TODO conflicto comienza con una negación: un no intransigente a derechos que sus demandantes juzgan legítimos. Posteriormente, la negación se cierra sobre sí misma, se blinda, se retroalimenta con sus temores y, finalmente, se transforma en anti-ideología. Este es el proceso mental del negacionismo, que no se limita al desacuerdo con unos hechos, sino a la refutación radical de su existencia, lo que le libera de la responsabilidad de debatirlo y, eventualmente, del insoportable dolor de reconocerlo. El negacionismo es una imaginaria ceguera de la verdad. No es una discrepancia insostenible: es una esquizofrenia, un apartamiento de la realidad, una patología democrática cuyo síntoma más grave es que quien la padece no tiene conciencia de su sufrimiento. Y esto sucede en Euskadi, donde no pocos ciudadanos y determinados líderes desmienten la evidencia de un conflicto esencial -el conflicto político vasco- y lo verbalizan como mera ensoñación patriótica. Los resultados electorales del 20-N y la rotunda mayoría aber-tzale vuelven a situar este asunto en el centro del debate.
Aun así, el PSE y el PP, así como el poder mediático que conforma con estos partidos la oposición antinacionalista, afirman que no existe tal conflicto y que es solo el retorcimiento de una reivindicación partidista. Conviene penetrar en la naturaleza del negacionismo, porque fundamentalmente es una construcción psicológica sustentada en la irrealidad y dotado de un discurso muy superficial, pero agresivo. Su primera opción negadora es la simplificación de la contienda, el despojo de su complejidad. Por medio de la simplicidad reduce la cuestión vasca a falsedades míticas. Y como la evasiva no resulta operativa el negacionista suele inclinarse por la burla como fórmula de descalificación pública. ¡Cuántas chanzas grotescas y chirigotas cómicas hemos escuchado sobre los fundamentos de nuestro problema político! Es una vieja estrategia destructiva: si no es posible desgastar al adversario por vía convencional, ¿por qué no probar a ridiculizarlo?
Otra variante de la impugnación del conflicto es la frivolización semántica mediante el reproche del vacío significativo de ciertas palabras clave (conflicto, Euskal Herria, diálogo…) malgastadas por cierta retórica abusiva, como si el mal uso conceptual pudiera restar virtualidad a unas demandas profundas y sostenidas. Y, si hace falta, el negacionismo se atreve con la amenaza directa, al asimilar los límites de la democracia con la frontera de la legalidad: tras esa muga está la cárcel. El negacionista es un distribuidor de miedos y un productor de coacciones, lo que inevitablemente le conduce a la estrategia de la criminalización pública del rival, tarea infamante que con diligencia lleva a cabo el poder mediático. Finalmente, queda la menos agresiva táctica dilatoria, con su despliegue de excusas para retrasar las soluciones: antes la latencia del terrorismo y hoy la necesidad de un consenso previo, con la advertencia falaz de que cualquier cambio estructural supondría una fractura social, obviando que nada divide y perturba más a Euskadi que el perpetuo aplazamiento de sus problemas de fondo. Al negacionista hay que arrastrarle al debate, desbaratar su necedad y enfrentarle a sus contradicciones hasta que exteriorice su calculado despotismo.
Para definir cabalmente nuestro problema político sería suficiente un poco de honestidad intelectual. Esta es mi definición: «El conflicto político vasco lo constituye la reclamación legítima por una gran parte de la sociedad vasca de un marco propio de soberanía frente al modelo unitario del Estado español, lo que deriva en una situación insostenible para la convivencia en el seno de una sociedad plural a la que se priva de su derecho a decidir su propio status más allá de la legalidad heredada de una dictadura, cuya violencia generó la aparición de ETA y con ella la distorsión del problema y el bloqueo de su solución pactada». En esencia, es un conflicto de déficit de libertad y madurez democrática, que deviene de la ilicitud constitucional y la privación a la ciudadanía vasca de su inapelable capacidad resolutiva.
El conflicto político vasco lo tiene España con Euskadi en cuanto que el Estado constitucional impide, incluso por fuerza de las armas (artículo 8), que los vascos zanjen esta cuestión fundamental con su voto. Al mismo tiempo, el asunto tiene una dimensión interna, puesto que coexisten modelos antagónicos sobre la soberanía, uno de los cuales, arbitrariamente, ha impuesto sus tesis a la mayoría social como botín de la violencia de la historia. El final del conflicto sería que Euskadi, liberado por fin del terrorismo y sus coartadas, sintetizase un nuevo status político, lo sometiera a referéndum y España se subrogara a la decisión de la ciudadanía. El lehendakari Ibarretxe, adelantado a su tiempo, lo intentó y España ignoró aquella oportunidad.
Paradójicamente, los negacionistas más cercanos son los más empecinados. Uno de ellos, Patxi López, desaprobado por la democracia y la demoscopia antes y después del 20-N, manifestó hace poco que «el gran conflicto ha sido la existencia de ETA, de una banda terrorista que ha intentado imponer mediante la violencia su proyecto totalitario». El extravagante filósofo y perfecto negacionista, Fernando Savater, escribía recientemente que «la solución democrática es que los nacionalistas asuman por fin que los ciudadanos vascos comparten con los demás una identidad española que han colaborado históricamente a configurar de forma relevante». Ahí queda eso.
En el mismo sentido, el abogado Ruiz Soroa, en su Canon nacionalista, presentado en el Foro para la Libertad, aseguraba que «la explicación nacionalista de la situación política del País Vasco adopta la estructura de un relato novelado o teatralizado. En efecto, por un lado afirma que en la política vasca existe un conflicto esencial no resuelto». Es decir, que todo es ficción nacionalista: no hay demanda de soberanía, solo un episodio terrorista, una historia de buenos y malos que ya ha terminado con la derrota de los asesinos. En esta versión aparecen la simplificación y la burla, antes mencionados como recursos irracionales de la esquizofrenia negacionista.
Junto a la bastarda recusación del conflicto vive otro negacionismo paralelo, que no acepta la responsabilidad terrorista de ETA y considera que durante décadas en Euskadi solo ha existido una insurrección armada, cuya lucha era defensiva ante la agresión del Estado español, a consecuencia de la cual hubo 827 muertos, víctimas circunstanciales que se sumaban a las bajas propias y a sus cientos de presos. Aquí lo que se objeta es la índole de la actividad violenta, considerada como réplica inevitable de otra previa, con lo que quedaría como un accidente de la historia y a salvo del reproche ético. Cabe esperar que quienes sostienen hoy este relato ciego irán abriendo los ojos a la realidad de la tragedia humana, política y moral causada por la violencia.
El negacionismo, cuando se ciega ante la naturaleza política del conflicto vasco o cuando niega la catástrofe terrorista derivada del mismo, no plantea un problema de percepción, porque esta puede estar condicionada por factores externos e involuntarios. El negacionista no quiere ver la realidad porque no la soporta y a partir de ahí instala su tinglado mental alternativo, cuyo desmontaje precisaría, además de gran paciencia argumental, una intensa terapia contra el miedo. Porque unos tienen pánico al futuro y a otros les horroriza el pasado.