Hasta la coronilla de la Corona

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La lección de geografía de estos días ha sido la de situar a Botsuana en el mapa, con su enorme extensión y su terrible pobreza, en tanto que la lección de historia ha consistido en reconocer la certeza de que todo régimen político artificialmente instalado tiende a su autodestrucción por el lastre de sus excesos y su propia decadencia moral. La monarquía española ha conseguido sin ayuda de nadie, más allá del azar que a veces echa una mano, promover su rechazo social y colmar el vaso del hartazgo por el comportamiento vergonzante e incluso ofensivo de la Corona para con  el padecimiento de millones de ciudadanos. Ningún movimiento republicano había hecho más por el descrédito del sistema hereditario que Juan Carlos I y su familia con su conducta pública y privada que, por fin, se percibe como imperdonable y determina un cambio respecto de la sobreprotección tácita de la que gozaba la monarquía desde su reimplantación forzosa en 1975.

Frente a la profunda repelencia de la sociedad hacia el proceder de la estirpe real, se alzan los altos poderes del Estado y los principales grupos mediáticos para conseguir mediante su influencia que los safaris del rey sean considerados, a lo más, como un error o una inoportunidad que no desmerece ni cuestiona la trayectoria de la monarquía. Y nos vuelven a recordar el 23-F, tan oscuro. También en esta maleabilización de la opinión pública el PP y el PSOE, salvo cualitativas excepciones, han hecho causa común para salvar a Juan Carlos y sus herederos de la erosión de los últimos sucesos, hasta el punto de conformar una estrategia de Estado con el objetivo de anecdotizar las últimas actuaciones borbónicas y dejar que su memoria se diluya en el tiempo como cualquier otro cabreo para que se restablezca su reputación. Aquí, de nuevo, la clase política española se aleja de los ciudadanos, cuyos sentimientos y valoraciones van mucho más allá de la levedad y ya perciben que la monarquía, por sus hechos, es incompatible con la ética democrática.

Los tres errores del rey

Hay dos clases de errores: los perdonables y los imperdonables. O dicho de otra manera, los que se olvidan y los que se recuerdan, diferencia que depende no solo de la gravedad objetiva de las equivocaciones, sino del momento, circunstancias y daños emocionales causados. No hay peor herida que la moral, la que llega al alma. Justamente, los fallos de la monarquía han incidido en los sentimientos de la gente, allí donde no cuentan tanto las razones como las ofensas que calan en lo más hondo de la materia sensible -la dignidad- de los seres humanos.

Los errores del rey entran en la categoría de lo imperdonable. Y son tres. El primero es esencial y consiste en haber creído que, al margen del tiempo histórico concreto, se puede estar por encima de todo y de todos y que su realidad es ajena al mundo vulgar de las personas corrientes. Solo desde este pensamiento selectivo puede entenderse que un rey se mueva a su antojo con tanta desmesura y descaro. Irse de cacería africana y constituir a su alrededor un entramado de negocios y prebendas económicas son la consecuencia del concepto privilegiado de la monarquía, bajo una doble protección: los déficits democráticos de la Constitución y el estado de ignorancia y artificial información al que se ha sometido sistemáticamente a la población durante largos años. Resulta que todos los viejos procesos de mentalización pública se vuelven obsoletos en una o dos generaciones, a la vez que se ven rebasados por los cambios derivados de la evolución cultural y económica. El Jefe del Estado, encerrado en su burbuja palaciega, permanece inmóvil en la creencia de que la sociedad es la misma de siempre, servil e ingenua, y que la capacidad de comunicación global nunca alterará el criterio tradicional sobre la monarquía.

El segundo error real ha sido la incoherencia y la flagrante contradicción entre sus palabras y sus hechos, con lo que se ha retratado como un rey hipócrita y embustero. Pedir sobriedad y vivir en el lujo y su exhibición es una injuria demoledora. Y si frente a los presuntos delitos económicos de su yerno había apelado a la necesidad de una conducta ejemplar, resulta que se ha mostrado como individuo reprochable y desmedido. Sensibilizados por el azote de la corrupción y el despilfarro, la gente no perdona a quien le engaña de forma tan obscena y se burla de todos con una conducta que desmiente su discurso oficial.

