¿Perder la identidad política?

Estar preparado para las decepciones es una prevención saludable en un mundo al que no se le puede pedir demasiado, ni un poco. Llega el momento en que las desilusiones te cuentan la verdad, que toda confianza es un autoengaño para la supervivencia y que “la esperanza es la segunda alma del desdichado” (Goethe). La política, plaza de los quehaceres colectivos, es la más desesperante de todas las empresas humanas, la que más podría hacer por cambiar el mundo y la menos dispuesta a trastocar los espurios equilibrios del sistema. La política es el arte de convertir las necesidades en deseos, los deseos en promesas y las promesas en mentiras y silencios de cuyo olvido, ignorancia u ocultación se vale para sostener el inagotable ciclo ilusión-frustración. Por alguna extraña razón -contumacia o estulticia- nuestra resistencia a la decepción es heroica. Mi última decepción se llama Aralar.

Ya es un hecho. La formación liderada por Patxi Zabaleta y Aintzane Ezenarro ha decidido compartir cartel electoral con Bildu, tanto en Araba, Bizkaia y Gipuzkoa, como en Nafarroa, bajo la marca Amaiur, lo que equivale a diluir su específica personalidad en ese conglomerado y a la voladura del gran diseño de NaBai. Con el debido respeto a una disposición soberana, ampliamente respaldada por las bases, pero persuadido del error estratégico de esta enigmática correría, expreso mi convicción de que Aralar ha calculado mal los beneficios del acuerdo y minimizado los riesgos de mezclarse con una coalición de programa indefinido en el que la antigua Batasuna ejerce una silenciosa y paciente asimilación de todo lo que pudo ser en su día HB, ampliado ahora con los descartados de partidos marginales del nacionalismo y la izquierda sin dueño. Creen que así recuperan lo que es suyo, con el premio añadido de los residuos de EA y los rebotados de EB tras el largo e inmerecido castigo de las sucesivas ilegalizaciones.

¿Fusión o confusión?

Aralar ha hecho una apuesta temeraria confiando en dos factores: el mantenimiento de su marca en la fusión electoral y la fuerza cualitativa o singularidad de su proyecto, que cree a salvo de ser fagocitado y que, en el peor de los casos, sobreviviría a futuras disensiones y maniobras acaparadoras de la izquierda abertzale clásica. Entiendo la evaluación de ambas fortalezas, pero Zabaleta no tiene en cuenta la confusión causada en su electorado por el acuerdo acumulativo con Bildu, que es la principal debilidad del mismo. La confusión es inherente a todo pacto entre adversarios.

¿Ha olvidado Aralar qué motivó su prestigio público? ¿Es consciente del peligro de dilapidarlo en esta mala jugada? Este joven partido había atesorado una alta consideración social, traspasando incluso el ámbito de sus siglas, por su rotundidad democrática, el discurso impecable de sus dirigentes, su rechazo de la violencia y su enérgico esfuerzo por la paz definitiva, sin menoscabo de su alma abertzale, de izquierda y ecologista. Todo esto se lo puede llevar el viento del 20-N si los que querrían apoyar a Aralar no reconocen un proyecto que ha perdido su identidad entre las ansiedades provocadas por los irrepetibles resultados de los comicios de mayo. Los decepcionados no suelen votar a los desleales o tardan mucho en volver a hacerlo.

Donde se desdibuja Aralar es en la mezcla, aunque sea táctica y quizás temporal, con una coalición que no ha llegado por ahora al mínimo democrático y no ha alcanzado el canon ético exigible. Bildu tiene pendientes deberes básicos con la sociedad vasca, como su plena renuncia a la tutela de la violencia, su desmarque de ETA más allá de la retórica y su homologación democrática en la convivencia pública en todos los ámbitos, de la calle a las instituciones. Aún así, Aralar se pega al destino de una nueva izquierda abertzale, quizás porque confía -¿ingenuamente?- en que los antiguos ilegalizados han cambiado para siempre y se fía de lo firmado por estos en Gernika y en sus escrupulosos estatutos. Pero los electores tienen memoria, inteligencia y sentimientos, no son expertos estrategas, y es probable que no entiendan una asociación abertzale inmadura por tantas carencias como urgencias.

