¡Cuidado!, Montoro se insinúa

 

¡Ah, la insinuación, qué hermosa habilidad para el amor, el juego y la dialéctica; pero qué vil en boca del tirano, el envidioso y el político! Define el diccionario este vocablo como «dar a entender algo sin más que indicarlo o apuntarlo ligeramente». Es el arte de las medias palabras, las alusiones volátiles y las señales sutiles del lenguaje corporal. Dada su peligrosidad, la insinuación debería estar restringida a enamorados y héroes extremos. En ninguna de estas dos épicas se encuentra el ministro Montoro, parodiado por su hablar nasal y traza de enterrador. Y sin embargo, le ha cogido el gusto al uso de las indirectas para extender el terror al fisco entre los críticos al Gobierno. Por tres veces, calculadamente secuenciadas, el titular de la Hacienda estatal ha lanzado insinuaciones sobre diversos colectivos desafectos con Rajoy y las tres han sonado como estruendosas amenazas. Nada concreto señala don Cristóbal, pero se le ha entendido todo: quien ataca al PP se arriesga a una inspección fiscal y al escarnio de la sospecha abstracta.

Después de sugerir que había actores y diputados de la oposición que no cumplían con sus obligaciones fiscales, Montoro declaró en TVE que «hay medios y tertulianos que podrían tener problemas con Hacienda». ¿A quién estaba señalando sin decirlo? ¿A Wyoming, Jiménez Losantos y la Sexta? ¿Y esto qué importa? El insinuante malévolo, como el oficial de las SS o la Stasi, no persigue a un insurrecto o dos, sino al conjunto de sus enemigos. El lema del PP es cerrar la boca de todos los que les vinculan con la corrupción, los sobres de Bárcenas, la trama Gürtel y los salvajes recortes de derechos. Se ha decretado el enmudecimiento totalitario, porque si no es por los impuestos al gobernante le sobran recursos y secretos para menoscabarnos.

Ya que al ministro de la amnistía fiscal le seduce tanto la tele para proyectarse como un Robin Hood tributario, no necesitamos buscar mucho para encontrar su alter ego en la pequeña pantalla: La Vieja’l Visillo, delatora, maledicente, viperina.

Corinna de humo: pánico en La Zarzuela

¿Para qué necesita ahora la tele culebrones de historias inverosímiles si ya tiene uno doblemente real -de realidad y de realeza- con Corinna, la amiga “entrañable” del rey? El relato reúne todos los ingredientes de los folletines de sobremesa: amores secretos, traiciones, ambiciones, escándalos, lujo, intrigas y un final trágico en ciernes. Algunas cadenas han olfateado la presa y se han lanzado sobre ella para servírsela al público, ávido del espectáculo decadente de la aristocracia. Por eso, Sálvame, el perfecto foro parlamentario de España, lleva dos semanas hablando de la ex princesa alemana con el mismo tono con que tratan las andanzas de la rústica Campanario o el zángano Falete.

La interpretación mostrenca de los tertulianos es que la señora Wittgenstein (¡pobre Ludwig, tu venerable apellido arrastrado por el fango de la frivolidad!) pretende con sus apariciones mediáticas desviar la atención sobre el rey y servir de cortina de humo para preservar a su egregio enamorado. ¡Qué sutil perspicacia! En efecto, no hay duda de que alguna poderosa agencia de imagen ha contratado para Corinna tres calculadas entrevistas: en El Mundo, para una dimensión política; en ¡Hola!, para una versión glamurosa, y en Paris Match, para consumo internacional. Pero el objetivo no es proteger al jefe del Estado, sino a sí misma. Ella existe para la opinión pública en virtud de sus presuntos pecados con Juan Carlos I, de manera que su protagonismo en los medios provoca inevitables referencias al rey y el yernísimo. La Zarzuela hubiera preferido a una Corinna furtiva y discreta, como todas las amantes anteriores.

