Pésima gestión emocional de la pandemia

Es verdad que la pandemia ha cambiado el mundo y nos obliga a una transformación completa. Todo se vino abajo en 2020 y nos pilló sin la preparación y los conocimientos necesarios para enfrentarnos a un virus desconocido a escala global. Ahora tenemos que aprender a gestionar sus consecuencias y prevenirnos ante futuros peligros. Como prioridad, habrá que reformular el sistema público de salud y dotarlo de más recursos y mayor operatividad. La comunicación on line nos ha mostrado lo poco capacitados que estábamos para teletrabajar, teleeducar y demás formas de relación a distancia: es hora de una digitalización plena, con los cambios mentales que implican y la revaloración de los servicios presenciales, más que nunca indispensables. Las leyes tendrán que renovarse preservando una democracia amenazada en sus pilares con la dicotomía de seguridad o libertad, en tanto que la autonomía de los territorios -la libertad de origen- deberá hacer frente el riesgo real del neocentralismo. Casi todo se modificaráSi creemos que la normalidad es volver a lo de antes, habremos pagado un altísimo precio humano, económico y social para nada.

¿Y qué ha ocurrido con la gestión emocional, con el sentir de las personas en esta catástrofe y el modo en que se han administrado los sentimientos y el estrés de la gente? ¡Ah, las emociones, la loca de la casa, pero tan determinantes! Según mi observación, han existido tres áreas de gestión negativa: primera, el uso sistemático del miedo como mecanismo de control de las conductas y condicionante de la libertad individual con menoscabo de la responsabilidad propia. Segunda, una sobreinformación alarmista que ha incluido a nuevos interlocutores, de insuficiente preparación en la comunicación social, losllamados expertos. Y tercera, una brutal desmoralización colectiva derivada de la irresponsabilidad política por inoportunas desavenencias partidistas que provocó un sufrimiento añadido en la ciudadanía, además de una inmensa vergüenza ante el comportamiento de sus líderes. 

El miedo y la angustia

​El miedo ha sido el gran gestor de la crisis. Ante un virus que mataba a miles de personas y colmaba hospitales y unidades de cuidados intensivos, lo normal era sentir miedo, mucho miedo. El problema es que, al terror natural e inevitable de los ciudadanos, se ha agregado el miedo como factor de gobierno de los actos individuales. La cuestión es que las autoridades centrales, bajo el complejo de culpabilidad de haber llegado tarde y mal a la reacción preventiva y sanitaria de la pandemia (con mensajeros públicos que hablaban en aquellas vísperas de la poca incidencia que tendría en España), llevaron a añadir más carga de miedo al principio del desastre. Y del miedo a la angustia solo había un pequeño trecho. Aquello degeneró en angustia colectiva. Es verdad, las cosas eran complicadas y excepcionales, pero no justificaba que se lanzase el mensaje del temor y se optase por el agobio psicológico sin la justa contención. Lo más fácil era generar más depresión. Y el miedo, lejos de ser un factor positivo, lleva a la irracionalidad en las conductas y a la pérdida de la autonomía emocional.

​Se impuso el mensaje del miedo en lugar de una apelación a la responsabilidad, quizás porque hay dirigentes que no creen en la cordura de la gente. Aquello fue un discurso castrense, unido a la aplicacióndesmesurada de sanciones. ¿Cómo se puede castigar a las personas, atribuladas hasta la tristeza infinita, con multas por causas nimias en su mayoría y, además, sin base legal? Era el momento del comedimiento y convocar la solidaridad colectiva sin tutelas paternalistas. Se decretó la vieja pedagogía franquista de que solo son útiles el castigo y el terror para implantar la obediencia, cuyas secuelasindeseadas llegarían tiempo después. ¿No es obvio que las conductas incívicas tras el relajamiento de la pandemia son producto de aquellos excesos iniciales? La naturaleza humana, sobre todo entre los más jóvenes, tiene extraños resortes de compensación, como la respuesta irracional frente a la prohibición. Y del abuso y la tutela de las masas se sale escaldado siempre. Ahora estamos en plena criminalización de la juventud, así, en su conjunto, sin matices y generalizada.