Urgencias de futuro

Hagamos las preguntas pertinentes. ¿Por qué Aralar acepta la concurrencia con Bildu? ¿Es capaz de condicionar positivamente el discurso radical de la vieja Batasuna? ¿Puede una minoría selecta subsistir frente una mayoría potente y sin cultura democrática? La respuesta a la primera cuestión es clara: Aralar se aboca a una convergencia inédita porque las urnas otorgaron un veredicto favorable a Bildu y perjudicial para Aralar, con lo que este partido acude al pacto conmocionado por sus malos datos municipales y forales. Aralar teme por su futuro, lo que indica que ha realizado una lectura precipitada de las convulsas circunstancias que facilitaron el sobrevalorado éxito de Bildu. Quizás Aralar haya preferido ponerse a salvo ahora a ser más tarde un partido alternativo y de gobierno. Obnubilado por el resplandor de la victoria ajena y la derrota propia, Aralar se arroja al vacío de una coalición dudosa. Son comprensibles sus temores, pero es difícil entender que la perspicacia analítica de Zabaleta y su fiel militancia hayan caído en una trampa de tan falsa seguridad como el abrazo de quienes hasta hace muy poco les consideraban traidores absolutos.

Aralar es consciente de su aportación a Euskadi en tiempos difíciles. Tiene una fe total en su experiencia de cambio, la misma que ahora aspira a implementar en su contrato electoral para que Bildu sea una extensión de Aralar y no, como pretende su nuevo socio, que Aralar se convierta en mero apéndice de Bildu aunque solo sea por la diferencia de votos entre unos y otros. La aspiración de ser la conciencia crítica de los ex legalizados y que la contribución cualitativa de Aralar se imponga a la potencia cuantitativa de Bildu es un cálculo ingenuo y una prueba de su debilidad tras el tsunami de la última primavera. No es creíble que la izquierda abertzale que habita en Bildu haya transformado su rancia cultura intransigente: este es un recorrido que Aralar tendría que haber esperado antes de asociarse sin garantías. Ahí están los pronunciamientos ausentes contra ETA, su incapacidad para pasar de la pancarta a la responsabilidad institucional, su insolidaridad con las víctimas, su inoperancia práctica y su dificultad para articular programas concretos que vayan de las palabras a los hechos. Demasiadas mermas e incógnitas como para arriesgar una reputación política duramente trabajada.

Las elecciones, como toda cuenta de resultados, pueden ser engañosas. A veces no es tan malo perder, o no ganar, si se utiliza la calculadora del futuro. El 20-N es una cita más con los ciudadanos, pero luego habrá otras y otras. Lo importante es la singularidad del proyecto y su identificación con la gente, valores únicos que no se pueden malversar por las urgencias tácticas y la conmoción del momento. Aralar era demasiado grande para una aventura ideológica tan pequeña e incoherente como esta.

http://www.deia.com/2011/10/03/opinion/tribuna-abierta/perder-la-identidad-politica

López-Surio, el dúo menguante

Si no lo sabe yo se lo cuento. ETB sigue en caída libre y en septiembre ha registrado su mínimo histórico: ETB2 baja al 7,4%, la mitad de lo que tenía cuando Surio fue nombrado por López director general de EITB, en junio de 2009. Mientras, la cadena en euskera baja al 1,8%, prácticamente la mitad de la audiencia que heredó, el 3,4%. Todo parece indicar, ante la falta de un proyecto alternativo de la actual dirección, frente a la agresiva competencia de las cadenas privadas, que no dejan de crear nuevos productos, que el descenso continuará hasta límites que no quiero imaginar. Es posible que llegue al próximo año con un registro inferior al dígito 7.

En estos momentos, ETB2 es la quinta emisora autonómica, por detrás de la catalana TV3, la gallega TVG, la aragonesa Aragón TV y la andaluza Canal Sur, con la canaria TVCAN a solo tres décimas de la vasca. Hace dos años y medio, ETB2 disputaba el liderazgo a la televisión catalana. El caso de ETB1 es parecido y solo el fútbol europeo (contratado por el anterior equipo directivo) le salva del desastre total.