Lenguaraces y soeces, los cotillas rosas despedazan a Corinna, pero hablan con temor reverencial del soberano. No entienden que la mayoría social ya ha perdido ese servil respeto. Los halagos al Borbón suenan como cañonazos contra su castillo. No conozco peor enemigo de la monarquía que Jaime Peñafiel en su papel de cortesano defendiendo el buen nombre del rey: al viejo bufón palaciego ya nadie le ríe las gracias.

Nacionalistas en el congelador: la democracia hibernada

Existe el miedo a las palabras, a determinadas palabras sustanciales: Dios, libertad, sexo, política, emoción, pecado, razón, identidad, conciencia, cambio, independencia… Se percibe en la vida social como reflejo de una vieja pedagogía que empieza en la familia y se extiende a la escuela y más tarde a la organización pública. Este tipo de miedo es heredero del terror con que los poderes -las religiones, el estado y los sistemas educativo y económico- a lo largo de la historia han condicionado nuestra libertad personal y todos los resortes de participación comunitaria. Si nos asustan ciertas palabras es que huimos de la realidad que evocan, que es, en última instancia, de cuanto se nos obliga a escapar y de lo que consecuentemente nos prohibimos hablar y pensar. Y así, con este temor semántico -precursor del miedo a la libertad- se elabora el patrón político de la sociedad, limitado en sus raíces y disminuido en su desarrollo.

A los españoles, cuya calidad democrática por motivos históricos es muy pobre, les asusta la palabra independencia. Les suscita conceptos como división, ruptura, empobrecimiento, conflicto, desafío y ejército, lo cual no deja de ser paradójico dada la ferocidad excluyente de su invertebrado espíritu nacional. Una amplia mayoría de sus ciudadanos no entienden el sentido positivo de los nacionalismos de Euskadi y Cataluña, seguramente porque no comprenden la esencia democrática. No asumen otra forma de ser que no pase por un modelo unitario y les cuesta admitir que las diferencias son muy superiores a lo común, incluso perciben el Estado de las Autonomías como un exceso, producto de tiempos de crisis. Su visión política es emocional, de modo que para esos sectores los nacionalismos vasco y catalán son construcciones sentimentales sin valor práctico y rechazan que de una identidad cultural se derive un proyecto ideológico y aún menos que este sea ajeno a España.

Este reproche hacia los nacionalismos periféricos también ha calado entre no pocos vascos y catalanes, que asumen que la autonomía más o menos amplia, pero contextualizada en el Estado, satisface sus aspiraciones identitarias y que la independencia es una utopía o, a lo más, un sublime desiderátum. De hecho, el soberanismo vasco en su conjunto, radical y moderado, carece de un diseño preciso en lo económico, social y político, así como en plazos y estrategia de negociación y reconocimiento exterior, para llevar a Euskadi, desde hoy, a su conversión en Estado. Y esta ausencia de plan concreto se debe a que el propio abertzalismo ve tan lejano ese objetivo de emancipación que ni se plantea plasmarlo en un documento de futuro. No hay un horizonte más lejano para el nacionalismo vasco que la independencia. ¿Cuánto hay de realismo y cuánto de autorrenuncia?

Digamos que los españoles aceptan -consienten, más bien- a los nacionalistas con la condición de que estos no traspasen la barrera de la autonomía constitucional y que su independentismo se formule solo en un plano teórico y permanezca inerte. Dicho de una manera más gráfica, toleran el nacionalismo siempre que se mantenga en estado latente de congelación soberanista. Ahora, todos los resortes del poder, incluido el castrense, se han puesto en marcha cuando Artur Mas, presidente de Cataluña y líder de CiU, ha activado, con plena coherencia ideológica, un proyecto de construcción nacional para su país. Antes de esto Ibarretxe, de otra manera, ya lo había intentado en Euskadi. Los nacionalistas quieren salir del congelador.