Ponderar la información

En su mayoría, los medios de comunicación -y específicamente la televisión- cooperaron en el contagio del miedo y no compensaron el estrés social con formatos de equilibrio emocional y confianza las fortalezas del sistema. Se desparramaron hasta la obcecación en el recuento de las víctimas. Fueron los implacables informadores de la lista diaria de muertos, hora a hora, como el goteo del horror. En una guerra (y la pandemia es una guerra peculiar, toque de queda incluido) no se cuentan los muertos. No, ese cálculo se hace al final, evitando hasta entonces los efectos desmoralizadores que hemos padecido por la acumulación de cadáveres y enfermos. Creyeron que era menester agregar más agobioy que las noticias fúnebres contribuyeran a meter a la gente en sus refugios, acobardándola en vez de robustecerla. No, la información no tenía la misión de ocultar la verdad, pero tampoco la de arrojarnos al abismo de la angustia con una sobreinformación temeraria.

​A esta sobrecarga informativa se ha añadido la intervención de nuevos mensajeros, peritos en virología, inmunología y otros científicos, con mucha sabiduría a sus espaldas, pero incompetentes en comunicación social con resultados contraproducentes. Sus continuos errores, incoherencias y divergencias han sido, sin mala intención, causa de confusión y motivo de mayor pesimismo y desconcierto. De los laboratorios a los platós de televisión se va aprendido y no a experimentar como pontífices de una nueva religión salvífica. La soberbia o quizás la vanidad les volvió arrogantes y dogmáticos en sus intervenciones públicas. Y lo que es peor, se prodigaron en vaticinios que casi nunca se cumplieron. Pocos han hecho autocrítica. El caso paradigmático es Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Estado, a quien el azar puso en una circunstancia para la que nadie estaba cualificado. Sobrepasado por la situación, se equivocó cien veces, se contradijo, negó y afirmó por igual sobre cosas idénticas, hasta caer en un penoso descrédito ante la comunidad. Es la imagen exacta del fracaso de la gestión emocional de la pandemia.   

Lo peor de la política

​Por si no fuera bastante sufrir un alud de miedoinducido por el sistema, la anulación de la responsabilidad propia, la tutela arbitraria de las libertades y una sobreinformación nociva trufada de contrasentidos por los profetas de la ciencia, los líderes políticos hicieron todo lo posible, con sus inútiles e infantiles desavenencias para desmoralizar a la sociedad y llevar más preocupación a la ciudadanía. No pudieron hacerlo peor y causar más daño con su bronca permanente. Cuando más unidad de acción y mayor cooperación eran necesarias, se culparon unos a otros y se obstaculizaron priorizando sus mezquindades a la resolución de los efectos inaplazables de la pandemia. Por su parte, la justicia se contradecía y estorbaba con sus resoluciones. Y en eso siguen. ¡Qué español es el espectáculo del cainismo, transmitido de arriba abajo!Sobrecogía ver cómo se celebraban los malos datos de la pandemia sin considerar las amarguras de la gente, hastiada de las ruindades partidistas. La democracia y sus tres poderes salen muy tocados de esta plaga.

Llegamos exhaustos y con el corazón roto al interminable fin de esta pesadilla. No se censuran las decisiones técnicas, discutibles e improvisadas muchas veces, porque nadie, en ningún lugar del mundo, sabía a ciencia cierta qué procedía hacer; pero sí reclamamos que los padecimientos de la gente, su sentir y su angustia no se tuvieran en cuenta. ¡No digan que fue por nuestro bien, maldita sea! Hay una fragilidad humana que respetar y que no se ha entendido. Así que pongan la prioridad emocional en la agenda de la próxima crisis.

JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ Consultor de comunicación

Privado contra público


La crisis democrática tiene en las pantallas su propio escenario: el desequilibrio entre televisión privada y televisión pública. En España las audiencias de las cadenas comerciales representan el 72%, entre las que solo los canales de Mediaset y Atresmedia acaparan el 58%. Al otro lado, RTVE se lleva el 13%, las autonómicas el 8% y ETB suma el 14% con sus cuatro canales. ¡Son las preferencias de la gente!, exclaman los siervos del sistema neoliberal. Sí, es libertad de elección, ¿pero esta descompensación no condiciona la sociedad, sus prioridades y valores hasta favorecer su tutela? ¿Acaso el monstruoso Berlusconi, dueño de la corporación Telecinco, es imparcial en lo político y moral? Todo es muy contradictorio.

