Llamamos tecnocracia al gobierno de los expertos en sustitución de los líderes elegidos por la gente. Estamos a un paso de caer en esta aristocracia darwinista en la creencia de su superioridad. La televisión ha encumbrado a expertos en inmunología y virología y a algunos se les ha subido la fama a la cabeza a pesar de sus burdas contradicciones, falsos vaticinios y obsesiones dramáticas. César Carballo, el más locuaz, ya tiene su libro y con él se pasea exultante por los platós. Alfredo Corell, todo un catedrático, ha optado por lo friki explicando la vacuna con piezas de playmobil. A Fernando Simón, imagen oficial de la amargura, le nominaron para hijo predilecto de Zaragoza y en mala hora aceptó. Ya lo dice Lucifer, encarnado por Al Pacino en el film Pactar con el diablo: “Vanidad, definitivamente, mi pecado favorito”.
Estalló el volcán de La Palma y las pantallas se llenaron de vulcanólogos y geólogos, menos presuntuosos que los doctores, y durante tres meses pronosticaron lo impredecible de la montaña de fuego. Y ahora, con la amenaza de una guerra en Europa, han llegado los expertos en estrategia militar, entre ellos el coronel del ejército español en la reserva Pedro Baños, habitual de los programas de Iker Jiménez que van de los fantasmas y ovnis en Cuarto Milenio a la realidad menor en Horizonte, ambos en Cuatro. El coronel ya tiene quien le escuche y va por todas las cadenas con aires de estado mayor. ¡Ríndete, Putin!
En Ámsterdam otros expertos aseguran en un libro haber descubierto al delator de la familia de Ana Frank a los nazis y lo único que tienen como prueba es ¡una nota anónima enviada al padre de la niña! Líbrenos el cielo de este vendaval de erudita pedantería y el advenimiento de la tecnocracia, más hoy que nuestra Adela, abandonada por ETB, se va al estercolero de Sálvame. Estamos perdidos.
Quién ha sido?, preguntaba el profesor o el cura a los aterrados alumnos de la clase ante la evidencia de alguna falta sin autor conocido. Y como se hacía un silencio solidario en el aula, el adulto a cargo sentenciaba: “¿Nadie? ¡Pues estáis todos castigados!”. Con esta siniestra pedagogía crecimos millones de niños en la España franquista y creo que todavía sigue en ejercicio, aunque en menor medida, este código demoledor de la culpa colectiva. También era una práctica cuartelera que seguramente se mantiene entre militares y ámbitos autoritarios, dando así carta de naturaleza a la totalización del reproche que hoy atraviesa de parte a parte la sociedad democrática hasta el punto de infantilizarla.
¿Acaso esta práctica no está presente en la gestión de la pandemia al culpabilizar genéricamente a grandes colectivos (la juventud, por ejemplo) para explicar y excusar la mala situación de los contagios por Covid? ¿No es observable en fallos judiciales la proyección de la culpa colectiva a grupos e ideologías por delitos nominales? Igualmente, es un método de análisis histórico y una regla moral en las religiones, que no en vano idearon el pecado original como mancha arbitraria desde el nacimiento, todo un simbolismo de sus propósitos de control de las conciencias. El historiador jesuita Fernando García de Cortázar dijo hace unos días en El Mundo: “Al nacionalismo no se le ha pasado por el tribunal de la historia”, con lo que, además de convertir la historia (¿qué historia, amigo mío?) en instancia suprema de justicia, situaría al autor, con todo su sesgo españolista, en supremo magistrado para la condena de todos los nacionalistas (¿qué nacionalistas, señor cura?) al fuego eterno y la hoguera terrenal. No, nunca existieron culpas colectivas. Jamás la culpa fue de todos, precisamente para evitar que la responsabilidad, finalmente, sea de nadie.
Las culpas del pasado
Otra militante del gremio de la historia, Carmen Iglesias, declaró hace poco y en el mismo medio, en el contexto de las críticas al genocidio de la conquista española de América, que “no hay que pedir perdón por el pasado”. Esta exculpación general (el otro lado de la culpa colectiva) me ha llenado de zozobra, no solo por su enfoque errático, sino también porque se aleja de la opinión de sus colegas -que podríamos nominar- empeñados en el señalamiento de culpables sobre hechos lejanos y próximos y autoconstituirse en la conciencia moral del Estado. Pues verá, señora, si el perdón proviene de la culpa reconocida, hay en el mundo muchas personas vivas que deberían manifestar su arrepentimiento y pagar por ello, en tanto que la conciencia de cada país habría de dejar testimonio de su vergüenza por los actos sangrientos realizados en su nombre en otras épocas.
