La tele no vota

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Al candidato del PP andaluz, Arenas, se le adelantó bruscamente la Semana Santa, con su dolorosa pasión y cruz,  todo lo contrario que a Griñán, el líder socialista, que el Domingo de Resurrección le llegó por anticipado cuando ya se le daba por muerto y sepultado. ¡Qué gran espectáculo la paradoja de los rostros felices de los perdedores y los rictus afligidos de los vencedores! La escenificación gestual de los políticos en la noche electoral pertenece a un género de comedia que proporciona a los alumnos de arte dramático lecciones prácticas de falsificación de las emociones, improvisación del disimulo y camuflaje verbal. En el balcón de la patética victoria Arenas era el hombre más fingido del mundo. Nadie se creía su triunfo histórico y hasta su propio lenguaje corporal le delataba. Solo por este reality la tele merece la pena.

Después de la noche de los disfraces viene el día de las excusas. ¿A quién le echamos la culpa? El PP lo tiene claro: la tele es responsable del fiasco, porque tres meses después de su mayoría absoluta, dicen, en TVE sigue mandando Zapatero a través de Ana Pastor, Ana Blanco y Fran Llorente, jefe de informativos. Además, está Canal Sur, especie de PER audiovisual, que tiene raptada el alma de los andaluces. ¿Aceptar la presunción triunfalista de Arenas como error estratégico? ¿Asumir su espantada del debate en el canal autonómico como jactancia impropia de un candidato honorable? ¿Reconocer que los recortes de Rajoy son parte ineludible de la factura electoral? Nada de eso. Es más sencillo señalar a la tele como chivo expiatorio.

Pero la tele no vota. Hace tiempo que su influencia es muy vaga y su auctoritas se ha diluido en la frivolidad. Solo conserva su fuerza de notoriedad para crear héroes perecederos. La gente está inmunizada contra la retórica del show político y ha aprendido economía, escarmentada. Ahora lo que cuenta son las cuentas. Pero en la democracia queda un verso libre: las emociones, la loca de la casa. Quien desentrañe sus misteriosos resortes ganará en las urnas y en todo.

El mito de las duplicidades

Las coincidencias pueden ser bromas del azar; pero en la vida real se manifiestan como resultado de contradicciones e incoherencias sin resolver. Algunos llaman casualidades a las coincidencias para justificar pactos vergonzantes entre adversarios. Hay una secreta comunidad de ideas entre los enemigos unidos por la coyuntura. A veces a esto se le llama consenso. O razón de Estado. O discreta conveniencia. Y si la política hace extraños compañeros de cama, ¿qué decir de la crisis, con cuya excusa intereses contrapuestos y antagonismos absolutos se funden en el mismo lecho? El lado bueno de las situaciones críticas es que desenmascaran las posturas artificialmente sostenidas y destapan los disfraces morales. Mientras en el Estado la dramática situación económica ha puesto al descubierto el verdadero sentimiento de la ciudadanía sobre el modelo autonómico, dejando en evidencia su contendida querencia centralista, en Euskadi han aparecido -o reaparecido-  afanes de centralismo interior de diversa índole que amenazan los equilibrios internos de una comunidad nacional llamada a construirse sobre la confederalidad. Coincidencias españolas, casualidades vascas.

Lo que ya sabíamos y ahora se confirma es que España nunca apostó sinceramente por el autogobierno y si emprendió la empresa de la descentralización en 1978 fue para extender al conjunto del Estado -el famoso café para todos- lo que vascos, catalanes y gallegos consideraban una aspiración democrática irrenunciable y un derecho natural como pueblos diferenciados. Aquello fue un apaño para redimir los  complejos franquistas de la clase política protagonista del fraude de la transición, a la vez que una solución artificial para impedir la asimetría derivada de las diferencias nacionales y así sostener a duras penas la ficticia unidad española.

