La noche traicionada por el fútbol

La noche del miércoles, 27 de junio, en Euskadi tuvo dos caras, como la luna. La visible se mostró con forma de balón y consiguió que la miraran más de 500.000 espectadores, un 63,7% de la audiencia, inferior a la media española. Y la cara oculta acogió el  drama de las otras víctimas, protagonistas del soberbio documental Por quién no doblan las campanas, producido por K2000 para ETB2, que, por una calculada confrontación con el fútbol, apenas obtuvo 40.000 seguidores, un triste 7%. Quizás los jefes de la televisión pública pensaron que era conveniente que la realidad histórica vasca continuara, como la luna, con un lado invisible, haciendo coincidir el relato trágico de los olvidados con el espectáculo banal de la Roja. Solo así se entiende que eligieran la misma fecha y hora para el homenaje a los damnificados por la policía y la dictadura.

A este desprecio se añadió el agravante de nocturnidad, pues el reportaje se prolongó hasta mucho después de media noche, porque la entrevista a Idoia Mendía, portavoz de la propaganda gubernamental, tenía preferencia sobre los marginados de la historia. Tras el audiovisual, a la noche traicionada le esperaban otras dos embestidas: el debate, solo apto para insomnes, llegó hasta la una y media de la madrugada y la parlamentaria Laura Garrido, del PP, marcó una oprobiosa frontera de dolor entre las víctimas de ETA y las otras, porque todavía hay categorías.

 La película es un regalo de dignidad de las familias de los asesinados y un ejemplo de serena reclamación de justicia frente a quienes exhiben su sufrimiento con ira. Al desgarro de los hechos le faltó la denuncia de la vejación informativa que sufrieron las víctimas por El Correo Español y otros medios, que jamás se disculparon por su ignominia. Hemingway, de quien se toma el título del relato, lo hubiera contado todo y nunca usaría palabras como “excesos policiales” o “abusos de Estado” para describir crímenes y torturas salvajes. Nos mostraría sin miedo la cara oculta y honraría la noche en que los olvidados tenían la palabra.

Tribus corporativas, la última amenaza

Todos somos marca. Tenemos identidad, logotipo y signos que nos distinguen de otras personas-marca. Y estamos en un mercado competitivo en busca del éxito económico, el reconocimiento y la felicidad en el amor, la amistad y la familia. Nuestra identidad es el nombre, firma, huella y ADN. Nuestro logo es la cara y el formato corporal. Y nuestros signos son los mensajes que emitimos, el vestir, la cultura y otros factores visibles e intangibles. La imagen corporativa de cada uno sería el balance de la percepción de los demás sobre nosotros. Por eso, es importante afirmarnos como poseedores de una marca individual, única e irrepetible, que estamos obligados a defender en la medida que acompaña nuestro proyecto de vida.

Quiero decir que, dejando a un lado la dimensión espiritual, cuanto más radical es nuestro concepto de marca propia menos expuestos estamos al gregarismo y la manipulación por las ideologías y el consumismo volátil. Una prueba de esta despersonalización es el hábito bobo de los ejecutivos de empresa de vestir con atuendo corporativo: los de Iberdrola van con corbata verde; los del Banco Santander la llevan roja, los del BBVA, azul y los de Euskaltel, naranja. Y así se les ve en las juntas de accionistas y en sus apariciones en televisión, uniformados como coreanos del Norte y satisfechos con su etiqueta de tribu corporativa. ¿Y cómo distinguen a las mujeres ejecutivas? Ah, no hay señoras en el puente de mando. Por favor, que no cunda el ejemplo o nuestra identidad-marca acabará reducida a una insignia y un colorín.

La tele influye en la disolución identitaria al fomentar, mediante el enmarcado informativo y el marquismo exacerbado, la búsqueda de refugio en los iconos de moda, tal vez por lo insoportable que resulta vivir sin bandera. ¿Sabía usted que el tatuaje más recurrente es el logo de Nike? Frente a esta idolatría enajenante, Naomi Klein propuso el “No logo”; pero la respuesta no es la iconoclastia, sino activar las 6.840.507.003 marcas únicas e irrepetibles que hoy habitan el planeta.

Operación «reyscate»: al rescate del rey

Rescate es la palabra de moda. Y todo por el empeño de Rajoy y sus ministros en evitar su mención como si de un maleficio se tratase. Huir de la realidad es escapar de las palabras que la describen: cáncer, muerte, paro, desafecto, soledad, pobreza… Rescate es a Rajoy lo que crisis fue a Zapatero, humildes sustantivos que, por negarlos, se han convertido en sus más feroces enemigos. Con la realidad lo único inteligente que podemos hacer es gestionarla sin temor, pactando con ella una existencia soportable. Exactamente la estrategia opuesta a la que los responsables de comunicación del rey de España han emprendido para salvar el prestigio social de un monarca cojo sin remedio, pero con padecimientos mucho peores.