Quizás es tarea de la historia enseñada en las escuelas y universidades, la cultura general, para dejar patente el rubor por los hechos pasados y antepasados. Pero la historia, como ciencia social, también está en la trinchera de las ideologías, ahora como antes, y es poco confiable. Me contaban que en una clase de primaria y dentro en la asignatura de Sociales, la profesora relataba a los niños de un colegio público de una ciudad española que el Cid Campeador (lo más parecido a un mercenario) ganó post mortem una batalla a los árabes con su cadáver montado sobre el caballo al frente de las tropas castellanas, haciendo huir con su presencia al enemigo. Si en el siglo XXI el sistema educativo estatal instala en la cabeza de la infancia estas patrañas, narradas como certezas históricas y no como leyendas, es imposible confiar que España y sus voceros eleven a sentimiento de bochorno sus crímenes y tiranías. Para esta gente la historia sería algo así como una narrativa heroica y no la irregular sucesión de hechos abominables y de obras dignas. Así se escribe la historia por sus okupas y así se difunde en la educación reglada.
¿Debe España pedir perdón por el franquismo? No, porque, además de que es una abstracción de individuos concretos, no existe una culpa colectiva, sino personas e ideologías concretas responsables de aquello, como el fascismo y la monarquía, con sus dirigentes del 36 al 75 del siglo pasado. Apenas hay supervivientes. Pedimos, eso sí, un juicio histórico, ético y democrático de 40 años de tiranía y que la narrativa veraz lleve a los ciudadanos a sentir y expresar el horror por ese pasado. Lo terrible es que a la muerte de Franco se nos forzó a una transición salpicada de fechorías de Estado, que dejó impunes a los criminales y que, además, se pusieron al frente del desfile de la libertad. Se legitimó la dictadura, cuyos efectos son las cunetas aún llenas de fusilados y los residuos del franquismo sin ser extirpados. Una parte de España carga con esa mala conciencia por sus antepasados, mientras otra, muy amplia, se siente orgullosa.
No creo que el Estado deba culparse de la barbarie de la conquista americana; pero si su relato nacional engrandece a los aventuremos que esquilmaron la riqueza de aquellas tierras y mataron por decenas de miles a quienes no abrazaban la fe de Cristo y el poder absoluto del rey, si no se sonroja por todo lo que de mal se hizo y, peor aún, se siente orgulloso de un pasado despótico e invasor, está moralmente podrido al justificarlo. Las ciudades españolas están a rebosar de monumentos que glorifican a Cortés, Pizarro, Valdivia, nuestros Lope de Aguirre y Blas de Lezo y otros de semejante ralea, lo que contradice el sentido ético de una comunidad crítica y democrática. Sí, sí, estos ensalzamientos criminales se ven en todo el mundo, lo que no es pretexto para sostener la inmoralidad propia.
Euskadi en la memoria
¿Y Euskadi? Exactamente lo mismo. En nuestro nombre se cometieron asesinatos y se negaron los derechos básicos de mucha gente. Y la culpa tiene sus destinatarios concretos: ETA y el sector social que dio cobertura al terrorismo y su proyecto totalitario. Creo que estamos haciendo las cosas correctas dejando patentes el dolor por las víctimas y la vergüenza social de que esta tragedia ocurriera entre nosotros durante interminables años. Pero Euskadi no es culpable como se afana en acusar aquella parte de España que precisamente menos ha hecho por condenar el franquismo y hacer justicia contra los damnificados de la dictadura.
El empeño en culpar del terrorismo, por pasiva, a la sociedad vasca en general y al nacionalismo democrático en particular es, además de un error partidista de la derecha y sus colectivos mediáticos y de víctimas, la vía más segura hacia el fracaso en la redacción de un relato veraz, ético y común para el fin del sufrimiento por el pasado. Nuestra sociedad percibe la culpabilización colectiva como un exorcismo sectario del Estado y lo rechaza, con lo que así las cuentas seguirán pendientes, más por el odio mal llevado de esos sectores ideológicos que por indiferencia social en la valoración del trágico período terrorista.
No hay nación que no tenga motivos sobrados para sentir vergüenza de su pretérito. En Historias de una generación, documental reciente de Netflix, se narra el encuentro entre una mujer negra y otra blanca, ambas de Virginia. La familia de la negra había sido esclavizada por los antepasados de la blanca, quien le transmite las justas palabras: “Soy yo la que debería sentir vergüenza, a pesar de que yo no lo hice. Quiero expresar mi tristeza por todo eso”. Algo parecido dicen los alemanes sobre la experiencia nazi. No se culpa colectivamente a los rusos de la barbarie soviética. Ni a los españoles por el franquismo y la rapiña americana. Ni a los irlandeses del norte por sus 3.500 asesinatos. Tampoco se vuelque sobre los vascos la carga por la violencia de algunos. Esa tendencia católica y moralista a la totalización de las culpas, como el maestro de escuela, o el chusquero, que nos castigaban a todos por la acción de uno, es la que todavía reina en los poderes del Estado y sus acólitos mediáticos e intelectuales. Cuidado con sus trampas contra la inocencia de la gente. Igual para lo malo que lo bueno, que nadie me incluya en la palabra todos.