Así hemos andado durante treinta años, con un golpe de Estado de por medio y un sinfín de leyes uniformadoras y coercitivas de la capacidad autonómica, hasta que la crisis ha sacado del armario el alma unitaria que habita en todo español patriota. El PP y también los socialistas se disponen a gestionar el nuevo tiempo con un proyecto compartido de recentralización que irán tejiendo paso a paso y común acuerdo. Izquierda y derecha coinciden, y no es casual, en el diagnóstico de que el Estado autonómico es insostenible, como si ellos, que han gestionado ruinosamente casi todos los gobiernos regionales, no hubieran sido los responsables del desastre y todo se debiera a una pérdida de la fortaleza nacional española, diluida por poderes periféricos. Sus empobrecidos ciudadanos ya tienen en las autonomías su chivo expiatorio, la víctima propiciatoria en la que descargar la ira de su fracaso económico y colectivo.

Autonomías, chivo expiatorio

Madrid, como centro del poder político y principal espacio económico, lidera sin disimulo la estrategia antiautonómica y desde allí se distribuye a todas partes. Hay que entender que la capital tiene mucho que ganar si logra recuperar una parte de las competencias traspasadas a las comunidades autónomas. Madrid siente la vieja herida de  haber sido víctima del despojo de lo que cree de su exclusiva propiedad. De allí nace la campaña de demolición de la actual estructura del Estado, en cuyo discurso se mezcla la nostalgia de la centralidad con la catarsis hacia la recuperación económica y la creación del empleo. Su mensaje, burdo y simplista, consiste en convencer a los ciudadanos, sobre todo a quienes tienen una baja conciencia ideológica, que las autonomías son esencialmente un derroche y que el paro y demás males tienen su origen en el tinglado de una España multiplicada (o dividida) por diecisiete. Esta es su bandera de reconquista.

Lo que debería ser un debate sobre la calamitosa gestión realizada por el PP y el PSOE en los gobiernos regionales y un análisis crítico sobre la incompetencia, las realizaciones sin criterio económico y social (trenes sin viajeros y aeropuertos sin aviones), el desenfreno del endeudamiento e incluso sobre la corrupción paralela (específicamente en Valencia, Baleares y Andalucía), se ha convertido en un proceso sumarísimo contra los males del autogobierno, situando el foco en sus promotores, los partidos nacionalistas vascos y catalanes. Basta con rascar en la biografía de quienes utilizan la cantinela de “los 17 reinos de Taifas” y otras bellaquerías por el estilo para descubrir a un patriota español de inconstante ideología o a un mutante oportunista, como Rosa Díez y su proyecto de UPyD. Llama la atención que en Euskadi no se haya producido un motín social después de que la antigua consejera del Gobierno vasco planteara la supresión de nuestro Concierto Económico. Una de dos: o Euskadi se toma a risa los delirios parlamentarios de esta veterana dirigente, ayer autonomista y hoy hipercentralista, o es que no tiene una clara percepción de la amenaza que se cierne sobre nuestras libertades nacionales.

¿Euskadi por triplicado?

Y mientras la España consumida por el paro y la deuda se prepara para un nuevo retroceso, en Euskadi la izquierda de aquí y allí proponen revisar el modelo confederal de la nación vasca hacia la alternativa de un centralismo vasco a imitación del Estado. ¡Qué coincidencia! También en este caso la crisis es el pretexto del debate que fija todos los resentimientos socioeconómicos sobre nuestra estructura de autogobierno, culpable al parecer del nacimiento de esa nueva hidra que aterroriza a la gente, llamada duplicidades. Han transcurrido más de treinta años y los socialistas se han percatado ahora de que las competencia fiscales reposaban en las diputaciones forales y que los territorios de Araba, Bizkaia y Gipuzkoa, y por supuesto Navarra, tenían su propia singularidad en el conjunto de Euskalherria. Y ahora que gobiernan y no les salen las cuentas proponen desmontar los equilibrios internos y distraer a la opinión pública con una revisión sin criterio del entramado institucional.

