El último dinosaurio se extingue. Manuel Fraga Iribarne, ministro de la dictadura, fundador del PP y causante político de numerosos crímenes, ha anunciado su retirada y que no repetirá en las listas de la derecha en las próximas elecciones del 20-N. Y lo hace a los 89 años, a la edad en que las personas llevan ya retiradas más de dos décadas. Solo los dictadores y los Papas, y allí donde reina la gerontocracia, se resisten a la jubilación y aguantan en sus cargos hasta que la muerte los retire. Ni siquiera la edad ablanda algunos corazones: de jóvenes autoritarios transitan a viejos maniáticos. Cuando sea anciano, quisiera ser eso, un viejo que juega con sus nietos y lee junto al fuego, mirando el pasado compasivamente, sin tristeza y sin ira.
Fraga representaba el vínculo directo entre el franquismo y el PP, entre la dictadura y la derecha, una sucesión que quedó impune de sus numerosos delitos mediante una transición tramposa e ilegítima de la que la democracia española seguirá siendo subsidiaria hasta una segunda y definitiva transición. Las dificultades esenciales del PP para condenar la dictadura tienen que ver con estas ataduras y certezas de la historia.
A los actuales dirigentes del PP les disgusta que les recuerden el dramático currículo de don Manuel (así le llaman todos, servilmente, en su partido). De ahí, la fijación de la derecha en el argumento falaz de que la memoria histórica significa abrir viejas heridas; pero aunque se retire de la política activa, nadie podrá negar la verdad de que el PP ha sido, es y será franquismo reconvertido. “Franquismo con votos”, lo llamó Xabier Arzalluz.
Los suyos -desde El Correo al ABC, Intereconomía y demás medios fachas- harán estos días enfáticos panegíricos y rememorarán sus palabras, sus gestos y su trayectoria, formando un coro de empalagosos halagos. No hablarán de sus crímenes, porque en España haber sido ministro de Franco es un mérito. Fraga tiene calles a su nombre y bustos de homenaje sin que nadie apele a la fiscalía por enaltecimiento del terror. Fraga es más que la expresión perfecta de la contradicción democrática del Estado español. Fraga y democracia forman un oxímoron.
Conocí a Fraga y le traté profesionalmente durante años. Algunos de sus escritos y discursos de campaña salieron de mi pluma. Fue en aquellos años de la transición, del 80 al 89, en los inicios de mi carrera en comunicación. Formé parte de los equipos de campaña de AP y PP. Es difícil explicar cómo se lleva una experiencia así, tan paradójica, pero debo decir que fueron años de trabajo muy interesantes y productivos que me permitieron conocer a buena parte de los políticos de la época. Las técnicas de imagen, por entonces, tenían más que ver con el verbo que con la estética. Y lo mío fue siempre componer palabras para mover a la gente hacia ideas, productos y marcas.
Puedo reconocer que me impresionó la inteligencia de Fraga, su brillantez y su capacidad de trabajo; pero detesté siempre su vileza moral, su carácter insoportable y su proceder mesiánico. Presencié en numerosas ocasiones su terrible genio y el trato humillante que dispensaba a los suyos. Su ambición era desmedida porque se creía investido de un discernimiento superior, al mismo tiempo que pensaba que a la gente hay que dirigirla como un rebaño. Y él se creía hecho para mandar y salvar a España de la izquierda y los separatistas. Su mayor éxito fue ser presidente de Galicia, hasta que lo retiró la unión de socialistas y nacionalistas. Y su mayor fracaso es no haber pronunciado jamás una condena del franquismo. Porque era como negarse a sí mismo. En este sentido, ejercía la coherencia de los tiranos: canallas que no se niegan.
Fraga se retira de la política y se morirá sin haber pasado por taquilla, dejando pendientes sus deudas morales y creyéndose un gigante de la derecha. Fraga es un poco como España y otro poco como Franco, no por gallegos, sino por canallas que escapan del veredicto del presente al señalarse como líderes excepcionales a los que solo puede enjuiciar. Dejan su testamento para el veredicto de la historia. Como los grandes criminales.
Euskadi ha sufrido mucho con este tipo, particularmente en los primeros años de la transición. El Partido Popular es heredero de su agresividad y su intolerancia, como es evidente al escuchar a Mayor Oreja y Basagoiti. Por cierto, Rajoy es directamente su hijo político. Solo una persona, entre todas las que le padecieron, fue capaz de liberarse de él y salir vivo: Jorge Verstringe, el hombre que quiso democratizar de verdad a la derecha y fue devorado por tan ilusorio propósito. El darwinismo político no existe: la derecha española es y será siempre, más allá de sus disfraces, un proyecto totalitario. De Franco a Rajoy, pasando por Fraga y Aznar, no se aprecia evolución.