Mas, el descongelador

El proyecto soberanista catalán es una de las experiencias políticas más interesantes de los últimos años. Por amplísima mayoría, su Parlamento ha reclamado el elemental «derecho a decidir» y la celebración de una consulta popular que determine el futuro de su país, instando a España a establecer un diálogo que haga posible el ejercicio legal de este derecho. Con los cimientos del Estado temblando, los rencores mediáticos y la coacción de los poderes económicos se han activado para desmantelar un propósito que en cualquier nación decente se saludaría con respeto, pues se trata de la propuesta de una vía de solución a un viejo problema irresuelto. El nacionalismo catalán, como el vasco, denuncian la falsedad democrática de España y exigen liberar la palabra para que cada pueblo defina, por sí y ante sí, su destino en el inapelable veredicto de las urnas.

Por miedo, condicionantes de todo tipo, chantaje económico y militar y, por qué no decirlo también, por una prudencia mal entendida, Euskadi y Cataluña aparcaron durante décadas su meta soberanista. De la sociedad catalana depende ahora que el camino emprendido el 23 de enero no quede, por falta de autoestima democrática, en un intento fallido y en el frustrante regreso al congelador. ¿Ha interiorizado Cataluña su proyecto de emancipación? ¿Está preparada para superar sus temores y resistir la intimidación de España? En mi opinión, el atrevimiento catalán es auténtico y su éxito es factible si mira de frente a la realidad y pierde el miedo a las palabras. Sí, lo primero es creer en el significado de palabras como independencia o soberanía y pronunciarlas con convicción y respeto.

 La excusa coactiva

La descongelación de los sueños de liberación es la asignatura pendiente de las sociedades mermadas. ¿Por qué renunciar a lo que es justo y posible?  El conformismo es el más eficaz aliado del sistema dominante. Se convierte a las personas en mansos ciudadanos incentivado los miedos interiores a todo cambio, novedad o transgresión. Quien se cree satisfecho es un pobre un ingenuo de quien se aprovechan los poderes abusivos. Lo que no crece, decrece. No hay límites, solo miedos.

El nacionalismo vasco no debería quedarse rezagado en iniciativas de avance, aun partiendo del hecho de que las circunstancias políticas de Euskadi son distintas a las de Cataluña. El condicionante del terrorismo y sus secuelas pesan demasiado sobre la capacidad de hacer política. ETA y sus crímenes fueron durante décadas la coartada perfecta del Estado para detener la rodadura del soberanismo. Se nos decía que, en tanto se mantuviera activa la violencia, era inmoral que el nacionalismo llamase a los ciudadanos al ejercicio autodeterminista. Y lo asumimos más por responsabilidad ética en medio de aquella tragedia que por convicción política. Pero ETA ya es historia.

Y ahora que no hay excusas terroristas, se acude al nuevo pretexto del Estado: la prioridad es la crisis económica y el debate soberanista tendrá que esperar. Quizás por la crudeza del paro y la quiebra empresarial da la impresión de que hemos admitido, sin ningún argumento racional que la respalde, una nueva prórroga de las aspiraciones abertzales. No es concebible que hacer mil esfuerzos por reflotar la economía exija el tributo de aparcar las metas, como si la política solo fuera capaz de hacer una cosa a la vez. Entre las muchas formas de coacción liberticida está el engaño calculado: antes, ETA; ahora, la crisis. ¿Y mañana, qué?

Mi conclusión, entristecida, es que cuando el nacionalismo asumió que debía postergar sus aspiraciones por la trágica actuación de ETA, estaba aceptando una culpabilidad implícita de la estrategia terrorista. Toda la sociedad vasca era cómplice y el precio fue una porción de sus libertades. De la misma manera, si ahora, por razón de la crisis económica, el nacionalismo vasco prorroga la implantación democrática de sus compromisos, ampliamente mayoritarios, estará reconociendo la subsidiariedad de su proyecto y, en definitiva, lo prescindible de su liderazgo en una hibernación perpetua.