Y el tercero error injustificable del monarca español ha sido la presunción en la venialidad y eventualidad de los sucesos. Juan Carlos no tiene conciencia de la suma gravedad de su conducta africana, además de que el hecho se suma a los escándalos de su familia en los que probablemente tiene más responsabilidad de la que hasta ahora conocemos. Hace mal en confiar en que todo esto pase y se olvide para que la monarquía no vea amenazado su futuro. De ahí su rápida y poco sincera disculpa pública, expresada en once palabras a la salida del hospital. Lo que ha ocurrido es emocional y moralmente muy grave y, a los ojos de cuantas personas admitían al rey, una demostración de que quizás ha llegado la hora de rescindir el contrato de alquiler de la jefatura del Estado y que España puede vivir sin la carga de una familia ostentosa y frívola que nada le aporta excepto bochorno y un presupuesto oneroso que nadie controla.

La intimidad como excusa

Una de las pantallas protectoras de las que se han valido los monárquicos para sacar la cara al rey ha sido la apelación a su intimidad personal y su derecho a tener unas actividades privadas al margen de la agenda pública. Se trata de un pretexto falso, porque no está en cuestión su privacidad (de la que, por cierto, se publican libros esclarecedores y se emiten programas de televisión cada día), sino la confusión que él mismo ha fabricado entre su representación institucional y su presunta labor como intermediador comercial con regímenes totalitarios, particularmente árabes. No han sido los medios de comunicación ni las habladurías populares quienes han fundado este enredo. Ha partido de la familia real la creación y el sostenimiento impune del embrollo de intereses particulares y públicos, con la complicidad de los distintos gobiernos centrales y el parlamento español por no haber puesto freno a estas corruptelas y exigido transparencia a las andanzas monárquicas en asuntos de negocios y tráfico de influencias.

La actitud defensiva de la Casa Real y los poderes del Estado está siendo clamorosa, como si tuvieran conciencia de que se hubiera desatado sobre el rey una conspiración que buscase la inmediata cancelación monárquica o, en el mejor de los casos, una abdicación de Juan Carlos que patrocina, entre otros, Vocento. El rey ya era un problema democrático antes de que, por la fuerza autodestructiva de su esencia artificial, expusiera abiertamente su desprestigio. Y mientras no pueda plantearse sin amenazas de desestabilización mundial y sin que se reaparezcan los demonios históricos de España una alternativa al modelo sucesorio de la jefatura del Estado, nada será normal, una anomalía que se manifiesta cada vez que un dirigente político declara ser republicano por convicción pero monárquico por necesidad, expresión de una doble cobardía ética: la aceptación sumisa de una herencia fatal y la primacía del utilitarismo circunstancial (también llamado pragmatismo) frente a la naturaleza renovadora y progresiva que da sentido a la política. Y así, con esas dramáticas concesiones, transcurrirán las décadas sin que las desvergüenzas de la monarquía menoscaben su continuidad histórica, ocurra lo que ocurra, cacerías, lujos, fraudes y privilegios

¡Maldita austeridad!

Las palabras son como las especies animales: hay palabras feroces, mansas, voladoras, rastreras, camaleónicas, venenosas y también algunas que se reproducen en exceso, junto a otras en peligro de extinción. La comunicación pública es un ecosistema y su natural vocación es mantener el contrapeso entre la cantidad y la calidad de información dentro de una sociedad desigualmente comunicada. ¿Por qué hay palabras que se repiten hasta el hartazgo, mientras tenemos otras casi desaparecidas? Puede tratarse de modas efímeras; pero se percibe un extraño interés en la exageración del valor de algunos conceptos, a la vez que se oculta o merma la importancia de otros opuestos. ¿A qué se debe esa obstinación reiterativa con la austeridad, presentada hoy como la diosa del sacrificio colectivo en cuyo altar estamos redimiendo como penitentes arrepentidos los excesos de épocas pasadas y preparando un tiempo nuevo de feliz prosperidad? Niego el plus mágico y resolutivo que nuestras autoridades atribuyen a la austeridad, mantra de la actual crisis. Es un monumental eufemismo.