López y Surio, lehendakari y director general de EITB, respectivamente, forman una extraña pareja menguante. Y los dos, en sus áreas de gestión, tienen similares actitudes para justificar sus fracasos, que van en paralelo. Los datos de López ente la opinión pública y ante el veredicto de las urnas son ruinosos. Los sondeos de opinión tanto del Euskobarómetro como del servicio sociológico dependiente del Gobierno Vasco indican que apenas cuenta con un 25% de apoyo social, en tanto que le rechazan dos de cada tres ciudadanos. Ni el esfuerzo de su reforzado servicio de comunicación, ni el apoyo de casi todos los grupos mediáticos locales y estatales (particularmente de Vocento), ni siquiera con el control en sus manos de las emisoras de radio y televisión públicas, ha podido reducir su descrédito social. Por si fuera poco, los resultados electorales del 22-M supusieron el mayor declive político de los socialistas vascos, unida su suerte a la de su valedor, el presidente Zapatero.

Para justificar su desencuentro con la sociedad vasca López se ha refugiado en los efectos de la crisis económica y la labor opositora del PNV, sin considerar su ausencia de liderazgo y su pacto antinacionalista con el PP, que son las verdaderas causas de su descrédito público. En el mismo sentido, Alberto Surio ha justificado la catástrofe de audiencias de EITB a los efectos de la entrada en antena de las emisoras de la TDT y al boicot del PNV. Dos gestiones, las mismas excusas. Dos fracasos unidos en un mismo destino e igual impulso: su afán antinacionalista y su entrega a los intereses del Estado español.

A pesar de sus respectivos fracasos, ninguno de los dos ha anunciado un viraje o corrección de la gestión. López se aferra a su pacto con el PP, mientras Surio continua culpando de sus males a la fragmentación de las audiencias. Ni una sola autocrítica. Ni un paso atrás. “Mantenella y no enmendalla” es el mismo lema de la pareja menguante, el dúo desafinado.

Surio y López están atrapados por el mismo yugo: el PP, al que le deben el poder, y que les tiene acogotados y no les dejan respirar. López ubicó a mucha gente del Partido Popular en puestos estratégicos: presidencia del Parlamento vasco, presidencia del Tribunal Vasco de Cuentas y otros cargos institucionales relevantes. Surio, por su parte, tuvo que tragar con el nombramiento de Miguel Ángel Idígoras al frente de ETB, así como del director de informativos, la dirección de Radio Vitoria y otros puestos internos, como también la contratación del periodista Juan Carlos Viloria como comisario de las noticias en la televisión vasca. Favor por favor.

Surio-López es una pareja atrapada por las mismas redes de cobardía política que pagan sus respectivas ambiciones de poder. Ninguno de los dos es competente en lo suyo: López no es un líder político ni tiene experiencia de gestión ni formación académica de base (es un simple bachiller). Surio no está capacitado para llevar una dirección general, por mucho que fuera un excelente comentarista político. El pacto PSE+PP se expresa en estos dos fiascos y se representa en esta doble ineptitud.

Falta año y medio para que la pesadilla concluya. Es mucho tiempo y los destrozos en el país y en ETB pueden continuar. Hasta entonces, conviene que la oposición nacionalista, hasta donde pueda, trate de minimizar el deterioro, pues al PNV le corresponderá seguramente arreglar los destrozos causados. No le conviene al país que la economía y la sociedad vasca padezcan los efectos de un Gobierno malversador, como tampoco le conviene que la radiotelevisión pública pierda fuerza y prestigio frente a la erosión competitiva y acaparadora de la industria audiovisual privada. Hay que detener la sangría en el Gobierno vasco y EITB. Y así como el PNV ha liderado desde la oposición el sostenimiento del autogobierno y la personalidad de Euskadi, habrá que liderar la recuperación económica y la salvación de EITB.


Primera condena del asesino: que se conozca su cara

Hemos sabido por la prensa que en varias fachadas de edificios, paradas de autobús, bajos comerciales y otros espacios públicos de Zarauz y Orio han aparecido carteles con la imagen del presunto autor confeso del asesinato de Amaia Azkue, crimen perpetrado el pasado marzo. Se trata de unos pasquines, también difundidos por internet, en el que se ve la fotografía de A.E., de 18 años, actualmente ingresado en un centro para menores en Zumarraga, una prerrogativa que la ley concede a los acusados de delitos penales que no tenían la mayoría de edad cuando los cometieron. El propósito parece claro: que se conozca la cara del asesino, que no se oculte en el anonimato y bajo la protección legal.

