¿No pensará usted que con el acuerdo in extremis entre Sogecable y Mediapro ha terminado la “guerra del fútbol”? Es un armisticio. ¿Entiende este conflicto? A ver si se lo explico. Para empezar debería llamarse la “guerra de la tele” y es la lucha total por la retransmisión del fútbol y el campo de experimentación para los delirantes fichajes deportivos. Es un balón gigante, inflado de demencia e ideología, que se disputan tres contendientes arruinados. De una parte están los operadores Mediapro (La Sexta) y Sogecable (Digital+), a palos por la pasta y la bandera socialista. Y de otra, la Liga de Fútbol Profesional, algo así como el camarote de los hermanos Marx, donde los clubes tratan de salvar la contradicción entre sacar un provecho desmesurado a Mediapro -mal pagador- y a la vez firmar la exclusiva de los derechos de explotación con Digital+, no menos insolvente. Nadie quiere enfrentarse al monstruo: la inmensa burbuja creada en comandita por el balompié español con sus megalomanías y las televisiones con su huida hacia adelante. Entre el fútbol y la tele hay la misma relación destructiva que entre el ladrillo y los bancos. Síntoma de esta corrupción es el partido en la madrugada de los lunes.
¿Qué va a ocurrir? Imaginemos esta situación: revienta la burbuja, La Sexta y Digital+ quiebran y como consecuencia trece o catorce equipos incumplen los pagos a sus jugadores y pierden su ficha en la “mejor liga del mundo”. El fútbol se desploma y con él la única referencia existencial española. Como tal suceso sería para Rajoy más peligroso que verse rescatado por Europa, las cosas transcurrirán así: Antena 3 recibirá la herencia de los derechos de emisión de La Sexta, mientras que Telecinco tomará el mando en Digital+, donde ya posee un 25%. Se repartirán el pastel y reducirán los precios que hoy cobra la Liga. El fútbol sufrirá drásticos recortes, pero no se derrumbará como los sectores inmobiliario y financiero. ¿El precio? La consagración del duopolio Telecinco-Antena 3: las deudas también nos cuestan libertad.
Ni se sabe las veces que han matado a JFK en la tele, más que a Billy el Niño. La última, el miércoles, en Telecinco, con el estreno en abierto de la serie Los Kennedy. Si fuera un buen producto, capaz de rendir en calidad y audiencia, no lo emitirían fuera de temporada, con sus cuatro premios Emmy y sus muchas nominaciones. Esos galardones, no se engañe usted, se venden y compran entre bambalinas por intereses de mercado. ¿Y por qué regresa ahora la leyenda de John F. Kennedy? En principio, porque pronto se cumplirán cincuenta años de su asesinato en Dallas y hay que aprovechar ese tirón; pero la clave es que las producciones de base histórica son una moda muy rentable y una alternativa a la falta de ingenio, como las novelas históricas en la literatura actual. Si no se te ocurre nada, busca en el archivo del pasado.
Más que la certeza biográfica, la obsesión de la serie es lograr el máximo parecido físico de los actores con los personajes representados. Es una falsa prueba de fidelidad, porque lo esencial son los hechos, no la mejor o peor caracterización mediante la habilidad del maquillaje y el vestuario. ¿Nos aclararán quién mató a Kennedy y la verdad de los complots que urdieron el magnicidio? Para nada y en su lugar tendremos anécdotas, frivolidad y bajezas. Al fin y al cabo, mucha gente solo recuerda a JFK como el amante furtivo de Marylin Monroe y no como el gran presidente de los derechos civiles en los agitados años 60.
La serie retrata al jefe del clan como un monstruo y a sus hijos varones como objetos de sus ambiciones de poder por encima de toda noble creencia. Con estos ingredientes la pluma de Shakespeare hubiera creado una tragedia portentosa, como El rey Lear; pero los guionistas de la tele, que no tienen por qué poseer la gracia divina de los elegidos, han optado por un folletín ramplón. Este es el drama de JFK: ser asesinado una y otra vez por una conjura de balas y mediocres. Merecería estar entre los grandes de la historia. Lo que no ha hecho la historia, que lo repare el cine o las letras.