De papistas, ateos y profetas

Gran parte de los ciudadanos españoles, y no sé en qué medida los vascos, tienen en común dos rencores, a los ricos y la Iglesia; eso sí, con la leal cooperación de curas y potentados merced a sus múltiples escándalos. Así que con la renuncia de Benedicto XVI, un Papa de transición, asistimos en la tele a la reedición de los viejos odios anticlericales. Los católicos de base, todavía conmocionados, apenas se manifiestan esperando que la Iglesia reverdezca con un carismático Vicario. A quienes sí se les escucha en los púlpitos audiovisuales es a los ateos radicales pontificando –urbi et orbi, por supuesto- sobre cuál debe ser el perfil del nuevo obispo de Roma y en qué claves debe evolucionar el proyecto cristiano. El dogmatismo de los no creyentes resulta cómico en su transfiguración como fanáticos papistas; pero estas cosas, ya digo, solo ocurren en España… y en Euskadi.

Otro grupo que pulula estos confusos días por la tele son los profetas, algunos con alzacuellos, que pronostican, iluminados por el Espíritu Santo, quién será el elegido entre el selecto colegio de ancianos reunidos en cónclave: que si el canadiense, que si el purpurado de Milán, que si un brasileño e incluso un negro. El afán quinielístico de los expertos canónicos choca de pleno con la realidad opaca y espesa del Vaticano, que nada tiene que ver con el mundo exterior, ni es predecible. Estos adivinadores se parecen a otros que también ahora, en vísperas hollywoodienses, juegan a vaticinar qué películas ganarán los Oscar. And the winner is… Juan Pablo III.

Lo peor para la Iglesia es que su mensaje interesa poco y se pierde en la irrelevancia; pero seduce a las masas como espectáculo y ámbito de intrigas. No hay agnóstico que no conserve algo de fe. Por eso las ceremonias de despedida del Papa y el boato de la elección de su sucesor tendrán millones de seguidores. Las cadenas se preparan para contárselo creando un ambiente propicio. Me pregunto qué canal se anticipará a los demás en la reposición de Las sandalias del pescador, tan sugestiva.

Carnaval, Carnaval español

Estos días la tele es un espectáculo entre patético e hilarante, una sátira grotesca de cuanto sucede en la política estatal, mezcla de denuncia y sarcasmo, de indignación y guasa en un curioso pero peligroso equilibrio. Se diría, por lo que estamos viendo en los informativos y programas de debate, que en España el carnaval se ha adelantado una o dos semanas y que al pueblo empobrecido por la crisis y airado por la tragedia de corrupción, a falta de conocer la verdad,  le han servido en bandeja los monigotes sobre los que descargar su furia y sus burlas. Lo peor que le puede ocurrir a la clase dirigente es convertirse en objeto de chanza generalizada, porque en este ámbito el respeto democrático es sustituido por el desprecio absoluto. La risa como sucedáneo de la crítica es como el teatro suplantando a la realidad: una invasión canalla.  

Los disfraces de moda del carnaval español son las patillas de Bárcenas y sus abrigos de cuello de terciopelo. Son los mohines de impostada inocencia de Ana Mato, atrincherada tras su sillón ministerial. Son la banda de los ex: el ex marido, el ex tesorero, el ex abogado y todos los ex responsables de Génova y sus hediondos excrementos. Son los sobres con dinero negro, la caligrafía inculta de los registros contables, los amnistiados de Montoro y la pandilla mafiosa de los Gürtel. Son los tertulianos del PP vagando de cadena en cadena para apagar las llamas de la verdad e incendiar al mensajero. Y, por supuesto, son la tortuga de nuestra justicia, el duque empalmado, su no imputada señora Borbón y el rey cazado. A diferencia del carnaval brasileño, tan sensual, el español es bobo, zafio, de chirigota.

Cuando reina la desilusión lo único que queda es el humor amargo. La tele nos lo sirve y de ahí las enormes audiencias de Wyoming y el urgente regreso de José Mota con Berengario, el tractorista, genuina representación de los miserables de ahora. Pero la sátira es la rebelión de los cobardes: la corrupción les mueve a la risa, pero no se mueven contra ella. Pues eso, feliz carnaval.