Las duplicidades a las que apelan los socialistas y otras fuerzas son mitos (realidades ilusorias y sobrevaloradas) que triunfan en las tertulias banales y seducen a los ignorantes de la complejidad de nuestra sociedad. Son casi siempre manifiestos provincianos. ¿Acaso la coexistencia del Athletic, Real, Osasuna y Alavés es una duplicidad insostenible? ¿Es también insostenible que haya tres denominaciones de txakoli, de Getaria, Bizkaia y Araba? ¿No eran estos sobrevenidos paladines de la eficiencia los que se opusieron hace años a la fusión de las cajas vascas? El debate sobre las duplicidades es un debate importado de España, una versión paleta de lo que debería ser un análisis racional de la organización administrativa. Eso sí, el PSE, igual que otros campeones de la racionalización de pacotilla, no objetan contra la confederalidad del voto (25-25-25) en las elecciones del Parlamento vasco por no perder cuota de representatividad.

No es verdad que en Euskadi todo se haga por triplicado. Es una exageración histérica. Lo que hay es un país que entiende y respeta su diversidad y por esta vía ha conseguido cotas de desarrollo y bienestar que ya quisiera España para sí. Hay una competencia y rivalidades entre los territorios vascos que han dado buenos frutos, a pesar de ciertos desgarros que debilitan su trama vertebradora. No hay alternativa, ni la habrá por muchos años, a la construcción confederal, si bien necesitamos mejor coordinación territorial. Si esto no se reconoce, quizás es que la izquierda vasca, abertzale o no, pretende configurar Euskalherria al modo español, negando las idiosincrasias internas y desarticulando nuestra pluralidad, lo mejor que tenemos. El pensamiento unitario es profundamente ineficaz.

Thriller Toulouse

La vida es una película -en el mejor de los casos un largometraje- con un final previsible, la muerte de su protagonista. Así que, conocido el desenlace, lo esencial es llenarla de contenido para que resulte más una comedia de amor que una tragedia. O transformarla en una historia de acción, repleta de emociones y placeres duraderos. Nuestro triunfo existencial consiste en ser actores de un thriller, un intenso relato de misterio y respuestas. Por eso el cine y la literatura tienen tanto interés, porque suscitan peripecias transferibles a nuestra tediosa biografía. No, es la ficción la que imita a la realidad, aunque luego entre ellas intercambian experiencias. Lo hemos visto en Toulouse durante dos días con el intento de detención de un presunto asesino yihadista, Mohamed Merah, al fin abatido por la policía.

Dejando aparte las connotaciones sociológicas del suceso, a los ciudadanos se nos ha tratado como espectadores de un thriller realizado con todos los ingredientes del show. En primer lugar, había un malo malísimo y unos buenos buenísimos. Y el miedo como enemigo invisible, que todo lo justifica. Luego estaba el escenario, la jungla urbana donde tendría lugar la caza. A partir de ahí se desarrolló la intriga: un barrio desalojado, cientos de policías, unidades de élite, helicópteros, armamento sofisticado, satélites y la noche rota por ráfagas y sirenas. Finalmente, tras un calculado suspense transmitido en directo por France 24 y otras cadenas, sobrevino el desenlace esperado. Señalar el fiasco de la trama (el objetivo era capturar a Merah vivo) desluciría el film. Aun así su director, Nicolás Sarkozy, obtendrá el Oscar de la presidencia de la república, todo porque a la gente le seducen los héroes, incluso los que le salvan, ¡qué proeza!, de un solo hombre.

La cuestión es que las personas somos más que telespectadores y mucho más que súbditos asustados por historias exageradas por las autoridades. Para películas bastante tenemos con rodar la nuestra. La de Toulouse la habíamos visto antes en versión Chuck Norris, más creíble.