No se sabe nada de los que han promovido esta pegada de carteles. Tampoco es relevante, pues se supone que son amigos, conocidos o del entorno familiar de la mujer asesinada. Desde el punto de vista afectivo, de pura reacción humana, la iniciativa es entendible. Contemplado desde otra óptica, puede dar motivo a algunos interrogantes e interpretaciones. He reflexionado sobre este suceso.

La primera pregunta que me hago es esta: ¿Qué importancia o necesidad tiene para los familiares, amigos y vecinos el hecho de que la sociedad cercana conozca el rostro del asesino? Debo decir que igual interrogante lo hice (incluso lo manifesté en televisión, cuando participaba en las tertulias de Pásalo, en ETB) con ocasión del juicio contra el asesino de Nagore Laffage, ocurrido un trágico 7 de julio, en plenas fiestas de San Fermín, en Pamplona. Por entonces la familia y el entorno de Nagore, y de modo particular la madre de la víctima, pedían a los medios de comunicación que se difundiera la fotografía del culpable, como si existiera algún tipo de protección hacia el asesino por parte de la prensa y la televisión. Lo que estaban pidiendo es que se exhibiera la imagen del asesino, como si tal cosa les redimiese o consolara de algún deseo de justicia no satisfecho. Como una liberación emocional incontenible.

Ahora también se ha dado una situación parecida. Tengo la impresión de que el entorno de la víctima pretende aplacar su dolor -y también su ira- proyectando, casi de forma furtiva, la imagen del criminal. ¿Y por qué lo hacen? Habría que preguntárselo a ellos; pero a falta de su respuesta mi percepción es que el impulso de la exhibición de la fotografía del criminal tiene tres motivaciones:

1)                 El entorno familiar y afectivo de Amaia tiene cierta prevención de injusticia y se siente mortificada de antemano, antes de se produzca la condena penal, por el hecho de que el asesino pueda salir libre en poco tiempo, dejando el homicidio casi impune al aplicársele la ventajosa legislación de menores. Ese es su sentimiento. De alguna manera, la exhibición de su imagen les descarga de esa emoción de frustración, que se ha de producir, llegado el juicio, en razón de una ley más que discutible. Por si esta fuera poca injusticia, el entorno de la víctima se siente, con razón, dolorido por el hecho de que, al ser menor, no se pueda mostrar el retrato del imputado o, como mucho, representarlo con la cara pixelada. Esto explica que la pegada de carteles fuese cuasi clandestina, temerosos de estar infringiendo la ley.

2)      Al igual que en el caso del homicida de Nagore, el asesino de Amaia pertenece a una clase social económicamente elevada (en el caso de Navarra, incluso al asesino le suponían una protección añadida del Opus Dei, pues trabajaba en la Clínica Universitaria), lo que proyecta sobre el entorno familiar y cercano de Amaia una prevención frente al privilegio o eventual trato de favor hacia el imputado, no solo por parte de la Justicia, sino también por los medios de comunicación. Obviamente, son excesos emocionales que provienen de la creencia atávica de que los ricos salen airosos o beneficiados de los pleitos y que los pobres tienen desventaja frente a estos. Entiendo que los carteles con la imagen del asesino son como un grito de rebeldía frente a esa posibilidad y la manifestación de una voluntad de lucha contra una justicia limitada para los menos pudientes. Es un sentimiento de fragilidad contra la influencia de los poderosos en la vida real, en la justicia práctica.

3)      Con ese sentimiento anticipado de injusticia, los amigos de Amaia han reaccionado como siempre ha sido natural desde hace siglos: aplicando al culpable la pena del escarnio público, algo equivalente a pasear por las calles del pueblo al culpable para que sea objeto de todo tipo de desprecio  y vilipendios. Como no es posible hacerlo al modo tradicional, se han conformado con que el escarnio público sea realizado por el medio más sutil de pegar carteles con la imagen del asesino, sin dejar de advertir a quien quiera verlos que tal persona es, sin lugar a dudas, quien mató a golpes, sin motivo, alevosamente, a una mujer inocente, madre de dos hijas, una ciudadana del pueblo.