La austeridad se presenta como un ideal de vida desprendida de lo superfluo y contraria a la opulencia. Puede ser una alternativa ascética, pero no un modelo superior, ni siquiera inteligente, porque en el centro de esta falsa virtud subyacen al menos dos patologías: una, la estética, a través de la cual la austeridad es más una exhibición de sencillez espartana que un sincero modo de subsistir con poco. ¿Cómo se determina la medida del despilfarro? ¿Quién marca la frontera entre lo lujoso y lo austero? El otro mal de la austeridad es su sentido penitencial de la existencia humana por el que nuestro tránsito vital es una purga constante de toda alegría, placer y pasión, propios de nuestra naturaleza pero entendidos como bajezas por los austeros. Vivimos para sufrir, sostienen. Su dictadura consiste en apretarnos el cinturón y el corazón. Y así resulta que la austeridad es un defecto: anula nuestros anhelos, nos arruina.

Rajoy y el ministro Montoro han presentado las cuentas del Estado para el presente ejercicio bajo la calificación de “los presupuestos más austeros de la democracia”. No hay día que el presidente español y otros dirigentes del PP dejen de pasear la austeridad -virtud que goza de buena prensa en la hipócrita España- para envolver en este celofán la realidad de unos recortes brutales que, bajo el pretexto de eliminar gastos innecesarios, se dispone a reducir dramáticamente los derechos ciudadanos y empobrecer a una comunidad que no es responsable de los desmanes y codicias de su clase política, financiera y empresarial. Estamos ante una palabra-disfraz con la que se pretende encubrir la implantación social de la miseria.

Ambición frente austeridad

Veamos. ¿Un pobre puede ser austero? No, porque no está en condiciones de menguar una vida abrumada por las carencias. No se puede ser austero en la desdicha, solo en la plenitud. Igualmente, el objetivo del Estado español, que también es pobre por mucho que creyera ser rico, no debe ser la sobriedad y la frugalidad, sino el crecimiento cualitativo, la eficiencia en la gestión y la ambición formativa, afirmándose en sus fortalezas. No está para empequeñecerse, sino para potenciar sus ambiciones y ser mejor y más fuerte en los ámbitos de la competitividad y la productividad. Tiene que ir a más, no a menos como propone malévolamente el mensaje sombrío de la austeridad.

A lo que nuestras autoridades llaman austeridad hay que denominarlo, sin evasivas, plan de miseria, desigualmente distribuida entre la población, cuyo propósito es zanjar a toda prisa las deudas contraídas en años anteriores por las administraciones. Habría que añadir que se trata de un plan obligatorio, forzado por Bruselas y los mercados financieros, no una decisión voluntaria. Se supone que la austeridad es una opción para los fatigados por los excesos y los desencantados de todo; pero no para los que se rebelan contra el fraude de los gobiernos y quieren seguir viviendo.

España no debería emprender una renuncia al crecimiento, sino acometer una profunda revisión de un sistema cuyas características han sido la ineficiencia y el nulo espíritu innovador. El despilfarro no es la enfermedad, sino el síntoma. Se engaña Rajoy si cree que todo se arregla eliminando el derroche mediante unas transitorias políticas de ahorro. Este es su equívoco mensaje. ¿Y qué habrá después del ahorro? ¿De qué nos valdrá este esfuerzo sin cambiar el paradigma? ¿Seguir administrando como antes, a remolque del empuje exterior, sin relevar la ineptitud de las cúpulas, manteniendo el desprecio al talento y la investigación y regresando al ladrillo y la economía especulativa? La cuestión de fondo es el concepto mismo de gestión y el bajo propósito de excelencia. El lujo español es su pobreza directiva, la chapuza como método.

Miseria para hoy y para mañana

Hay que mirar en el interior de la naturaleza humana para desbaratar las alucinaciones morales que la contradicen. La austeridad es una amputación radical de la ambición y por lo tanto un  freno para el desarrollo. En esencia, la ambición es una energía movilizadora y no hace falta que venga la señora austeridad con sus rigores a recordarnos que todo tiene sus límites. Claro que los hay. Aún así, ¿qué sería de nosotros sin cierta frecuencia en la práctica de lo excesivo? Seríamos caricaturas de personas y el mundo una tenebrosa secta monacal. Los predicadores de la austeridad aspiran a que la sociedad entera haga voto de pobreza y se implante la disciplina de lo mínimo indispensable, una nueva versión del viejo comunismo. Conocemos el final de esta historia.