Con décadas de tardanza, pero conscientes de las amenazas comunes frente a la codicia empresarial, RTVE y Forta (que integra a las emisoras autonómicas) firmaron hace poco el Convenio Compostela, pretensioso nombrecito para el compromiso de «compartir conocimiento y maximizar los rendimientos de los diferentes sistemas públicos de comunicación de cara al futuro». ¿Y en qué se va a sustanciar, si puede saberse? ¿Hay alguna esperanza de que las administradas por el PP –y Vox en Telemadrid– compitan contra sus aliados de los medios privados?

El drama es el menoscabo de lo público, a lo que contribuyó la izquierda con la infamia de Zapatero al eliminar los anuncios de TVE para regalárselos a la derecha. ¿Qué razón metafísica impedía a los medios estatales financiarse con publicidad? Lo peor de la pública es su complejo de mal gestor, falso e inducido por los asaltadores de la libertad. Hubo una tele nacional, la catalana TV3, que reunió a todo un pueblo contra la brutal embestida de España ganándole el relato. Para la superación democrática y la autoestima colectiva se imaginó la televisión pública.

JOSÉ RAMÓN BLAZQUEZ

Ruido en Tokio

Alguien ha calificado la cita deportiva de Tokio 2020 como las Olimpiadas del silencio. Por el contrario, serán los Juegos del ruido. Como el estruendo artificial, grosero y turbador que congregó el Nuevo Estadio Nacional de Japón durante la ceremonia inaugural y queprobablemente se repetirá en todas las canchas hasta el 8 de agosto. Gran error de concepto, porque el vacío no se puede llenar. El vacío humano es radical y como la soledad, totalitario. Los diseñadores del espectáculosustituyeron la presencia de gente con música de videojuegos y efectos especiales, pero nada reemplaza el bullicio y el entusiasmo de las personas y la tentativa de ocultarlo lleva a una degradación que ya conocemos en las retransmisiones del fútbol durante la campaña y media de vacío en los campos por la pandemia, lo que debería tipificarse en el código penal, más que nada porque dan pena.

Tokio no ha podido superar la calidad artística de la gala de apertura de Beijing 2008 y mucho menos la de Londres 2012, la más gloriosa hasta la fecha. No es su culpa que el virus haya desmantelado sus planes sin poder reivindicarse como en 1964. Aun así, con pifias absurdas, fue una ceremonia magnífica, síntesis de muchas cosas, mitad oriente y mitad occidente, imagen y teatro, pasado y presente, antes y después de un desfile tedioso desarrollado en medio de un pasillo de histéricos saludadores. Después de que el emperador Naruhito, nieto del genocida Hirohito, declarara abiertos los Juegos, la bandera olímpica debió quedar, honrosamente, a media asta.

¿Cómo entender el simbolismo del atleta que corría sobre una máquina de gimnasio en el centro del escenario? ¿Qué validez tendrá el medallero sin Rusia? Competirán Palestina y Kosovo entre más de 200 países, pero faltarán las banderas de naciones asimiladas, como Euskadi y Catalunya. Algún día.

JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ

Que viene el mañana

El mundo cambia al compararse con su pasado. Y cada uno de nosotros también, cuando miramos atrás para seguir adelante. Esta parece ser la inspiración de El día de mañana, estrenado en ETB2 el pasado miércoles, al mando de Dani Álvarez y producción de K2000. No podía haber sido mejor, porque lo que vimos fue televisión de primera clase, por la profundidad alcanzada con la historia de Edurne Pasaban, sus éxitos y su descenso al abismo de la depresión, que la llevó a dos tentativas de suicidio, ingreso en el psiquiátrico y siete años de convivencia entre la enfermedad y la escalada de élite. Impresionante. Con 14 ochomiles en su palmarés y siendo la primera mujer del mundo en alcanzar todos los techos del planeta, la alpinista tolosarra no tuvo reparos en mostrarse frágil y fuerte a la vez y señalarnos el precio de una vida de cumbres y fracasos personales.