A los ciudadanos vascos nos conviene aprender las lecciones catalanas. Por sus propios méritos Cataluña camina siempre un paso por delante de Euskadi y le saca un largo trecho al resto de pueblos del Estado español en casi todo. Compartimos con aquel admirable país mediterráneo la vivencia de la precaria convivencia entre los sectores nacionalistas y unionistas y las contradicciones democráticas que esta disputa genera. Y nos iguala la circunstancia de ser percibidos como enemigos del Estado por nuestros respectivos afanes de autogobierno. Ahora nos toca compartir las enseñanzas de la funesta experiencia del tripartito (PSC+ERC+ICV), que dirigió la Generalitat desde 2003 a 2010, para su aplicación en la CAV en la hora cercana del relevo del bipartito antinacionalista (PSE+PP), último ensayo político español en el laboratorio vasco.
El tripartito fue un proyecto intensamente anti-CiU, disfrazado de pacto de progreso, que se vendió a la sociedad catalana como una alternativa histórica al largo período de liderazgo de Jordi Pujol, que gobernó desde 1980 a 2010. ¿Cansancio del pujolismo? No, aquello fue la historia de la conquista del poder por una izquierda dispar y sin base programática homogénea con la esperanza de cambio como excusa. Lo democrático no siempre es lo mejor, máxime si las decisiones rompen los equilibrios básicos y alteran agresivamente el orden de las prelaciones colectivas. Fue una estrategia frentista que dejó enormes frustraciones y una ruina económica sin precedentes que ahora el President Artur Mas tiene que afrontar con un coste político inmerecido. Aquel arrebatado sueño de poder derivó en una pesadilla para todos.
La deuda, ese placer socialista
El endeudamiento público es una herramienta peligrosa en manos de políticos cuya ambición supera la responsabilidad y amor al país. Dejar a los socialistas la máquina del crédito es tanto como regalar a un pirómano un bidón de gasolina. Al gustazo de traspasar a las generaciones venideras las compras e inversiones de hoy se lanzó Pascual Maragall y después Montilla triplicando la financiación catalana, de los 11.000 millones que les dejó Pujol en 2003 a los 35.000 millones a la llegada de Mas, que necesita unos 7.000 millones de euros hasta fin de año. La situación financiera de Cataluña es trágica, tanto que ha recurrido al rescate por el Estado y no puede pagar los servicios sociales, todo ello como consecuencia de la política de tierra quemada de la disparatada gestión de la izquierda reunida.
¿La bancarrota catalana heredada del tripartito es un anticipo de la quiebra que nos espera en Euskadi después de López? Las cifras que conocemos son muy preocupantes. El bipartito constitucionalista ha elevado la deuda vasca de los 642 millones de euros que dejó Ibarretxe en abril de 2009 a los 6.798 millones de hoy, más de un 10,2 del PIB. La incertidumbre se acrecienta por la nula transparencia de Lakua y el entretenimiento propagandístico al que nos somete el lehendakari y su consejero de economía, Carlos Aguirre, émulos de Zapatero en el arte de sustituir la verdad económica con los más pretenciosos espejismos.
Como a Cataluña tras la desventura del tripartito, el socialismo y su adicción al préstamo traspasarán a Euskadi un legado ruinoso que lastrará durante décadas la recuperación económica y la creación de empleo. Liquidar la descomunal factura generada por López implicará, de entrada, que el próximo Gobierno vasco disponga de 800 millones de euros menos a principios de 2013 por la obligación de atender las amortizaciones derivadas de su desdichada gestión, con una deuda per cápita vasca de más de 3.100 euros, lo que convierte al pacto PSE+PP en la mayor catástrofe sufrida en Euskalherria desde las inundaciones del 83. Pero si estas fueron el resultado del infortunio, la quiebra pública es consecuencia de un voluntario empeño manirroto.
¿Pacto de izquierdas?