Imaginemos un mundo tiranizado por la austeridad. La producción de numerosos bienes y servicios desaparecería. ¿Quién podría poseer un coche por ser un lujo? ¿Cuántos tendrían que renunciar a una casa más grande, a un cuadro de autor, a una clínica avanzada, a la merluza fresca, a salir de fiesta, a cenar con amigos, a las vacaciones en la playa, a los regalos de aniversario, a cambiar de reloj, a comprarse un Ipad y al lujo de tener tres hijos en vez de uno…? Todo eso y mucho más se extinguiría y apenas habría trabajo y consumo si los austeros nos impusieran su racanería talibán. El planeta se empobrecería drásticamente y, por supuesto, la democracia estaría en manos de los Rajoy, Guindos y Montoro con su acreditada poquedad.

Porque la austeridad es un mal negocio y por decoro público, que cese ya la soflama de la severidad que justifica los tijeretazos como única salida a la recesión. Aceptar que no existe otro remedio es puro fatalismo. Hay que pagar las deudas, sí; pero a un ritmo más equilibrado y sin que ello implique la dejación de nuestras ambiciones de crecer, redefinir el sistema económico y anhelar un mejor status general. Las ambiciones no se mueren con la crisis, sino con la cobarde autorrenuncia. En la fauna de las palabras la austeridad sería de la especie de las raposas, una zorra salvaje a la que los gobiernos remisos han puesto al cuidado del corral. Pero solo es una maldita palabra.

Sube y baja: adiós al micrófono funicular

Ningún debate de televisión había conseguido una seña de identidad tan marcada como 59 segundos con el sube y baja del micrófono, una forma tajante pero elegante de protegerse de los locuaces y dosificar con equidad los turnos de palabra. Esta imagen singular, que para sí quisieran otros programas de su género, carece de importancia para TVE que el pasado miércoles cerró para siempre sus casi ocho años de aventura dialéctica. Cuestión de presupuesto, dicen: el espacio era caro y lo producía un equipo ajeno a la cadena pública, por lo que ahora se llevan sus micros funiculares y nos dejan huérfanos de la idea, muy buena idea.

Los creadores del artilugio supieron identificar y resolver el malestar de la audiencia con las discusiones embarulladas, donde los participantes solapan a gritos sus opiniones y convierten los platós en caóticos gallineros haciendo inútil el arbitraje del moderador y faltando al debido respeto al espectador. En De buena ley, en Telecinco, una parodia de vista judicial, los invitados hablan como mínimo a sesenta decibelios. Y en Ni más ni menos, de ETB2, solo triunfan los vociferantes emisores de tópicos, como Sancho Panza con los refranes. La invención del micrófono menguante fue una solución radical para que los polemistas aprendiesen la regla básica de la comunicación: la síntesis, esa capacidad para condensar los argumentos sin reducir su interés. Porque en menos de un minuto se pueden resumir todas las certezas del mundo, al igual que la gente de publicidad nos obligamos a vender, con éxito, productos en 30 segundos.

Todo será diferente con su sucedáneo, El Debate de La 1, que arranca pasado mañana, por mucho que María Casado continúe de moderadora. Temo, como en otros cambios mal hechos, que entre el original y su copia haya un abismo de densidad y se establezca un desequilibrio entre las indispensables voces críticas y quienes se cotizan según su producción verbal. Más vale que el gatuperio y la garrulidad de los tertulianos no provoquen nuestra nostalgia del micrófono cortante y redentor.

La tele no vota

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Al candidato del PP andaluz, Arenas, se le adelantó bruscamente la Semana Santa, con su dolorosa pasión y cruz,  todo lo contrario que a Griñán, el líder socialista, que el Domingo de Resurrección le llegó por anticipado cuando ya se le daba por muerto y sepultado. ¡Qué gran espectáculo la paradoja de los rostros felices de los perdedores y los rictus afligidos de los vencedores! La escenificación gestual de los políticos en la noche electoral pertenece a un género de comedia que proporciona a los alumnos de arte dramático lecciones prácticas de falsificación de las emociones, improvisación del disimulo y camuflaje verbal. En el balcón de la patética victoria Arenas era el hombre más fingido del mundo. Nadie se creía su triunfo histórico y hasta su propio lenguaje corporal le delataba. Solo por este reality la tele merece la pena.

