El martes, 25 de octubre, es festivo en Bizkaia, Gipuzkoa y Araba por decisión de un parlamento en el que no están representados todos los ciudadanos y que configura una composición ilegítima de la que se deriva un Gobierno PSE+PP igualmente ilegítimo. Por eso, denominar a esta jornada Día de Euskadi/Euskadiko Eguna es tan sumamente artificial que suena a sarcasmo y burla provocadora. La gran mayoría de los ciudadanos vascos tienen poco que celebrar este día, aunque no haya que ir a trabajar (quien tenga trabajo) y por mucho que doren la festividad con recepciones, medallas y discursos de justificación de su deshonra democrática. No tenemos nada que celebrar porque ni es una fiesta con contenido emocional y racional, ni sus organizadores tienen derecho político e histórico para imponer su invención a la ciudadanía vasca.
Recuerdo que la elección del 25 de octubre como día para la ratificación popular del Estatuto se inspiró en que esta misma fecha, pero en 1839, se promulgó la abolición foral, una ley envuelta en una falsa ratificación de los derechos originarios que resultó el primer paso de la asimilación de Bizkaia, Gipuzkoa, Araba y Nafarroa como meras provincias españolas. Y lo que en 1979 fue una esperanza, ha terminado por ser, como en el siglo XIX, un gran engaño político, otra estafa democrática de España que, por la fuerza o la mentira legal, siempre se las ha arreglado para impedir a Euskadi su pleno desarrollo como país singular.
No niego que la efeméride del referéndum que en 1979 aprobó el Estatuto de Gernika carezca de cierta carga de razón festiva. El problema está en la intención y la contradicción de esta festividad artificial:
– La mala intención. PSE y PP, que sostienen un gobierno frentista, han impuesto esta festividad no tanto por su fervor estatutario, sino por marcar una frontera partidista a los sentimientos abertzales, fijando así los límites de las aspiraciones de estos, un non plus ultra radical. Al final esta fiesta es una especie de 18 de julio del españolismo vasco.
– La contradicción. El absurdo de que el PP, que votó en contra del Estatuto, se ponga a la cabeza de los más fieles estatutistas, imponiendo a los que más lucharon a favor del autogobierno (PNV) una fiesta cargada de perversidad política y torpeza contra la cohesión social de Euskadi.
Esta fiesta antinatura proyecta las paradojas de la política vasca. La fiesta la proclaman y celebran, con no demasiado entusiasmo, más allá de la escenificación mediática, aquellos que menos trabajaron por el Estatuto: los socialistas hicieron de comparsa y el PP votó en contra porque el pacto estatutario “atentaba contra la unidad de España”, mientras quienes realmente construyeron el Estatuto (los nacionalistas) se sienten defraudados por la ruptura sistemática de aquel acuerdo de 1979.
Treinta y dos años después, con un Estatuto incompleto, que solo ha avanzado cuando el Gobierno central ha necesitado del apoyo del PNV, el autogobierno limitado está en vías de superación y se abre al horizonte de una nueva relación entre Euskadi y el Estado a partir del reconocimiento democrático del derecho a decidir, lo que nos llevaría a medio plazo a un pacto confederal o una eventual independencia. Hoy, el Estatuto solo tiene validez instrumental para caminar del viejo tiempo del postfranquismo y su transición tramposa a una nueva era democrática en Euskadi, todo a reserva de los sucesivos posicionamientos de la ciudadanía vasca en las consultas a las que sea convocada.
Y si el 25 de octubre no vale como fiesta nacional compartida, ¿cuál es la alternativa que nos pueda reunir a la mayoría de los vascos? Me temo que no hay ninguna. El Aberri Eguna es para los nacionalistas su fiesta colectiva, pero con la que no se identifican los vascos españoles, aunque hubo un tiempo en que los socialistas la celebraban en comandita con los abertzales. El PSE decidió, por conveniencia, ser más español que vasco, al contrario que sus correligionarios catalanes, que celebran la Diada con los nacionalistas, para confirmar que son, antes que nada, catalanes. En todo caso, es preferible, por dignidad, no tener fiesta nacional que admitir una que es un puro embuste y una imposición insultante.
Si no tenemos un día para la fiesta institucional compartida es porque el país está dividido en lo esencial. Es la expresión cuasi anecdótica del conflicto vasco, el verdadero problema vasco, contaminado durante tantos años por la acción criminal del terrorismo revolucionario. Debemos admitir que aún siendo un país muy pequeño somos incapaces de ponernos de acuerdo en lo básico. Estamos desunidos, ciertamente. Solo los valores éticos de la democracia, la libertad y la justicia nos permiten convivir; pero diferimos en la definición de un marco político que satisfaga, sin imposiciones del Estado asimilador ni radicalismos locales, a la gran mayoría. No tiene esta situación de división por qué hacernos un país más infeliz, ni impedir nuestros avances en todos los sentidos; pero tenemos pendientes acuerdos democráticos, precisamente porque se han mermado -desde el Estado y desde la violencia antisistema- las posibilidades de acuerdo.
He mirado, como cada día, el santoral y compruebo que el 25 de octubre es San Frontón de Périgeux (Saint–Front de Périgueux) un santo de Aquitania, considerado como el primer anunciador del Evangelio en esa zona vecina. ¡San Frontón, qué magnífico santo para Euskadi! Si hemos adoptado a San Mamés, un santo turco, y a San Sebastián, un santo romano, ¿por qué no adoptar a este San Frontón para ser el patrón de Euskadi, para conformar nuestra fiesta nacional en torno a su rotundo nombre y simbolismo? Ni Día del Estatuto, ni Día de la Raza, ni nada que desuna o incomode a las personas de diferente opinión política. San Frontón, un santo auténtico. No creo que haya mejor emblema que el frontón como elemento de cohesión y unidad entre vascos, al menos mientras el ejercicio de la democracia sin tutelas vaya despejando el camino para que, en pocos años, podamos pactar un punto de encuentro político, sin mermas ni excusas.
¡Vascos todos, viva San Frontón!



