Si esperáramos a tener una opinión bien fundada, nunca llegaríamos a emitir juicios, de forma que la mayor parte nuestras evaluaciones son impresiones precipitadas o criterios temerarios inducidos por insuficiencia de datos. Por eso se cambia tanto de parecer, porque hoy sabemos lo que ayer desconocíamos. Una opinión es, a lo más, una razón en grado de tentativa. Casi todo es inoportuno, volátil e imperfecto, por lo que, aún a riesgo de equivocarse, hay que atreverse a mirar la realidad sin miedo, honestamente, y enfrentarnos a las dudas que nos plantea. Contemplo todo lo que sucede -protestas, movilización de recursos, ilusiones, actitudes, mensajes, fenómeno de masas- alrededor del viaje del Papa a Madrid, donde acude con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), y me siento increpado como ciudadano observador y como católico libre a no callar lo que el corazón me pide compartir y a proyectar mis recelos y perplejidades ante este acontecimiento social y religioso.
Conviene, antes que nada, separar lo importante de lo superficial para evitar que el ruido interfiera en la melodía. El Jefe de la Iglesia de Roma se presenta en medio de un doble barullo: el de los críticos, para quienes la pompa escénica y el mensaje doctrinal constituyen una provocación en una sociedad aconfesional y empobrecida por la crisis económica y ética; y el de los activistas católicos, que hacen uso de su libertad de culto para difundir los valores de la fe en una comunidad contradictoria, mayoritariamente cristiana pero atravesada por el relativismo. Este choque de estridencias, una hostil y la otra ostentosa, es expresión del ejercicio en precario de un pluralismo democrático que ponen en peligro los extremistas de uno u otro signo, los que no quieren nada y los que lo quieren todo. Entre unos y otros, excluyentes y antagonistas, la sociedad asiste indiferente a lo que más parece un espectáculo -un concierto de conciencias- que un singular encuentro de creyentes.
En efecto, ¿a quién le importa la visita del Papa? La indolencia pagana y las ocupaciones vacacionales de los ciudadanos son la verdadera oposición de la convocatoria del Papa y los prelados. La economía y el ocio prevalecen sobre lo trascendente. ¿De verdad la JMJ muestra la fortaleza de la Iglesia o más bien proyecta la debilidad de un empeño de preservación de unas creencias que pierden adeptos año tras año? ¿Qué grado de culpa tiene nuestra religión en su paulatina decadencia? Más que nunca, la Iglesia no es de este mundo escéptico y autosuficiente. Y se equivoca cuando achaca las causas del desapego cristiano al acoso de agentes externos, sin percibir a sus auténticos adversarios dentro y fuera de su propio sistema, cerrado e invariable.
El laicismo no es el enemigo
El cristianismo actual padece una crisis de identidad. Si no dudara de sí mismo no mostraría tantos temores y le valdrían para subsistir la potencia y la seguridad de sus profundas convicciones. En la confusión y el miedo a la soledad los seguidores de Cristo muestran su fragilidad. ¿Por qué temer o recelar de los que piensan diferente sobre el origen y destino de la vida humana? ¿Cómo se entiende ese aire de superioridad moral de los católicos en sus celebraciones y su contraste con el complejo de inferioridad ante la sociedad laica? Bien es cierto que la comunidad democrática sufre por su parte una terrible crisis de identidad y sus despistes y angustias la están llevando por los peligrosos derroteros que preceden a las peores catástrofes históricas. Frente a esta realidad es inaceptable que la Iglesia de la piedad culpe al laicismo -el nuevo Satanás- de los males del mundo y llame a la conversión como salida y esperanza frente a nuestros problemas sin insertarse en su complejidad. Ese concepto de temor salvífico no solo es anticristiano, sino que además como argumento resulta contraproducente por irracional. No se persuade a la gente por tiempo duradero por la vía dogmática pura: hay que ejercer una labor que libere el innato sentimiento religioso y este defina una idea menos mágica de Dios, pero a la vez más grande y superior.
¿Y en qué consiste realmente la amenaza laicista? En un lento movimiento equilibrador que transita de una sociedad intensamente cristiana a una colectividad de nuevos valores posreligiosos. Como este recorrido no se ha producido en el Estado español en los niveles institucionales, pero sí en la realidad social básica, el laicismo más agresivo es el síntoma de esta contradicción, en la que lo real (la decadencia católica) cruje frente a las prerrogativas de la Iglesia. Dicho en términos de sociología política, el laicismo racional es una propuesta de normalización, aunque sus manifestaciones públicas asumen a veces la misma intransigencia de la Iglesia histórica y se decantan por el enfrentamiento y la derrota religiosa. La protesta laicista contra el JMJ obedece a esas tensiones internas no resueltas en la comunidad y también al grado de intolerancia de los más radicales. Las actitudes fanáticas de Rouco Varela y los activistas del 15-M son de igual naturaleza.
El laicismo no es responsable de la diferencia existente entre el 71,7% que se declara católico (encuesta del CIS de julio) y el 74,4% que manifiesta no asistir a misa casi nunca o solo algunas veces al año. Semejante incoherencia es fruto de los males internos de la institución religiosa y herencia del inflado catolicismo de otras épocas. La tradición no hace que la gente crea por inercia al no traspasar su cultura. Más le vale a la Iglesia cuidar un talante de humildad frente a la contracepción, el aborto, la sexualidad, las mujeres y la familia, recuperando el sentido caritativo cristiano y relegando sus furores de condena y sus maldiciones contra la sociedad democrática. Convencer es más difícil, pero más eficaz que la excomunión y el mito del infierno.
La respuesta exhibicionista
Los fastos del JMJ son una réplica desproporcionada a las necesidades espirituales. Un exceso de esplendor y una movilización desaforada. Desde la perspectiva de la mercadotecnia constituye una campaña de marketing global que se centra en el target más endeble, los jóvenes, los potenciales clientes del futuro. La debilidad católica ha optado por el exhibicionismo piadoso y no por la sobriedad y profundidad de la fe. Ha elegido el espectáculo, seducido quizás por las modas de la sociedad posmoderna. Pero el JMJ pasará y el germen cristiano apenas dará frutos, me temo, porque no hay contenidos nuevos. No es al millón de convencidos concurrentes a los que hay que conquistar, sino a la gran mayoría de creyentes desilusionados que, perplejos, contemplan un despliegue descomunal que, poco a poco y día a día, con mensajes de compasión y comprensión, resultaría más convincente que este aparatoso derroche de solemnidad. Dios nunca decepciona, pero la Iglesia es decepcionante.
El mayor enemigo de la Iglesia no es el laicismo, sino la indiferencia, siendo esta producto de la frustración del proyecto cristiano original y el cómodo refugio de los desencantados que un día creyeron y dejaron de creer porque el Dios de la predicación se oponía al Dios de las realidades concretas. Millones de personas buscan la verdad, yo también. Es posible que la falta de sinceridad colectiva de los católicos haya sido el mayor estorbo para la exploración de la verdad. Y si la verdad no está la ciencia, sino en la intuición de un más allá y en la bondad de una vida compasiva, nuestra Iglesia debería ocuparse de convertir a los buscadores en encontradores.
http://www.deia.com/2011/08/18/opinion/tribuna-abierta/a-quien-le-importa-el-viaje-del-papa