Desde que Adolfo Suárez hiciera historia con aquella lapidaria estupidez, tan petulante y afectada, de “puedo prometer y prometo”, nadie había vuelto al discurso espeso de las promesas. Hasta hoy, Día del Seminario, en el que la Conferencia Episcopal Española ha lanzado una campaña de contratación de nuevos curas con una letanía de promesas cuyo cumplimiento no puede acreditar. ¿Publicidad engañosa? La Iglesia, que inventó la comunicación de masas, ofrece con obvia frivolidad lo más deseado por todos: un trabajo fijo, un valor material y no lo que le es propio, un proyecto espiritual. Es la primera de las veintitrés promesas que formula en su anuncio. La última, la más incierta: “No te prometo una vida de aventuras, te prometo una vida apasionante”. Se equivocan nuestros obispos si creen que adoptando la retórica publicitaria pueden enmascarar el fracaso de su ejemplo cotidiano. ¿Significa esto que se sustituye la llamada de Dios a la vocación sacerdotal por unos spots de televisión?
Claro que la Iglesia debe utilizar las avanzadas técnicas de persuasión, incluyendo las redes sociales. ¿No le pedíamos que se modernizara? El problema está en el mensaje engolado y volátil que contiene su campaña: “Te prometo la certeza de que has sido elegido”, “te prometo que tu riqueza será eterna”… excesos emocionales que no se corresponden con lo esencial: el cura no es un currela, es un ser más humilde que los demás con la misión de mantener vivo el designio compasivo de Cristo. Por cierto, no hay ninguna promesa sobre el celibato, punto crítico de este oficio.
Déjense de delirios sentimentales y pregúntense por qué nadie quiere ser religioso profesional. Como las marcas en declive, nuestra Iglesia se engaña soñando en que una campaña resolverá su crisis de ventas y redimirá los defectos de su producto. No es un problema de comunicación. Quizás es que la gente ha madurado y ya no necesita tutelas para su alma ni intermediarios con Dios. ¿Y si resultara que también sin curas es posible encontrar la verdad y la razón de la vida?
La primera cadena de ETB refleja a la perfección las contradicciones de Euskadi con el euskera: exigencia de la lengua vasca, pero disidencia en su uso, una paradoja que es la causante de que el consumo de ETB1 no se corresponda con el avance de la población euskaldun: el 32% de los ciudadanos mayores de 16 años es bilingüe, según un reciente estudio de Lakua. ¿Y cómo se entiende que de 600.000 personas que conocen el euskera solo una mínima parte conecte con la televisión que habla su mismo idioma? Quizás es que ETB1 importa más como canal al servicio de una perseverante normalización lingüística que como emisora competitiva, como ETB2, nacida de su costilla. Es una explicación incompleta, porque hubo un tiempo cercano en que la tele en euskera tenía mucha más aceptación.
Cuando López y Basagoiti ubicaron a Surio e Idígoras, un devoto socialista y otro del PP, al frente de nuestra radiotelevisión pública, ETB1 registraba una audiencia del 3,6%. No digo que fuera para lanzar cohetes; pero hoy, tres años después, es del 1,7%, al borde de la marginalidad y sin horizonte de mejora. ¿Por qué se ha producido esta catástrofe? Es obvio que la pareja directiva relajó el compromiso de EITB con el euskera y esa fatal indiferencia ha penetrado en la programación y desdibujado su peculiar modelo generalista. Sin talento ni relevos -hitos comparables a Goenkale o Mihiluze– su alma ha ido descomponiéndose a medida que ETB3 le sustraía determinados contenidos. Luego el problema no es solo lingüístico. También es de gestión y de cómo equilibrar en un mercado versátil lo importante como sociedad con lo que nos gusta como individuos. Demasiado para un dúo incompetente.