La cruel lección catalana es más que la evidencia de la voracidad deudora del socialismo. Es la genuina expresión del desastre del frentismo ideológico. No hay frentismo bueno, porque siempre proviene del fracaso en las urnas e implica una fractura social contraproducente. Catalunya se ha vacunado contra la aventura frentista y pienso que Euskadi, después del fiasco del bipartito y su punto de ilegitimidad, también rechaza la fórmula de toda unión excluyente. El aire fresco en la política solo puede venir de la transversalidad, el acuerdo realmente plural y abierto, realizado sobre bases constructivas y con madurez democrática.
A pesar de la palmaria enseñanza catalana, hay quien se muestra partidario de un acuerdo de gobierno entre la izquierda abertzale y el PSE, que podrían conformar una mayoría alternativa al PNV por mucho que los jeltzales ganasen con holgura los comicios autonómicos. Así se ha manifestado en DEIA Patxi Zabaleta, coordinador general de Aralar: «No descarto un pacto EH Bildu-PSE». En esta misma página de opinión José Luis Uriz escribió hace poco: “Quizás las próximas elecciones en Euskadi deberían dar un gobierno transversal en el que las izquierdas, la estatal y la abertzale renuncien a su incomunicación ancestral y demuestren su altura de miras y su apuesta por la reconciliación”. Querencias parecidas han expresado Iñaki Gabilondo, Gorka Landaburu y otros tribunos. Ninguno parece haber aprendido del irresponsable experimento catalán que, entre otras calamidades, ha dejado al socialismo roto en mil pedazos y a las arcas públicas en suspensión de pagos.
Aparte de que el país no está para trincheras ni aventuras y que el próximo futuro pasa por los acuerdos múltiples, fruto de la necesidad y la lucidez, la verdadera transversalidad es la que se atreva a acometer cambios estratégicos y no meras concesiones sectoriales. La transversalidad izquierda-derecha, como la de López con Basagoiti, es mucho más sencilla y menos valiosa que la transversalidad soberanismo-unionismo, donde el desentendimiento es radical. Dada la superación tácita de la dialéctica izquierda-derecha, no es complicado que los partidos se asocien en torno a un mismo programa. Lo fundamental es que puedan pactarse variaciones en el sistema jurídico-político que favorezcan la convivencia entre los dispares proyectos nacionales, sometidos hoy al rigor castrense de la Constitución española y un Estatuto superado, lo que desemboca en el actual desequilibrio democrático. La auténtica transversalidad es la que debe proyectar mutaciones en la monolítica arquitectura del Estado y relativizar el soberanismo a ultranza, ámbitos en los que cuesta ceder, porque hay ideología, concepto y sentimiento, el núcleo de nuestras tensiones políticas.
Algún provecho habrá que extraer de la experiencia catalana y del aciago periplo del Gobierno López. Ambos nos dejan ruinas económicas, que menoscabarán el bienestar durante muchos años, y muestran los dramáticos efectos de la experimentación con la ciudadanía. La próxima vez que alguien proponga un pacto frentista de cualquier signo, por favor, que antes mire a Cataluña y Euskadi.
Ver para crecer. Este era, hace veinte años, el eslogan intencional con el que ETB enfatizaba sus crecimientos de audiencia. El lema sería reutilizable hoy para destacar los niveles de aceptación de nuestra televisión pública, que ha subido más de tres puntos porcentuales en diez meses, fruto de las mejoras estratégicas introducidas en la programación por el rescatado director de Contenidos, Pello Sarasola. Los datos de julio otorgan a ETB2 un 10,2%, que en agosto podrían llegar al 11%. También el canal en euskera se ha recuperado de sus pésimos registros. Sí, creer es crecer, porque antes de que Sarasola enmendase la plana a Surio mucha gente había dejado de confiar en una desnaturalizada ETB, colonizada por Vocento y Prisa y convertida en objeto de revancha antinacionalista.