No hay grandes relatos en la tele sin la construcción de un clima de diálogo que propicie el fluir de las emociones hasta sus últimas consecuencias. Dani Álvarez extrajo el alma a Pasaban y de ahí el torrente de secretos, lágrimas y risas, incluso la intimidad y los amores, a lo que rara vez llega en público vasco, o una vasca. Podía haber pasado de largo del choque con Juanito Oyarzabal, pero no lo eludió. Aquello fue una anécdota en la trayectoria de ambos montañeros. Sabemos que la cima más alta a la que ha llegado Edurne es la maternidad a la tardía edad de 43 años. No hay mayor Everest que Max, el niño que puso paz en la trayectoria vital de esta admirable señora, ejemplo de tantas cosas buenas.

Promete mucho este primer episodio. Llegarán Joaquín AchúcarroJuan Luis Arsuaga, Paco Etxeberria, Miren Arzalluz con todo su apellido a cuestas, Gabriel Rufián, Ernesto Valverde y Fernando Aramburu con su sobrevalorada novela, Patria. Que pase el siguiente.

Dejadnos morir en paz

Así, con el énfasis de las admiraciones, como grito, como súplica de un derecho que ha costado siglos llevarlo a ley, este sería mi lema del propósito social de la eutanasia: ¡Dejadles morir en paz! Para una cultura como la nuestra, condicionada por la tiranía moral de la Iglesia católica y otras confesiones, temerosa de la certeza inexorable de la muerte como parte de la vida, este es un gran avance y el comienzo, sin ocultaciones ni prácticas hipócritas, de una forma digna y madura de afrontar el final humano. Llama la atención que un hecho tan doloroso, y por tanto urgente y necesario, tenga tan poco respaldo en el mundo, donde solo un puñado de países lo reconocen con diferentes versiones y en algunos casos como suicidio asistido para eludir a la clase médica, atrincherada tras el viejo Hipócrates. El miedo a la realidad -la cobardía más vieja de la historia- es el causante de esta fragilidad e insensibilidad democrática, lo que se contrapone a la gran cantidad de naciones que mantienen la bárbara pena de muerte como acto de justicia.

            Como era previsible, la derecha y la ultraderecha, así como la jerarquía religiosa que nos aturde con sus mitos de polilla y purpurina, han presentado recursos contra una ley que entró en vigor el pasado 25 de junio. ¿Por qué son siempre los privilegiados de un sistema desigual y los vigilantes del espíritu quienes frenan cambios y reformas? ¿Por qué obstaculizan que cada ser humano tenga capacidad de elección de principio a fin? ¿Por qué esa obstinación en impedir enfrentarse a los estragos del azar, si es algo que afecta por igual a ricos y pobres, creyentes y agnósticos? En el colmo de la desvergüenza ética, el PP ha puesto frente a la ley de eutanasia a las miles de víctimas del coronavirus. Ya conocemos por aquí a los de Pablo Casado en su carroñera tradición de convertir a los muertos en votos.

Cuando es mejor morir

            Se proclama la eutanasia como derecho, no como obligación, de manera que quien quiera para sí o para las personas a su cargo un ilimitado periodo de “padecimiento grave, crónico e imposibilitante”, puedan continuarlo en conciencia. Y a la vez, ofrece seguridad jurídica, recursos y procedimientos para que ante “enfermedad grave e incurable”, causantes de un sufrimiento físico o psíquico intolerables, se acepte poner un fin decente y compasivo a una vida que así, deshumanizada al extremo, había terminado de tener sentido. 

La gran aportación de la ley es que, sin forzar a nadie a vivir vegetativamente, posibilita un honroso fin, bajo estrictas garantías de que morir o dejar morir no constituya un delito, sino, por el contrario, se asuma como un acto generoso, valiente y socialmente válido, bien comprendido en el seno de las familias. Hasta los más recalcitrantes en lo ideológico y religioso aceptan esta respuesta, aunque callen fingidamente, cuando lo único y más íntegro es escoger entre la compasión y la crueldad. No es caridad, es un derecho entre los más elevados de los derechos humanos, morir sin la desalmada prolongación de la agonía. 

Recuerdo que la reciente película norteamericana, La decisión, planteaba la historia de Lily, encarnada por la gran Susan Sarandon, quien, enferma de ELA, recurre a la eutanasia para terminar su padecimiento con la ayuda de su marido e hijas. Yo también quisiera para mí una salida y un apoyo iguales, respaldados por ley, llegado el trance de muerte dolorosa, despiadada y sin salida. 