Si Pello Sarasola está rescatando a ETB2 del hundimiento, tiene que conseguir también salvar a ETB1. Se sabe que le falta el apoyo de la dirección y le sobra el boicoteo de Idígoras a sus iniciativas. Deben dejarle trabajar para que cuando la revancha de López haya concluido podamos, euskaldunes y eternos aprendices, seguir disfrutando de la versión original de ETB.
A los asuntos pendientes les llega su hora resolutiva y en esa hora tardía se ventila un problema agravado por todo el tiempo de demora. Detrás de cada asunto pendiente hay una circunstancia forzosa, una desidia disfrazada de prudencia o, lo más probable, algún tipo de cobardía o puro miedo. La política y las organizaciones ineficaces rebosan de expertos en la prórroga de decisiones ineludibles. En el gran depósito de los asuntos pendientes, situado en la memoria colectiva, duermen hasta que puedan ser atendidos o mueran en el olvido dejando un reguero de frustración y engaño. Al final, la vida de todos es la historia de unas pocas realizaciones e incontables causas aplazadas, finalmente perdidas.
¿Cuántos temas retrasados hemos acumulado aquí durante estos años? Muchos, ciertamente, derivados del terrorismo y las réplicas antidemocráticas que surgieron del Estado al amparo de su defensa. Concluida la trágica existencia de ETA, los deseos aplazados salen del cajón y exigen ahora una respuesta concluyente. Uno de ellos es la anhelada salida de las fuerzas policiales españolas de tierra vasca, justificada sobre dos argumentos: la desaparición del motivo que provocaba su excepcional presencia (razón patente) y la fobia que suscitan las policías estatales en Euskadi (razón latente).
Hagámonos el favor, en esta hora esperanzada, de decirnos la verdad cara a cara. La hostilidad a la presencia en Euskadi de las FCSE (fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado), cifrados actualmente en 4.000 efectivos, no ha sido exclusiva de la izquierda abertzale, sino que se extendía a gran parte de la sociedad vasca. Sin embargo, debido a la fiereza continuada de las acciones terroristas y al hecho de que los policías fueran también sus víctimas reducían la exteriorización de esta antipatía. Por responsabilidad y comedimiento, incluso por estética.
Con este condicionante, el sentimiento antipolicial había quedado enmascarado y permanecía solapado por el trauma terrorista en el registro de los temas irresueltos. Aun así se recrudecía con cada episodio de abuso, tortura y muerte, cuyo cénit fueron los GAL y sus crímenes impunes. La expresión emocional -y también racional- contra la presencia de las FCSE ha sido constante y categórica, a pesar de la dificultad de separar ese sentimiento de la repulsa general de la violencia. A esto algunas conciencias inquisidoras le llamaban equidistancia, cuando solo era claridad de criterio moral.
¿Qué significaba “que se vayan”?
Del clamor reivindicativo del que se vayan de los años 70 y 80 al alde hemendik continuador, patrimonializado por la izquierda abertzale, hay una diferencia cualitativa, pues transita de un lema de aceptación mayoritaria a un eslogan particular cuya incoherencia ética consistía en contraponer el apoyo al activismo de ETA con la fuerza policial que lo reprimía. El rechazo de la presencia de la policía española en Euskadi no fue nunca un impulso irracional antisistema, ni era solo el reflejo natural de una época de brutalidad de los agentes del Estado contras las libertades y los ciudadanos vascos. Era tanto la consecuencia de una inextinguible identificación de las FCSE con la dictadura, como la legítima aspiración de una alternativa vasca en materia de seguridad. ¿Qué fue la Ertzaintza, además de una vieja reclamación histórica, sino la expresión del deseo de disponer una policía propia, solvente, democrática, limpia de pasado vergonzante y nacida del pueblo? La larga experiencia terrorista, que también se cebó con la policía autónoma, ha contribuido, como otras manipulaciones asociadas a ETA, a la falsa creencia de que las FCSE habían superado su repudio entre la población. Nada más lejos de la realidad. Este sentimiento y el referente sociopolítico que le precedía han permanecido muy vivos y ahora, extinguidas las circunstancias que los condicionaban, resurgen con vigor para exigir su cumplimiento.