Se puede o no compartir la acción cartelera de los amigos de Amaia. Yo la entiendo, porque es una reacción muy humana. Pero es una conducta primaria, irracional, instintiva e irreflexiva. Y lo que es peor, inútil, pues ni libera ni aplaca la injusticia que se avecina. Entiendo que, frente a la desventaja de la familia de Amaia respecto del asesino al que protege la Ley de Menor, la cartelada es una condena popular, la primera sentencia que recibe el homicida. Y también la familia de este. Se le ha condenado a que su rostro sea conocido por todos, para que nunca pueda ocultarse de la visión airada de sus vecinos, para que sea para siempre señalado por lo que hizo y no obtenga el beneficio adicional del anonimato.

A mí, la verdad, si yo estuviera en la piel de la familia o los amigos de Amaia, no me reconfortaría la pegada de carteles con la foto del asesino. Para nada. Todo lo contrario: agudizaría mi sufrimiento. Preferiría no ver nunca, ni recordar para nada, la cara de la persona que mató a mi madre, mi hija, mi hermana, mi amiga, mi vecina… No querría verlo nunca, porque reforzaría mi dolor y me impediría olvidar. Y me importaría poco que los demás conocieran o no la cara del criminal. Ya tendría bastante con mi odio, y la necesidad de vivir con él, atormentado, como para desear que se distribuyera más rencor por todo el pueblo. Es mejor que el odio habite en menos corazones. Olvidar, que es lo único que te salva después de lo inevitable, exige que las imágenes de las causas o causantes se extingan poco a poco.

Seguramente hay opiniones contrarias a las mías en este tema. Las respeto por verdaderas. El sentimiento de injusticia, que se va a extender por Zarauz, Orio y por todas partes, es un dolor abrumador. Vayamos preparándonos. La imagen del asesino colgada en las paredes no sirve para nada. Confiemos en que el sacrificio de Amaia sea un argumento para que los menores asesinos no salgan triunfantes nunca más porque se entregaron a la justicia la víspera de cumplir la mayoría de edad. La burla añadida al dolor por el asesinato brutal de una inocente debe terminar con un cambio legislativo inmediato. Por Amaia. Por todos.

San Mario Onaindia

Un nuevo santo vasco ha subido a los altares y está en el cielo sentado a la izquierda de San Ignacio de Loiola, San Francisco Javier y San Valentín de Berriotxoa. Se llama San Mario Onaindia y lo ha canonizado la película El precio de la libertad, cuya primera parte ocupó el espacio estelar de ETB2, la noche del martes. La TV movie es un empalagoso relato encomiástico dentro de una epopeya heroica, por lo tanto irreal, del itinerario del líder de Euskadiko Ezkerra y antiguo militante de ETA, tomando como referencias el mítico juicio de Burgos y la conversión de Onaindia a la democracia. Toda la narración es en exceso benevolente, de tal forma que los rudimentos totalitarios del activista y su apuesta por la violencia en aquellas circunstancias no se presentan como conductas reprobables, sino como episodios románticos que antecedían a la santidad de Mario, al igual que las fechorías de San Pablo antes de caerse del caballo camino de Damasco.

Es como si nos contaran una historia distinta de la que conocimos como testigos de la época. Ofende a la memoria este retrato afectado de polilla y nostalgia. Nada es original, ni el título, pues ya hubo en 1998 una película homónima, protagonizada por Renée Zellweger. Obstinada en el enaltecimiento de Mario, la cinta se aproxima a la caricatura y se enroca en una estructura maniquea, de buenos y malos, en absoluto neutral, como la fábula de Robin Hood. Le han arrancado al personaje las verdades que más le hubieran humanizado, como sus mutaciones ideológicas y sus ensoñaciones mesiánicas. Con estas sombras de contraste no resultaría tan deshonesto enmascarar bajo una leyenda hueca la previsión propagandística del film: construir la figura de San Mario, patrón de los terroristas arrepentidos y abogado de los demócratas sobrevenidos.

El mayor desvarío de la hagiografía de San Mario es ignorar que cuanto más conocemos a los seres humanos menos creemos en los santos. En la vida relatada de todos ellos se produce el mismo fraude: se exageran los méritos y se ocultan los errores.