Sorprende el comportamiento de la audiencia de Euskadi en verano. Se dan dos curiosidades, al margen de que el consumo televisivo se reduzca una hora al día, de 259 minutos per cápita en invierno a 195 minutos en estío. Una es la influencia de la meteorología sobre los resultados, inversamente proporcionales al sol y la lluvia. Y la otra es que en julio y agosto las audiencias de ETB son siempre las mejores del año: la interpretación es que los seguidores habituales de nuestros canales salen menos de vacaciones que los espectadores de las demás cadenas. Un dato para la sociología.
Hasta el otoño queda por saber qué papel jugará ETB en la precampaña electoral, especialmente en espacios informativos y debates. Un gobierno desesperado es capaz de todo -ahí está la deriva sectaria del PP en TVE- y ya hemos visto cómo los teleberris se contaminan de propaganda y noticias debidamente comisariadas a favor del PSE. En su último periplo ETB tiene dos opciones: ser un gran foro de encuentro plural, capaz de recuperar la credibilidad perdida, o descender hasta lo más bajo en su indignidad y acabar transformada en cloaca de las miserias que alimentaron el desquite españolista. Sus rectores pueden elegir entre terminar con honra su mandato o salir como malhechores.
La benevolencia hacia el pasado es proporcional a las dudas que nos inspira el futuro y a la insatisfacción sobre el presente, de manera que las cosas de ayer nos parecen mejores que las de hoy y las que puedan venir mañana. En general, es una evaluación poco veraz e injusta, condicionada por la desesperación. Se necesita mucho olvido para sobrevalorar el pasado. Puede que el enaltecimiento del pretérito -el propio y el colectivo- sea una tendencia natural del ser humano en determinadas circunstancias, pero lo único que procura es frustración. Hay que tener mucho cuidado con la nostalgia, ese padecimiento del alma que nos arrastra hacia atrás y nos empuja a huir de la realidad hasta el punto de ser capaces de afirmar que todo (menos el sexo y la tecnología, eso sí) era mejor antes que ahora: la comida de antes, la educación de antes, el cine de antes, los juegos de antes, el fútbol de antes, la lluvia de antes, los negocios de antes, la vida y la gente de antes… y, por supuesto, los políticos de antes. ¿Qué metodología fiable y qué datos objetivos se han utilizado para llegar a semejante conclusión? Obviamente, es una deducción de viejos cabreados y jóvenes desinformados.
Lo correcto sería aceptar contra toda impresión personal que ni la clase política actual es tan mala, percibida por los ciudadanos como el tercero de sus problemas, según las encuestas del CIS; ni los políticos de hace dos o tres décadas eran tan buenos, como subjetivamente sostiene una parte de la opinión pública y cierta prensa. Estas diferencias de opinión están sustentadas en la limitada información que sobre la actividad política manejábamos tiempo atrás, en comparación con el apabullante conocimiento del que hoy disponemos sobre el quehacer cotidiano de nuestros dirigentes. Este factor informativo es el mismo que induce a la modernidad al pesimismo vital por asistir en tiempo real a todas las desgracias del mundo, que aún así son muchas menos de las que antes sucedían cerca y lejos de nosotros, pero que los seres humanos ignorábamos. Tener o no tener noticias, esa es la cuestión de la opinión.
Cuidado con la memoria
La clase dirigente pasada vivió un tiempo convulso y personalizó la proyección de los miedos y perplejidades de la sociedad de su época tras el final del franquismo. Los políticos de la transición fueron una improvisación, un apaño para salir de una crisis inédita. En general, carecía de capacidad para la gestión de aquel empeño histórico y se apoyó en idearios y métodos de organización obsoletos en el mundo democrático. De ninguna manera puede mitificarse una labor repleta de cobardías y transigencias éticas, que permitió la autotransformación de la dictadura, la consolidación del heredero monárquico designado por el dictador y la impunidad de los crímenes de cuarenta años. Nos regalaron una democracia averiada y tutelada por los cuarteles. ¿Hicieron lo que pudieron? ¿Estuvieron a la altura de las circunstancias? Hay muchas dudas.