Los abusos y crímenes policiales en Euskadi durante y después del franquismo no han quedado impugnados por la actuación, tantas veces discutible, de las FCSE contra ETA. Euskadi ha permanecido atrapada entre dos estrategias militares que se retroalimentaban. La distancia entre la ciudadanía vasca y la policía española tiene profundas causas históricas, pero también es física, como lo reflejan las casas-cuartel y comisarías-bunker donde se refugian sus moradores, alejados de nuestros pueblos y ciudades, no para protegerse de los ataques, sino porque están pensadas para remarcar su soledad y la discordia entre dos mundos irreconciliables. Dicho de otra manera, la enemistad es mutua. La aversión a la policía española forma parte de un discurso político intachablemente democrático, el autogobierno y el desprecio a la violencia. A pesar de esto durante años se atribuyó a los ciudadanos cierta connivencia con ETA por su repulsa de las tácticas antiterroristas del Estado y sus agentes. Tantas injurias gratuitas ahondaron esta brecha.
Una salida honrosa
ETA ha cesado su periplo criminal. ¿Pretende el Estado que sigamos soportando la hiperpresencia policial? ¿O quiere retrasar por tiempo indefinido la retirada de la Guardia Civil y la Policía Nacional por no ceder en lo simbólico, al entender que con el repliegue se debilita en la CAV de cara a futuras demandas nacionalistas? ¿No será que España desconfía de la Ertzaintza, a la que percibe como parte de la empresa soberanista? Llegada la paz, es absurdo mantener la dotación de 4.000 agentes españoles junto a nuestros 8.000 ertzainas. Prolongar semejante densidad policial es política y económicamente insostenible. Y una provocación.
El Estado tiene dos opciones: ser resolutivo acometiendo la operación salida con criterios técnicos y de racionalidad política o mantener la concentración policial en su larga lista de asuntos podridos. Se trata de actuar honrosa o deshonrosamente. Lo honroso es reconocer la realidad de la gravosa y artificial conservación en suelo vasco de tantos efectivos y proceder a su paulatino repliegue. Eso sí, no esperen que en esa hora feliz salgamos a despedirles con música y palmas, bañados en lágrimas de aflicción. Permítanos ser sinceros con nuestro alborozo en tan ansiado momento. Así se producirá una retirada honorable en la que no faltará nuestro respeto y podrá cumplirse lo indicado en el artículo 17.1 del Estatuto de Gernika, que otorga a la Ertzaintza la plena competencia en seguridad con determinadas excepciones. ¿No habíamos quedado en eliminar las duplicidades? Aquí tienen un caso de libro para acometer ese propósito de eficiencia, si es que la voluntad mayoritaria de Euskadi no les parece sobrada razón.
Queda la opción deshonrosa. La de prolongar indefinidamente el statu quo policial y escapar después furtivamente para que su marcha no se interprete como capitulación. Cuanto más castrense sea la fórmula del repliegue, menos digna resultará. Porque aquí no ha existido una guerra, sino un largo episodio de terrorismo en medio de una sociedad avanzada y pacífica, una de cuyas secuelas fue la vertiginosa escalada de la presencia policial en Euskadi. Sobran para siempre pistolas y uniformes, cuarteles y soldados. En efecto, ETA debe desarmarse; pero también el Estado.
Sin que todavía haya expirado el período de carencia que se le concede a todo gobierno entrante, unos cien días a prueba, ya sabemos cuáles son las apuestas de la televisión ante la nueva administración del Estado. La tele es la entidad más voluble del mundo, capaz de emigrar en horas veinticuatro del fervor al odio y chaquetear de la izquierda a la derecha en un abrir y cerrar de urnas, no por convicción, sino por conveniencia. Y así se perciben cuatro posicionamientos editoriales: los hooligans, los progubernamentales, los opositores y los aún no adscritos, pero con desigual distribución entre el aplauso y la crítica al poder.