Después de la noche de los disfraces viene el día de las excusas. ¿A quién le echamos la culpa? El PP lo tiene claro: la tele es responsable del fiasco, porque tres meses después de su mayoría absoluta, dicen, en TVE sigue mandando Zapatero a través de Ana Pastor, Ana Blanco y Fran Llorente, jefe de informativos. Además, está Canal Sur, especie de PER audiovisual, que tiene raptada el alma de los andaluces. ¿Aceptar la presunción triunfalista de Arenas como error estratégico? ¿Asumir su espantada del debate en el canal autonómico como jactancia impropia de un candidato honorable? ¿Reconocer que los recortes de Rajoy son parte ineludible de la factura electoral? Nada de eso. Es más sencillo señalar a la tele como chivo expiatorio.

Pero la tele no vota. Hace tiempo que su influencia es muy vaga y su auctoritas se ha diluido en la frivolidad. Solo conserva su fuerza de notoriedad para crear héroes perecederos. La gente está inmunizada contra la retórica del show político y ha aprendido economía, escarmentada. Ahora lo que cuenta son las cuentas. Pero en la democracia queda un verso libre: las emociones, la loca de la casa. Quien desentrañe sus misteriosos resortes ganará en las urnas y en todo.

El mito de las duplicidades

Las coincidencias pueden ser bromas del azar; pero en la vida real se manifiestan como resultado de contradicciones e incoherencias sin resolver. Algunos llaman casualidades a las coincidencias para justificar pactos vergonzantes entre adversarios. Hay una secreta comunidad de ideas entre los enemigos unidos por la coyuntura. A veces a esto se le llama consenso. O razón de Estado. O discreta conveniencia. Y si la política hace extraños compañeros de cama, ¿qué decir de la crisis, con cuya excusa intereses contrapuestos y antagonismos absolutos se funden en el mismo lecho? El lado bueno de las situaciones críticas es que desenmascaran las posturas artificialmente sostenidas y destapan los disfraces morales. Mientras en el Estado la dramática situación económica ha puesto al descubierto el verdadero sentimiento de la ciudadanía sobre el modelo autonómico, dejando en evidencia su contendida querencia centralista, en Euskadi han aparecido -o reaparecido-  afanes de centralismo interior de diversa índole que amenazan los equilibrios internos de una comunidad nacional llamada a construirse sobre la confederalidad. Coincidencias españolas, casualidades vascas.

Lo que ya sabíamos y ahora se confirma es que España nunca apostó sinceramente por el autogobierno y si emprendió la empresa de la descentralización en 1978 fue para extender al conjunto del Estado -el famoso café para todos- lo que vascos, catalanes y gallegos consideraban una aspiración democrática irrenunciable y un derecho natural como pueblos diferenciados. Aquello fue un apaño para redimir los  complejos franquistas de la clase política protagonista del fraude de la transición, a la vez que una solución artificial para impedir la asimetría derivada de las diferencias nacionales y así sostener a duras penas la ficticia unidad española.

Así hemos andado durante treinta años, con un golpe de Estado de por medio y un sinfín de leyes uniformadoras y coercitivas de la capacidad autonómica, hasta que la crisis ha sacado del armario el alma unitaria que habita en todo español patriota. El PP y también los socialistas se disponen a gestionar el nuevo tiempo con un proyecto compartido de recentralización que irán tejiendo paso a paso y común acuerdo. Izquierda y derecha coinciden, y no es casual, en el diagnóstico de que el Estado autonómico es insostenible, como si ellos, que han gestionado ruinosamente casi todos los gobiernos regionales, no hubieran sido los responsables del desastre y todo se debiera a una pérdida de la fortaleza nacional española, diluida por poderes periféricos. Sus empobrecidos ciudadanos ya tienen en las autonomías su chivo expiatorio, la víctima propiciatoria en la que descargar la ira de su fracaso económico y colectivo.

Autonomías, chivo expiatorio

Madrid, como centro del poder político y principal espacio económico, lidera sin disimulo la estrategia antiautonómica y desde allí se distribuye a todas partes. Hay que entender que la capital tiene mucho que ganar si logra recuperar una parte de las competencias traspasadas a las comunidades autónomas. Madrid siente la vieja herida de  haber sido víctima del despojo de lo que cree de su exclusiva propiedad. De allí nace la campaña de demolición de la actual estructura del Estado, en cuyo discurso se mezcla la nostalgia de la centralidad con la catarsis hacia la recuperación económica y la creación del empleo. Su mensaje, burdo y simplista, consiste en convencer a los ciudadanos, sobre todo a quienes tienen una baja conciencia ideológica, que las autonomías son esencialmente un derroche y que el paro y demás males tienen su origen en el tinglado de una España multiplicada (o dividida) por diecisiete. Esta es su bandera de reconquista.