Paliativos y sus limitaciones

            Ciertamente, las cosas no son simples; pero no por eso han de eludirse si nos consideramos seres inteligentes y responsables en una sociedad equilibrada. ¿O vamos a seguir bajo la tutela moral de credos y organizaciones supremacistas? La única alternativa -parcial- a la razón de la eutanasia son los cuidados paliativos, cuya misión es prevenir y reducir los síntomas y efectos de la enfermedad y los tratamientos. Creo que la sanidad pública puede y debe poner más recursos humanos y científicos para atacar el dolor en todos sus frentes. Pero quienes saben de estos asuntos reconocen sus limitaciones ante el sufrimiento de la enfermedad terminal. Los paliativos no son un misticismo, ni herederos laicos de la resignación cristiana. Son nada más -y nada menos- que una meritoria aportación de la ciencia médica que no puede resolverlo todo y no debería anular, en nombre de la medicina, la solución de la eutanasia y su versión del suicidio asistido. 

            ¿Pueden los paliativos requerir a un paciente terminal, con sufrimientos físicos y psíquicos insoportables, que se comporte como un héroe y resista todo durante años hasta la cruel consumación de la enfermedad? ¿Dónde queda la empatía médica ante las muchas limitaciones de los tratamientos paliativos? Lo paliativo busca “atenuar o suavizar los efectos de una cosa negativa, como un dolor, un sufrimiento o un castigo”. Y sí, llegados a este punto, la vida es un castigo brutal. Nadie quiere morir, pero esta es una elección razonable y autocompasiva que deberíamos dejar en manos de la libertad individual y al amparo garantista de las instituciones democráticas. Y porque principalmente no alcanzan ni de lejos toda la complejidad de nuestra naturaleza personal, los cuidados paliativos jamás resolverán la pérdida de la dignidad humana a la que conduce la dolencia incurable e intratable, con los prolegómenos de la dependencia, ya de por sí demoledora de la libre autonomía. 

Los abusos como excusa

            En el debate parlamentario los detractores de la regulación de la eutanasia hicieron hincapié en el riesgo de abusos, como los ocurridos en Holanda en la práctica de esta salida vital. Se han generado sospechas sobre muerte asistida, aduciendo un propósito calculado del Estado para liquidar a las personas mayores y los enfermos crónicos. Es la vieja táctica del miedo que han usado por sistema las religiones y las creencias dogmáticas que declaran a Dios propietario de nuestra vida. Curiosamente, los más cercanos a las ideas totalitarias, asimilan la eutanasia a comportamientos nazis en la destrucción selectiva. Nada más elocuente que un nazi para hablar de lo que fue su pasado y sus disfraces presentes, algunos de los cuales percibimos en Vox.  

            Si los abusos en cualquier derecho fueran razón para negarlo, estaríamos aún en la edad de piedra y gobernados por caudillos. ¿En qué ámbito no han existido transgresiones y arbitrariedades? ¿Cuánto mal se ha causado en nombre de la libertad y la paz? ¿Los abusos sexuales y la pederastia que sacudieron a la iglesia católica invalida para los creyentes su sentido? Lo cierto es que la ley, con sus carencias y tardanzas, ofrece suficientes garantías para que la eutanasia se aplique con la responsabilidad que es común en nuestra sociedad. 

            La ley que legaliza la eutanasia ha tenido en el senador de Geroa Bai, Koldo Martínez Urionabarrenetxea, a un auténtico paladín, intentando mejorar un texto con múltiples deficiencias. Suyas fueron las enmiendas más sustanciales. Como médico y experto en bioética, trató de que no recayese en los profesionales de enfermería, sino en los doctores, la administración del fármaco letal y que se regulase el suicidio asistido. “¿Por qué les da tanto miedo mencionar el suicidio asistido? ¿Por qué? Eutanasia y suicidio asistido son ambos ayuda para morir”. Tenía razón. En la película arriba citada, Lily pide a su esposo e hijas que se marchen de la casa y no regresen en unas horas. En este intervalo, ella misma, aquejada con los primeros síntomas de la maldita ELA, se toma la droga que la salvará del sufrimiento y la angustia y evitará problemas penales a su familia. Algo así procuró, allá en 1998, Ramón Sampedro, a quien recordamos como un formidable pionero de la muerte digna. No, no estamos en manos de Dios, sino en las nuestras propias -y del azar- para vivir intensamente y morir sin la condena de una salvaje e inútil agonía y la previa deshonra de la dependencia.