El equipo de Rajoy tiene dos hooligans, Intereconomía y la emisora episcopal, 13TV, que para compensar su cántico entusiasta a don Mariano tildan de blando y dubitativo al presidente en asuntos vascos, matrimonio gay y aborto. Ambas cadenas se han constituido en los centinelas de la derecha ultra. A corta distancia están los canales progubernamentales, Antena 3, Telecinco, Cuatro y casi todas las autonómicas, incluida nuestra ETB que acostumbrada durante tres años al servilismo no tiene dificultad en extender sus loas a Madrid. Hasta La Noria y El Gran Debate de Jordi González han virado rumbo a la Moncloa. De manera que no queda más oposición, y muy sesgada, que la que ejerce La Sexta y así será hasta que las largas manos de su nuevo dueño aprieten la garganta de Wyoming y su Intermedio, último mohicano del sarcasmo y la mofa contra el PP.
Y queda TVE, libre de momento en la toma de partido, quizás porque con los recortes de sus gastos la prioridad no es cambiar los telediarios y darle el finiquito a la díscola Ana Pastor, sino sobrevivir a la crisis y que su liderazgo no sea devorado en pocos meses por las privadas. Tan indeseables son las mayorías absolutas como el control político de las noticias y la opinión. ¿Y a quién le importa ahora, piensa esta misma mayoría, la dictadura informativa cuando estamos al borde de la quiebra? En medio de la pobreza la libertad es un lujo, afirman.
Iñaki Urdangarin tiene madera para el teatro, “tiene tablas”, que es esa capacidad de desdoblarse en un personaje distinto de sí mismo, haciendo y diciendo lo que no es natural ni sincero en su ser auténtico. El yerno del rey vale para el espectáculo, probablemente porque ya formó parte del tinglado en su época de deportista profesional. O cuando simuló ser sordo para librarse del servicio militar obligatorio. El caso es que supo entender a la perfección cuál debería ser su papel en su comparecencia pública en los juzgados de Palma de Mallorca tras ser imputado por graves delitos económicos y fiscales que podrían acarrearle duras penas de cárcel.
¿Aleccionó algún experto en imagen (tal vez algún profesional contratado por la Casa Real) a Urdangarin para hacer una representación teatral? Es muy posible. Si ha recibido estas lecciones de arte dramático, podemos decir que el ex jugador de balonmano y consorte de la infanta Cristina de Borbón es un aventajado alumno, lo que no fue ni en bachillerato ni en la universidad.
Con todo esto, los días 25 y 26 de febrero hemos visto la representación de una tragicomedia borbónica en cuatro actos:
Primer Acto
EL DUQUE PROCLAMA EL AGRAVIO DE SU FAMA Y HONOR. Urdangarin se autoadjudica el papel estelar de hidalgo agraviado en su honor y frente a esa injusticia reivindica su dignidad y honradez intachables. Aquí Urdangarin opta por la estética y moral de Calderón de la Barca y demás autores del Siglo de Oro español: el honor como valor máximo de todo ser humano, sea noble o plebeyo, capaz de todo, incluso de la propia vida, con tal de dejar libre de mácula cualquier ofensa que ponga en duda su recto proceder ante Dios y el mundo. Y con ese aire de dignidad infinita, completamente impostada, aparece en el estrado público, presumiendo que esa pose digna supondría un argumento emocional y estético para reforzar su imagen de inocente y noble español escarnecido por la plebe.