Lo que debería ser un debate sobre la calamitosa gestión realizada por el PP y el PSOE en los gobiernos regionales y un análisis crítico sobre la incompetencia, las realizaciones sin criterio económico y social (trenes sin viajeros y aeropuertos sin aviones), el desenfreno del endeudamiento e incluso sobre la corrupción paralela (específicamente en Valencia, Baleares y Andalucía), se ha convertido en un proceso sumarísimo contra los males del autogobierno, situando el foco en sus promotores, los partidos nacionalistas vascos y catalanes. Basta con rascar en la biografía de quienes utilizan la cantinela de “los 17 reinos de Taifas” y otras bellaquerías por el estilo para descubrir a un patriota español de inconstante ideología o a un mutante oportunista, como Rosa Díez y su proyecto de UPyD. Llama la atención que en Euskadi no se haya producido un motín social después de que la antigua consejera del Gobierno vasco planteara la supresión de nuestro Concierto Económico. Una de dos: o Euskadi se toma a risa los delirios parlamentarios de esta veterana dirigente, ayer autonomista y hoy hipercentralista, o es que no tiene una clara percepción de la amenaza que se cierne sobre nuestras libertades nacionales.

¿Euskadi por triplicado?

Y mientras la España consumida por el paro y la deuda se prepara para un nuevo retroceso, en Euskadi la izquierda de aquí y allí proponen revisar el modelo confederal de la nación vasca hacia la alternativa de un centralismo vasco a imitación del Estado. ¡Qué coincidencia! También en este caso la crisis es el pretexto del debate que fija todos los resentimientos socioeconómicos sobre nuestra estructura de autogobierno, culpable al parecer del nacimiento de esa nueva hidra que aterroriza a la gente, llamada duplicidades. Han transcurrido más de treinta años y los socialistas se han percatado ahora de que las competencia fiscales reposaban en las diputaciones forales y que los territorios de Araba, Bizkaia y Gipuzkoa, y por supuesto Navarra, tenían su propia singularidad en el conjunto de Euskalherria. Y ahora que gobiernan y no les salen las cuentas proponen desmontar los equilibrios internos y distraer a la opinión pública con una revisión sin criterio del entramado institucional.

Las duplicidades a las que apelan los socialistas y otras fuerzas son mitos (realidades ilusorias y sobrevaloradas) que triunfan en las tertulias banales y seducen a los ignorantes de la complejidad de nuestra sociedad. Son casi siempre manifiestos provincianos. ¿Acaso la coexistencia del Athletic, Real, Osasuna y Alavés es una duplicidad insostenible? ¿Es también insostenible que haya tres denominaciones de txakoli, de Getaria, Bizkaia y Araba? ¿No eran estos sobrevenidos paladines de la eficiencia los que se opusieron hace años a la fusión de las cajas vascas? El debate sobre las duplicidades es un debate importado de España, una versión paleta de lo que debería ser un análisis racional de la organización administrativa. Eso sí, el PSE, igual que otros campeones de la racionalización de pacotilla, no objetan contra la confederalidad del voto (25-25-25) en las elecciones del Parlamento vasco por no perder cuota de representatividad.

No es verdad que en Euskadi todo se haga por triplicado. Es una exageración histérica. Lo que hay es un país que entiende y respeta su diversidad y por esta vía ha conseguido cotas de desarrollo y bienestar que ya quisiera España para sí. Hay una competencia y rivalidades entre los territorios vascos que han dado buenos frutos, a pesar de ciertos desgarros que debilitan su trama vertebradora. No hay alternativa, ni la habrá por muchos años, a la construcción confederal, si bien necesitamos mejor coordinación territorial. Si esto no se reconoce, quizás es que la izquierda vasca, abertzale o no, pretende configurar Euskalherria al modo español, negando las idiosincrasias internas y desarticulando nuestra pluralidad, lo mejor que tenemos. El pensamiento unitario es profundamente ineficaz.