La campaña de los obispos: mucho prometer

Desde que Adolfo Suárez hiciera historia con aquella lapidaria estupidez, tan petulante y afectada, de “puedo prometer y prometo”, nadie había vuelto al discurso espeso de las promesas. Hasta hoy, Día del Seminario, en el que la Conferencia Episcopal Española ha lanzado una campaña de contratación de nuevos curas con una letanía de promesas cuyo cumplimiento no puede acreditar. ¿Publicidad engañosa? La Iglesia, que inventó la comunicación de masas, ofrece con obvia frivolidad lo más deseado por todos: un trabajo fijo, un valor material y no lo que le es propio, un proyecto espiritual. Es la primera de las veintitrés promesas que formula en su anuncio. La última, la más incierta: “No te prometo una vida de aventuras, te prometo una vida apasionante”. Se equivocan nuestros obispos si creen que adoptando la retórica publicitaria pueden enmascarar el fracaso de su ejemplo cotidiano. ¿Significa esto que se sustituye la llamada de Dios a la vocación sacerdotal por unos spots de televisión?

Claro que la Iglesia debe utilizar las avanzadas técnicas de persuasión, incluyendo las redes sociales. ¿No le pedíamos que se modernizara? El problema está en el mensaje engolado y volátil que contiene su campaña: “Te prometo la certeza de que has sido elegido”, “te prometo que tu riqueza será eterna”… excesos emocionales que no se corresponden con lo esencial: el cura no es un currela, es un ser más humilde que los demás con la misión de mantener vivo el designio compasivo de Cristo. Por cierto, no hay ninguna promesa sobre el celibato, punto crítico de este oficio.

Déjense de delirios sentimentales y pregúntense por qué nadie quiere ser religioso profesional. Como las marcas en declive, nuestra Iglesia se engaña soñando en que una campaña resolverá su crisis de ventas y redimirá los defectos de su producto. No es un problema de comunicación. Quizás es que la gente ha madurado y ya no necesita tutelas para su alma ni intermediarios con Dios. ¿Y si resultara que también sin curas es posible encontrar la verdad y la razón de la vida?

S.O.S: Salvar ETB1

La primera cadena de ETB refleja a la perfección las contradicciones de Euskadi con el euskera: exigencia de la lengua vasca, pero disidencia en su uso, una paradoja que es la causante de que el consumo de ETB1 no se corresponda con el avance de la población euskaldun: el 32% de los ciudadanos mayores de 16 años es bilingüe, según un reciente estudio de Lakua. ¿Y cómo se entiende que de 600.000 personas que conocen el euskera solo una mínima parte conecte con la televisión que habla su mismo idioma? Quizás es que ETB1 importa más como canal al servicio de una perseverante normalización lingüística que como emisora competitiva, como ETB2, nacida de su costilla. Es una explicación incompleta, porque hubo un tiempo cercano en que la tele en euskera tenía mucha más aceptación.

Cuando López y Basagoiti ubicaron a Surio e Idígoras, un devoto socialista y otro del PP, al frente de nuestra radiotelevisión pública, ETB1 registraba una audiencia del 3,6%. No digo que fuera para lanzar cohetes; pero hoy, tres años después, es del 1,7%, al borde de la marginalidad y sin horizonte de mejora. ¿Por qué se ha producido esta catástrofe? Es obvio que la pareja directiva relajó el compromiso de EITB con el euskera y esa fatal indiferencia ha penetrado en la programación y desdibujado su peculiar modelo generalista. Sin talento ni relevos -hitos comparables a Goenkale o Mihiluze– su alma ha ido descomponiéndose a medida que ETB3 le sustraía determinados contenidos. Luego el problema no es solo lingüístico. También es de gestión y de cómo equilibrar en un mercado versátil lo importante como sociedad con lo que nos gusta como individuos. Demasiado para un dúo incompetente.

Si Pello Sarasola está rescatando a ETB2 del hundimiento, tiene que conseguir también salvar a ETB1. Se sabe que le falta el apoyo de la dirección y le sobra el boicoteo de Idígoras a sus iniciativas. Deben dejarle trabajar para que cuando la revancha de López haya concluido podamos, euskaldunes y eternos aprendices, seguir disfrutando de la versión original de ETB.