Los ejecutivos de Zarzuela han requerido a las cadenas de televisión no exhibir la cojera del jefe del Estado, por lo que deben optar imperativamente por imágenes estáticas del rey, planos dinámicos de rodillas para arriba y escenas lejanas del renqueante soberano. Exigen a la tele un rey irreal y saludable, manipulado. ¿Un gesto de compasión hacia el anciano? Nada de eso. El objetivo es evitar que la imagen de su declive físico se asimile a la decadencia monárquica, después de que se conociesen las aventuras paquidérmicas en estos tiempos de miseria, unidas a negocios inconfesables y el probable encubrimiento de las fechorías del yerno. A esta operación cosmética de rescate del rey le llaman el reyscate.

¿Acaso el deterioro natural afecta a la reputación pública? Algunos teóricos de la comunicación creen que sí; pero para desmentirlos están el superministro alemán de finanzas, Wolfgang Schäuble, que se pasea en silla de ruedas por la Eurozona, y José Javier Esparza, que con un parche en el ojo presenta un magazine en Intereconomía. Quizás las precariedades nos hacen más dignos. Hay cojos ilustres, como el Dr. House y Lord Byron. Y gracias a la miopía y la presbicia usamos gafas, esa prótesis cristalina que enaltece nuestra cara. Pero el problema del rey no son los andares, sino sus andanzas.

La sonrojante historia de «la Roja»

NO hay que mezclar deporte con política». Quien te lanza este mensaje, poniéndose estupendo con la estética de los principios, apela a una distinción virtuosa que no se ha cumplido casi nunca. Ni en la vieja URSS o la caduca Cuba castrista, urgidas de propaganda para sus regímenes, y tampoco en las democracias. Ni mucho menos en la España franquista y el actual Estado posborbónico. Deporte y política, por interés táctico de esta última, han estado siempre entreverados y no hay país que renuncie al baño de autoestima colectiva derivado de las hazañas de sus jugadores y atletas, como antaño ocurría con los héroes militares. ¿Y por qué, si todos los pueblos quieren estar representados en la asamblea universal de la competición lúdica, a Euskadi se le niega el mismo derecho a reivindicar su identidad diferencial por medio de sus selecciones oficiales y competidores de élite? Si el balón rueda en el campo de la política, también Euskadi quiere entrar en juego.

Si se obligase a separar deporte y política, habría que decretar la suspensión de los Juegos Olímpicos, al igual que todos los certámenes internacionales. En el momento en que dos países rivalizan en una cancha y sus ciudadanos lo perciben según sus respectivas identidades patrióticas ya hay un hecho político: simbólico, sí; pero de innegable sentido político. Es natural: el planeta es un gran mosaico de naciones. Y no digamos si los pueblos representados en sus selecciones tienen litigios históricos: Argentina contra Inglaterra, Bosnia frente a Serbia, USA contra Cuba… Lo que resulta cínico es que cuando España hace política con el deporte (ahora vamos con la Roja) se valore como acto institucional normalizado y cuando lo intenta Euskadi reciba por igual acción el calificativo de identitario. Eso es trampa. Precisamente es a la distinción de las identidades locales a lo que juega el deporte en los foros mundiales, todo ello revestido de convivencia, espectáculo y gran negocio. Parafraseando a Foucault, podría decirse que el deporte es la continuación de la guerra por otros medios.

Al rescate de España

En un evento previo a la Eurocopa, el presidente español, Mariano Rajoy, pidió a los componentes de la selección de fútbol «proporcionar un subidón de moral al país en estos tiempos tan difíciles». He aquí una declaración de sentimiento patriótico, es decir, una manifestación política. Más o menos lo mismo que solicitábamos a los jugadores del Athletic respecto de Bizkaia y Euskadi en sus últimas finales, con la diferencia de que nadie replica la politización de Rajoy, pero sí a que los seguidores vascos manifiesten de una u otra forma su afiliación nacional durante un partido.

Alrededor de la Roja, al igual que con otros deportistas de élite, tiene organizada España una estrategia de afirmación nacional que no pasa desapercibida. Es perceptible que las autoridades y los grandes grupos de comunicación usan el prestigio y los triunfos deportivos españoles como instrumento para la idealización del orgullo estatal, a falta de valores más sustanciales, como la reputación de sus intelectuales, escritores, científicos y, en primera instancia, su potencia estratégica, económica y cultural en el mundo. El Estado pretende que la marca España, que sigue asociada al jolgorio, los toros y el flamenco, y ahora también al despilfarro y el desgobierno, se asimile a los éxitos de Nadal, Alonso, Gasol y, como digo, la Roja. Si la táctica de autoestima del Estado por medio del deporte tuviera como objetivo potenciar la marca España en el mercado competitivo, no me parecería mal a pesar de ser una opción cutre y desesperada. Pero si su intención es vender dentro y fuera una identidad absoluta de España e impugnar con ella toda réplica a su monolítica estructura y las dinámicas internas que la contradicen, entonces resulta despreciable al incurrir en sectarismo.

El Estado fía la reparación de su maltrecha imagen externa a los triunfos de la Roja; pero su prioridad es que la exaltación deportiva contribuya, por su poderío emocional, a unificar los territorios y ciudadanos de España en un proyecto indiscutible, de manera que lo que no consigue con la fuerza de la razón aspira a obtenerlo con las trampas del corazón. El fútbol sale al rescate de España. Planteado así, no ganar la Eurocopa será una catástrofe frustrante y perdería la batalla simbólica en la que se ha empeñado contra los disidentes vascos y catalanes. Eso es lo malo de sostenerse en los márgenes del azar y la aventura, en vez de hacerlo sobre valores reales y profundos.

