NO hay que mezclar deporte con política». Quien te lanza este mensaje, poniéndose estupendo con la estética de los principios, apela a una distinción virtuosa que no se ha cumplido casi nunca. Ni en la vieja URSS o la caduca Cuba castrista, urgidas de propaganda para sus regímenes, y tampoco en las democracias. Ni mucho menos en la España franquista y el actual Estado posborbónico. Deporte y política, por interés táctico de esta última, han estado siempre entreverados y no hay país que renuncie al baño de autoestima colectiva derivado de las hazañas de sus jugadores y atletas, como antaño ocurría con los héroes militares. ¿Y por qué, si todos los pueblos quieren estar representados en la asamblea universal de la competición lúdica, a Euskadi se le niega el mismo derecho a reivindicar su identidad diferencial por medio de sus selecciones oficiales y competidores de élite? Si el balón rueda en el campo de la política, también Euskadi quiere entrar en juego.
Si se obligase a separar deporte y política, habría que decretar la suspensión de los Juegos Olímpicos, al igual que todos los certámenes internacionales. En el momento en que dos países rivalizan en una cancha y sus ciudadanos lo perciben según sus respectivas identidades patrióticas ya hay un hecho político: simbólico, sí; pero de innegable sentido político. Es natural: el planeta es un gran mosaico de naciones. Y no digamos si los pueblos representados en sus selecciones tienen litigios históricos: Argentina contra Inglaterra, Bosnia frente a Serbia, USA contra Cuba… Lo que resulta cínico es que cuando España hace política con el deporte (ahora vamos con la Roja) se valore como acto institucional normalizado y cuando lo intenta Euskadi reciba por igual acción el calificativo de identitario. Eso es trampa. Precisamente es a la distinción de las identidades locales a lo que juega el deporte en los foros mundiales, todo ello revestido de convivencia, espectáculo y gran negocio. Parafraseando a Foucault, podría decirse que el deporte es la continuación de la guerra por otros medios.
Al rescate de España
En un evento previo a la Eurocopa, el presidente español, Mariano Rajoy, pidió a los componentes de la selección de fútbol «proporcionar un subidón de moral al país en estos tiempos tan difíciles». He aquí una declaración de sentimiento patriótico, es decir, una manifestación política. Más o menos lo mismo que solicitábamos a los jugadores del Athletic respecto de Bizkaia y Euskadi en sus últimas finales, con la diferencia de que nadie replica la politización de Rajoy, pero sí a que los seguidores vascos manifiesten de una u otra forma su afiliación nacional durante un partido.
Alrededor de la Roja, al igual que con otros deportistas de élite, tiene organizada España una estrategia de afirmación nacional que no pasa desapercibida. Es perceptible que las autoridades y los grandes grupos de comunicación usan el prestigio y los triunfos deportivos españoles como instrumento para la idealización del orgullo estatal, a falta de valores más sustanciales, como la reputación de sus intelectuales, escritores, científicos y, en primera instancia, su potencia estratégica, económica y cultural en el mundo. El Estado pretende que la marca España, que sigue asociada al jolgorio, los toros y el flamenco, y ahora también al despilfarro y el desgobierno, se asimile a los éxitos de Nadal, Alonso, Gasol y, como digo, la Roja. Si la táctica de autoestima del Estado por medio del deporte tuviera como objetivo potenciar la marca España en el mercado competitivo, no me parecería mal a pesar de ser una opción cutre y desesperada. Pero si su intención es vender dentro y fuera una identidad absoluta de España e impugnar con ella toda réplica a su monolítica estructura y las dinámicas internas que la contradicen, entonces resulta despreciable al incurrir en sectarismo.
El Estado fía la reparación de su maltrecha imagen externa a los triunfos de la Roja; pero su prioridad es que la exaltación deportiva contribuya, por su poderío emocional, a unificar los territorios y ciudadanos de España en un proyecto indiscutible, de manera que lo que no consigue con la fuerza de la razón aspira a obtenerlo con las trampas del corazón. El fútbol sale al rescate de España. Planteado así, no ganar la Eurocopa será una catástrofe frustrante y perdería la batalla simbólica en la que se ha empeñado contra los disidentes vascos y catalanes. Eso es lo malo de sostenerse en los márgenes del azar y la aventura, en vez de hacerlo sobre valores reales y profundos.
¿A qué juega la Federación?
El afán político-deportivo viene de lejos. Ignoro en qué estamento recayó al comienzo de la transición la misión de cambiar la percepción de los ciudadanos sobre la bandera rojigualda y desfranquistar España, hasta entonces equiparadas a la dictadura. El caso es que ese organismo pensó que a través del fútbol y la selección estatal -la única dimensión cuantitativa que existía en aquella sociedad- podría conseguirse la exhibición del flamear masivo de las banderas españolas en actos públicos y una popularización democrática del himno. El objetivo era sustituir la imagen de los símbolos de las concentraciones fascistas de la Plaza de Oriente por la proyección festiva de los mismos elementos. Los mismos símbolos deberían contener un significado diferente y todo esto se hizo calculadamente con la Federación Española de Fútbol. Primero con Porta y después con Villar.
Lograda la democratización icónica, había que acceder a una meta superior: prestigiar la unidad del Estado, identificada en la selección de fútbol, y batir los nacionalismos rebeldes explotando las contradicciones de sus integrantes vascos y catalanes. La táctica consistía en asimilar el sentimiento de «los nuestros» (jugadores de Cataluña y Euskadi) al deseo de su triunfo con la Roja y, consecuentemente, al júbilo por el éxito colectivo de España, todo un periplo emocional que ha exigido a las autoridades federativas garantizar que siempre hubiera jugadores de «los nuestros» en el equipo, a costa incluso de forzar su menor competencia. El colmo fue tener un entrenador vasco del combinado estatal.
En este propósito uniformador se inscribió la iniciativa (?) y posterior fracaso de la Federación de dotar de letra a la melodía del himno español para que se cantase a coro en los estadios. ¿Hay algo más absurdo que un ente deportivo instando a la formulación de un símbolo estatal? De este trasiego malvado de emociones y politización fanática surgió, por reacción, el deseo extendido en Euskadi y Cataluña de la derrota de la Roja, sin que por ello se pretendiera el fiasco de «los nuestros», a quienes se quisiera ver ganar en nuestras propias selecciones oficiales y clubes que, eso sí, juegan en las competiciones de España: otra contradicción no resuelta, pero que se sobrelleva a falta de mejor alternativa por ahora.
¿Deporte y política separados? La Eurocopa estos días y los Juegos Olímpicos después son un empacho icónico de las diferentes nacionalidades. Himnos, estandartes y orgullo patrio a raudales. Ahí está y estará España desarrollando su táctica sonrojante, con el juego sucio de su falsa representación de Euskadi, a la que hurta el derecho a participar con su nombre, bandera y dignidad en la parafernalia del multinacionalismo universal.