No se puede caminar por la historia con la memoria dormida. ¿No fue Adolfo Suárez el modelo del franquista reconvertido, el que por narcisismo y ambiciones personales se transmutó, de la noche a la mañana, en paladín democrático y hacedor de la gran chapuza de la transición de cuyas contradicciones fue finalmente víctima? ¿Cabe considerar al socialista Felipe González como un gran estadista y líder carismático, un hombre que acabó enfangado en una descomunal corrupción y siendo responsable de los crímenes de Estado perpetrados por los GAL? ¿Vamos a olvidar quién fue Fraga Iribarne, ministro de una dictadura criminal, cómplice del terrorismo policial y cabeza de una derecha que negó para Euskadi autonomía, símbolos e instituciones? ¿Cuándo se hizo demócrata Santiago Carrillo en medio de su viejo pensamiento totalitario? ¿Qué tienen de admirables estos y otros políticos de pasados años?
A los políticos de entonces, también a los líderes vascos, les sobraba ilusión, es cierto. Como a toda la sociedad; pero tener sueños no les hacía más competentes ni suponía un mérito o compensación por sus carencias. A aquella clase política le faltó grandeza, no por inexperiencia, sino porque no nos dijo la verdad y nos ocultó asuntos fundamentales. Con los medios y técnicas informativas de hoy la actuación de aquellos dirigentes sería ampliamente reprobada: el buen crédito que se les atribuye es resultado de nuestra inocencia democrática.
El buen cartel de los políticos de la transición procede también de que eran más sobrios y “más baratos”. Y puede que hasta fueran más honrados, lo que contrasta con la mala imagen que padecen los responsables públicos actuales por el cúmulo de sus privilegios y el número de profesionales electos o nombrados que trabajan para la Administración. Aquí surge un problema de percepción del valor calidad/precio, porque la eficacia de la gestión pública es hoy muy superior a la desarrollada en décadas precedentes. Lo que antes se podía disculpar a un político hoy sería imperdonable: nuestra ingenuidad se ha transformado en exigencia.
Todo ha cambiado
Nos hallamos en una sociedad radicalmente diferente a la que conocimos tres décadas atrás. Vivimos mejor, pero insatisfechos. La calidad democrática es superior a la que antes conocimos; pero el problema es que permanece estancada y sus niveles de transparencia y competencia son inferiores a los que hubiésemos deseado. Parece que la clase política se ha atrincherado y no está predispuesta a una relación más participativa, abierta e intensa con la comunidad. Se diría que ha perdido el contacto con la calle y está a la defensiva frente a la opinión que la cuestiona. Los partidos hoy son como esas empresas obsoletas cuyo producto ya no se vende y aún así creen poder seguir actuando como si el mercado -los ciudadanos, los electores- fuera el de siempre.
Es verdad que la política se ha profesionalizado, cuando debería considerarse un servicio transitorio; pero no es menos cierto que la democracia tienen poderosos enemigos que concentran sus ataques en su punto más frágil -los partidos- para enajenar las libertades y derivarlas a un severo control tecnocrático, un riesgo real que debería obligarnos a diferenciar la crítica racional a la clase política, en base a hechos concretos, de las estrategias de derrumbe ideológico que buscar arruinar el sistema de libertades aprovechando nuestro desengaño. Desconfío de las entidades y medios que hacen del derribo de la clase política su afán de cada día y se permiten patrocinar la instauración de un nuevo orden que satisfaga sus ambiciones e intereses. Mucho cuidado con los déspotas y cínicos disfrazados de censores de nuestro imperfecto sistema democrático.
Los políticos en España y Euskadi han cambiado de ayer a hoy lo mismo que hemos cambiado todos, no siempre a mejor: de la ilusión hemos pasado al desencanto, del activismo a la apatía, de la ideología a la tecnocracia, del discurso a la retórica, de la autoconfianza al pesimismo, de la sensibilidad a la indiferencia, de la verdad a la apariencia… Por mi parte, con la confianza no perdida en la indispensable sociedad política, hago mías las palabras de Ernst Jünger contra la tiranía del ayer: “Una acción correcta o bella se caracteriza por su capacidad de enmendar el pasado”.
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