¿A qué juega la Federación?

El afán político-deportivo viene de lejos. Ignoro en qué estamento recayó al comienzo de la transición la misión de cambiar la percepción de los ciudadanos sobre la bandera rojigualda y desfranquistar España, hasta entonces equiparadas a la dictadura. El caso es que ese organismo pensó que a través del fútbol y la selección estatal -la única dimensión cuantitativa que existía en aquella sociedad- podría conseguirse la exhibición del flamear masivo de las banderas españolas en actos públicos y una popularización democrática del himno. El objetivo era sustituir la imagen de los símbolos de las concentraciones fascistas de la Plaza de Oriente por la proyección festiva de los mismos elementos. Los mismos símbolos deberían contener un significado diferente y todo esto se hizo calculadamente con la Federación Española de Fútbol. Primero con Porta y después con Villar.

Lograda la democratización icónica, había que acceder a una meta superior: prestigiar la unidad del Estado, identificada en la selección de fútbol, y batir los nacionalismos rebeldes explotando las contradicciones de sus integrantes vascos y catalanes. La táctica consistía en asimilar el sentimiento de «los nuestros» (jugadores de Cataluña y Euskadi) al deseo de su triunfo con la Roja y, consecuentemente, al júbilo por el éxito colectivo de España, todo un periplo emocional que ha exigido a las autoridades federativas garantizar que siempre hubiera jugadores de «los nuestros» en el equipo, a costa incluso de forzar su menor competencia. El colmo fue tener un entrenador vasco del combinado estatal.

En este propósito uniformador se inscribió la iniciativa (?) y posterior fracaso de la Federación de dotar de letra a la melodía del himno español para que se cantase a coro en los estadios. ¿Hay algo más absurdo que un ente deportivo instando a la formulación de un símbolo estatal? De este trasiego malvado de emociones y politización fanática surgió, por reacción, el deseo extendido en Euskadi y Cataluña de la derrota de la Roja, sin que por ello se pretendiera el fiasco de «los nuestros», a quienes se quisiera ver ganar en nuestras propias selecciones oficiales y clubes que, eso sí, juegan en las competiciones de España: otra contradicción no resuelta, pero que se sobrelleva a falta de mejor alternativa por ahora.

¿Deporte y política separados? La Eurocopa estos días y los Juegos Olímpicos después son un empacho icónico de las diferentes nacionalidades. Himnos, estandartes y orgullo patrio a raudales. Ahí está y estará España desarrollando su táctica sonrojante, con el juego sucio de su falsa representación de Euskadi, a la que hurta el derecho a participar con su nombre, bandera y dignidad en la parafernalia del multinacionalismo universal.

Rajoy, el Fujitsu

http://www.youtube.com/watch?v=cVgOwclKiBI

Por su propensión al silencio, el presidente español podría adoptar el eslogan de la marca multinacional de aire acondicionado: Mariano Rajoy, el Fujitsu. El silencio es el arrullo del sueño y los poetas («me gustas cuando callas porque estás como ausente», escribió un enamorado Neruda); pero para un gobernante es una declaración de cobardía, como andar huido, una actitud de desidia. El Fujitsu de Rajoy es tan clamoroso que sus ministros y dirigentes del PP no saben cómo llenar ese vacío y compensar todo lo que el gallego calla, ensimismado. Compadezco al director de comunicación de La Moncloa: tiene que ser frustrante verse obligado a enviar notas de prensa en blanco todos los días. Mientras el Estado va a ser rescatado para evitar su quiebra y las incertidumbres se ceban en la gente, su máximo responsable se niega a aparecer en público con los mensajes y el temple que en estas circunstancias se requieren: decir la verdad y proponer alguna esperanza que no sea Aguirre, ejercer el liderazgo.

¿Tiene Rajoy un problema de timidez y fobia a las cámaras? ¿O ha perdido el control de la situación ante lo cual opta por no dar la cara? Quizás nadie le dijo que gobernar es comunicar, que es como abrirse el alma para generar confianza, ese capital, más importante que el dinero, volatilizado tras años de mentiras. ¿Que las cosas no se arreglan hablando a los ciudadanos, dice usted? ¿Que es mejor que Rajoy no diga nada, porque carece de capacidad de convicción y espíritu de ánimo frente a la crisis? Tal vez, pero el Fujitsu cobarde del presidente es un estrago añadido a la crudeza de los problemas.

Por fin, para compensar la frivolidad de su presencia en la Eurocopa, Rajoy rompió ayer su Fujitsu y compareció ante la opinión pública, improvisadamente y de mala gana. Suena a solemnidad lo que debiera ser ordinario. Es extraño. Cualquier otro político se moriría de placer por un minuto en la tele; y sin embargo, a Rajoy mucho tiempo en pantalla le produce canas. Demasiado apego al Fujitsu para ser presidente.