo vasco en su conjunto, radical y moderado, carece de un diseño preciso en lo económico, social y político, así como en plazos y estrategia de negociación y reconocimiento exterior, para llevar a Euskadi, desde hoy, a su conversión en Estado. Y esta ausencia de plan concreto se debe a que el propio abertzalismo ve tan lejano ese objetivo de emancipación que ni se plantea plasmarlo en un documento de futuro. No hay un horizonte más lejano para el nacionalismo vasco que la independencia. ¿Cuánto hay de realismo y cuánto de autorrenuncia?
Digamos que los españoles aceptan -consienten, más bien- a los nacionalistas con la condición de que estos no traspasen la barrera de la autonomía constitucional y que su independentismo se formule solo en un plano teórico y permanezca inerte. Dicho de una manera más gráfica, toleran el nacionalismo siempre que se mantenga en estado latente de congelación soberanista. Ahora, todos los resortes del poder, incluido el castrense, se han puesto en marcha cuando Artur Mas, presidente de Cataluña y líder de CiU, ha activado, con plena coherencia ideológica, un proyecto de construcción nacional para su país. Antes de esto Ibarretxe, de otra manera, ya lo había intentado en Euskadi. Los nacionalistas quieren salir del congelador.
Mas, el descongelador
El proyecto soberanista catalán es una de las experiencias políticas más interesantes de los últimos años. Por amplísima mayoría, su Parlamento ha reclamado el elemental «derecho a decidir» y la celebración de una consulta popular que determine el futuro de su país, instando a España a establecer un diálogo que haga posible el ejercicio legal de este derecho. Con los cimientos del Estado temblando, los rencores mediáticos y la coacción de los poderes económicos se han activado para desmantelar un propósito que en cualquier nación decente se saludaría con respeto, pues se trata de la propuesta de una vía de solución a un viejo problema irresuelto. El nacionalismo catalán, como el vasco, denuncian la falsedad democrática de España y exigen liberar la palabra para que cada pueblo defina, por sí y ante sí, su destino en el inapelable veredicto de las urnas.
Por miedo, condicionantes de todo tipo, chantaje económico y militar y, por qué no decirlo también, por una prudencia mal entendida, Euskadi y Cataluña aparcaron durante décadas su meta soberanista. De la sociedad catalana depende ahora que el camino emprendido el 23 de enero no quede, por falta de autoestima democrática, en un intento fallido y en el frustrante regreso al congelador. ¿Ha interiorizado Cataluña su proyecto de emancipación? ¿Está preparada para superar sus temores y resistir la intimidación de España? En mi opinión, el atrevimiento catalán es auténtico y su éxito es factible si mira de frente a la realidad y pierde el miedo a las palabras. Sí, lo primero es creer en el significado de palabras como independencia o soberanía y pronunciarlas con convicción y respeto.
La excusa coactiva
La descongelación de los sueños de liberación es la asignatura pendiente de las sociedades mermadas. ¿Por qué renunciar a lo que es justo y posible? El conformismo es el más eficaz aliado del sistema dominante. Se convierte a las personas en mansos ciudadanos incentivado los miedos interiores a todo cambio, novedad o transgresión. Quien se cree satisfecho es un pobre un ingenuo de quien se aprovechan los poderes abusivos. Lo que no crece, decrece. No hay límites, solo miedos.
El nacionalismo vasco no debería quedarse rezagado en iniciativas de avance, aun partiendo del hecho de que las circunstancias políticas de Euskadi son distintas a las de Cataluña. El condicionante del terrorismo y sus secuelas pesan demasiado sobre la capacidad de hacer política. ETA y sus crímenes fueron durante décadas la coartada perfecta del Estado para detener la rodadura del soberanismo. Se nos decía que, en tanto se mantuviera activa la violencia, era inmoral que el nacionalismo llamase a los ciudadanos al ejercicio autodeterminista. Y lo asumimos más por responsabilidad ética en medio de aquella tragedia que por convicción política. Pero ETA ya es historia.
Y ahora que no hay excusas terroristas, se acude al nuevo pretexto del Estado: la prioridad es la crisis económica y el debate soberanista tendrá que esperar. Quizás por la crudeza del paro y la quiebra empresarial da la impresión de que hemos admitido, sin ningún argumento racional que la respalde, una nueva prórroga de las aspiraciones abertzales. No es concebible que hacer mil esfuerzos por reflotar la economía exija el tributo de aparcar las metas, como si la política solo fuera capaz de hacer una cosa a la vez. Entre las muchas formas de coacción liberticida está el engaño calculado: antes, ETA; ahora, la crisis. ¿Y mañana, qué?
Mi conclusión, entristecida, es que cuando el nacionalismo asumió que debía postergar sus aspiraciones por la trágica actuación de ETA, estaba aceptando una culpabilidad implícita de la estrategia terrorista. Toda la sociedad vasca era cómplice y el precio fue una porción de sus libertades. De la misma manera, si ahora, por razón de la crisis económica, el nacionalismo vasco prorroga la implantación democrática de sus compromisos, ampliamente mayoritarios, estará reconociendo la subsidiariedad de su proyecto y, en definitiva, lo prescindible de su liderazgo en una hibernación perpetua.