A las 10:30, misa

En el programa del Alderdi Eguna de todos los años -también en el de 2011- hay una cita, además del mitin central, que no pasa desapercibida: a las 10.30, hay misa en las campas, en el mismo estrado de oradores, a la que suelen acudir cientos de afiliados/as y simpatizantes del EAJ-PNV. A muchas personas les llama la atención, incluso les escandaliza, que a estas alturas del siglo XXI un partido político moderno integre un acto religioso en el programa oficial de su fiesta anual, como un apéndice extemporáneo. ¿Y por qué les causa extrañeza? Seguramente, porque desconocen -o no asumen- los orígenes y trayectoria de la principal fuerza política de Euskadi y sus 116 años de historia. La Misa católica, en el contexto de un encuentro masivo, donde se supone hay una diversidad de posturas ante el hecho religioso, les parece una antigualla o un fósil paleolítico en medio de la modernidad. A algunos, los más frívolos, les da risa.

No voy a entrar en los orígenes fundacionales del EAJ-PNV y su inseparable relación con la religión católica. Es un relato prolijo. Ni siquiera voy a apelar a su lema JEL (Jaungoikoa eta Lege Zarra) que se ha mantenido en su marca euskaldun. Historia y lema ya justificarían por sí solos la celebración de la Misa en la fiesta abertzale. Voy al argumento cultural, tan querido por los nacionalistas.

Cultura son, en el sentido antropológico, las tradiciones y costumbres de un pueblo, heredadas de generación en generación y que persisten hoy. Si extrajéramos la tradición católica del PNV (y de la sociedad vasca) estaríamos arrancando parte de su ser, lo vaciaríamos: lo negaríamos finalmente. Es una profunda contradicción defender por un lado la identidad cultural vasca y, por otro, extirpar la tradición cristiana de Euskadi. Al PNV, más que a nadie, le corresponde ser coherente con la identidad vasca actuando sin complejos frente a quienes preconizan un acomodo cosmético de nuestro pueblo a una realidad poscatólica o limitadamente laica.

Alabo y defiendo la valentía de las autoridades del EBB del PNV por mantener el acto religioso dentro del programa oficial del Alderdi Eguna. Pero no lo alabo como católico, sino como nacionalista. Porque proteger la tradición cultural es un hecho rotundamente político (sí, político), no un acto de piedad religiosa ni un acto de afirmación de la fe en una ceremonia pública. Ya está bien de separar el concepto religioso del cuerpo cultural de la sociedad.

Sé perfectamente que hay nacionalistas que, en razón de su ausencia de compromiso religioso o de su indisimulada hostilidad anticatólica, a los que la celebración de la Misa en el Alderdi Eguna les parece un acto prescindible e inadecuado, contrario a la realidad laica de la sociedad vasca. Incluso entienden que la supresión de la Misa aproximaría al partido a la modernidad. Dicen que su eliminación sería congruente con la definición del partido como organización no confesional, según se recoge en los Estatutos vigentes, en los que, por cierto, se resalta la tradición cristiana que inspiró al fundador Sabino Arana y a todos los líderes nacionalistas hasta nuestros días.

Deploro el complejo de no pocos nacionalistas por la cultura cristiana que habita el corazón del PNV. Son los que quisieran que este partido perdiera su pluralismo interno para homologarse a la masa amorfa, que entiende la religión como una rémora del pasado. Deploro su incoherencia con la historia y con el presente, porque la religión católica es mucho más que una opción de índole privada y también mucho más que acudir a Misa. Es una filosofía integral, un sistema completo de vida que el PNV hizo suyo y con la que durante más de un siglo ha configurado e impulsado un trabajo político, cultural, social y económico. No es una anécdota: es la esencia misma del nacionalismo vasco.

Quizás es el momento de preguntarse por qué el PNV ha perdido una buena parte de su liderazgo, cuestionándose también por qué nuestra sociedad vive una profunda crisis ética y social, sin precedentes. Nada de esto es ajeno al distanciamiento religioso y a la pérdida de los valores derivado de este derrumbamiento. Nuestro pueblo pide a gritos un rearme moral.

Los liderazgos se fundan en la seguridad y convicción de las ideas que conectan con las personas y sus anhelos personales, familiares y colectivos. Donde hay complejos no hay liderazgo. El liderazgo lo alcanza quien resuelve el difícil equilibrio entre los que hay que mantener y lo que hay que cambiar. ¿Tiramos por la borda más de cien años de cultura cristiana? No es este un asunto de imagen o apariencia de modernidad, de espectáculo mediático.

Francamente, la fuerza del liderazgo bien vale una Misa.