Segundo Acto
EL YERNO DEL REY RENUNCIA AL PRIVILEGIO DE IR EN COCHE Y REIVINDICA LA VALENTÍA ESPAÑOLA. Dentro de su pose calderoniana, Urdangarin da un golpe de efecto: renuncia a acudir en coche hasta la puerta del Juzgado, una opción que se le había propuesto y que tenía como propósito facilitarle una posterior respuesta de arrojo soldadesco, como si pretendiera decirnos con su ardor y sacrificio: “Aquí estoy, miradme, solo y sin privilegios, como cualquiera de vosotros, para demostrar la inocencia que me habéis negado con vuestros apresurados juicios”. Acudir a pie hasta el juez y los fiscales debe entenderse como una escenificación de un sacrificio, una renuncia y un acto de valentía. Urdangarin hace aquí su papel de hidalgo español: sacrificado, valiente y desposeído de privilegios. Pero nadie le cree.
Tercer Acto
URDANGARIN ADOPTA UN CAMINAR ALTIVO PARA DISIMULAR SU ALMA CULPABLE. Los andares, todo el lenguaje corporal, la mirada al cielo y la escolta de su abogado formaban parte de la figuración del personaje inventado por Urdangarin. El objetivo era convertir el escarnio de presentarse ante el juez en un desfile ante la plebe con aire de capitán victorioso. Su mirada estuvo casi siempre alta y a veces miraba al cielo, como implorando la protección divina. Aun así, el peso de su culpabilidad hizo que se le cayera la mirada al suelo alguna vez, como gesto de abatimiento. El traje que vestía y el resto de su ropa podían haber sido más sencillos; pero la nobleza del personaje exigía un traje impecable y una corbata rigurosa, porque el noble debe vestir siempre de noble, incluso cuando sube al patíbulo.
Cuarto Acto
EL DUQUE FINGE SER LOCUAZ Y TRANSPARENTE PARA HABLAR ANTE LOS MICRÓFONOS. La decisión de girar a su derecha y dedicar un minuto a la prensa formaba parte de la estética inventada: digno, sin miedo y sin privilegios. Su declaración ante las cámaras era imprescindible en esa impostura, con dos propósitos: consolidar ante la gente la gallardía inventada de un personaje necesitado de evidenciar una honorabilidad mancillada y la necesidad de una declaración, ciertamente engolada y artificial, de quien reclama su derecho a defender su honra perdida. Es a lo máximo que podía llegar: dedicar una breve alocución al pueblo a través de los medios después de tantos meses de silencio y huidas. Una declaración que puedo sonar a súplica, pero que fue más un alegato tardío de inocencia.
Final
URDANGARIN SE HACE LA VÍCTIMA MOSTRANDO SU DELGADEZ COMO FRUTO DEL SUFRIMIENTO Y LOS ATAQUES DE SUS ENEMIGOS. Era necesario que la televisión y los otros medios hicieran énfasis en su pérdida de peso y desarreglo, porque eso ha contribuido a que fuera percibido como víctima, un ECCE HOMO, un ser humano apaleado por sus enemigos y que pone sus heridas (su delgadez demacrada) como pantalla de su falsa inocencia. Este victimismo de escaparate refuerza el discurso del noble herido en desigual batalla, que se enfrenta a su destino llagado y escarnecido injustamente.
Es probable que esta comedia absurda se repita alguna vez más. Y hasta es posible que veamos un duelo a dos entre el Duque y Don Diego Torres, el villano que engañó al duque. Pero esta historia tiene escrita dos finales alternativos: la culpabilidad absoluta o la inocencia enmascarada en una sentencia venial. Si consideramos quién es el valedor de este hombre, nada menos que la Corona española, lo más probable es que su condena sea menor, limitada a la restitución de lo robado y una multa fiscal pagadera en años, señalando como cabeza de turco a su antiguo socio, Diego Torres. A este final amañado habrá contribuido la escenificación teatral del duque de Palma que, aunque cesara como consorte y fuera apartado de la familia del Rey, podría dedicarse al noble oficio del teatro ambulante e ir de pueblo en pueblo a divertir a la plebe con historias veraces, de reyes y nobles que robaron y engañaron a sus pasmados súbditos y que terminaron en farsa y oprobio. Vale.
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