Los creadores son el 10% y los imitadores, el 90%. En su libro El plagio como una de las bellas artes, Manuel Francisco Reina se extiende en episodios de copia literaria y musical, pero no entra en los robos de programas de televisión. Y existen, ya lo creo. El más patético es el de Juan Jiménez, saxofonista de Los Pekenikes, grupo adelantado a Electric Light Orchestra y que llegó a telonear a The Beatles en su concierto de Madrid del 65. Este hombre tuvo en los noventa una idea brillante para un espacio infantil en TVE y se la trincaron para reconvertirla en El gran juego de la Ocaen las cadenas privadas. Furioso por la usurpación, el artista gastó salud y ahorros en pleitos y todos los perdió por la dificultad de demostrar el sutil atraco. Hoy es un anciano que malvive con una pensión mínima.
Para hacerle justicia, su hijo David ha publicado El Plagio, una historia de película con unos directivos del ente estatal que se fugaron a Antena3 con la fórmula que les había presentado Jiménez, a quien destruyeron sin piedad previo intento de soborno. Yo le creo, porque los perdedores siempre tienen razón. La que no tiene ningún crédito es Telecinco en su pleito con Antena3 por los derechos del rosco de Pasapalabra. Como ocurre en política, la tele judicializa sus conflictos.
José Luis Balbín, icono del debate de etiqueta con La Clave, ha acusado de plagio a Javier Ruiz por su nuevo informativo de los viernes, Las Claves del siglo XXI; pero solo tienen en común una palabra y el dar tribuna a eruditos en los temas a discusión. El espionaje existe entre productoras y de ahí el sigilo extremo con el que trabajan. Desde siempre el plagio fue un recurso tramposo ante la crisis de inspiración. Haendel copió profusamente a sus contemporáneos, Shakespeare también, Haydn a Mozart… y la tele sigue la tradición y la leyenda.
Entre lo que piensas, sientes, dices o haces, ¿qué prevalece? Ya lo anticipó Aristóteles hace unos 2.300 años: “No hay nada en el intelecto que no haya pasado antes por los sentidos”. En este berenjenal ha querido entrar el nuevo programa de ETB1 Abiapuntua, presentado por Xabier Madariaga y producido por Baleuko, un reality con tres chicas (Janire, Maider y Lorea) y tres chicos (Andoni, Gorka y Joseba) cuyo propósito es desmontar nuestros prejuicios sobre el racismo, la pobreza, los ancianos, los presos y otros asuntos ante los que se aprecian no pocas incoherencias. Con la diferencia entre lo que pensamos, decimos y hacemos se construye la hipocresía y la teatralización de la verdad, muy notorias en un mundo enrocado en lo políticamente correcto.
Para primer reto -la diversidad funcional- se ha seguido el método de la inmersión, llevando a los jóvenes a experimentar lo que es vivir sin ojos, sin piernas y sin oídos ni boca junto a quienes de verdad tienen deficiencias visuales, auditivas y de movilidad y las padecen con incontables obstáculos. Aunque ante este problema existe mucha comprensión y poco rechazo, se evidencia la enorme carencia de adaptaciones sociales para su plena integración. Lo peor para ellos, lo que más les duele, es la mirada de conmiseración, nuestra lástima. La compasión, tan católica, siempre fue inútil.
Mirarse al espejo de la realidad como propone Abiapuntua nos lleva a reconocer que detrás de toda maldad hay ignorancia, miedo, frustración y repugnancia que nacen del peor de los sentimientos, el de superioridad, esa arrogancia de creernos mejores que los demás por poder, raza, cultura, economía e ideología. Estos son los microfascismos, materializados en palabras, gestos y actitudes, que serán desigualdad y votos de odio para Vox. Vigila tus rencores, amigo, y cuidado con tus burlas.
La tele globaliza más que el cine, el fútbol y Amazon. Muchos países siguen los mismos programas con audiencias millonarias. Uno de ellos es MasterChef, de matriz británica y propiedad francesa, estrenado en 1990. Tardíamente, como todo en España, llegó a La 1 en 2013 y lo hizo con éxito. Va para la décima edición y en este tiempo el horno competitivo lo ha abrasado. La participación de Verónica Forqué en la versión Celebrity y sus trágicas consecuencias, sin que podamos establecer una relación causa-efecto, no debe ignorarse. ¿Quién permitió a la actriz entrar en su frágil estado emocional? ¿Por qué se toleró a concursantes y jurados su maltrato? ¿Y por qué no se detuvo la cascada de burlas a su costa en las redes sociales? El ente estatal mantiene la extrema rivalidad que ha otorgado a un espacio nacido como certamen gastronómico y que, en su degeneración, ha transmutado en reality agresivo.
En ese contexto de cobarde inacción, TVE ha intentado blanquear el dramático suceso con la prueba de abuelos y abuelas del último lunes, ejemplo de lo que siempre debió ser: escuela de buen comer y mejor vivir con gente respetuosa. Semejante maravilla ha llevado hasta la cumbre a la getxoztarra Almudena Gandarias, de 87 años, tan vizcaina, tan sobria y tan elegante. Esta mujer sintetiza el sentido y la inteligencia por los que la cocina vasca goza de prestigio internacional. La dama de Getxo.
El programa se resiste a cambiar. No le faltan aliados en su negación, como nuestro Julian Iantzi, compañero de Forqué en el dramático Celebrity, quien ha dicho a este periódico que “MasterChef es un reality muy blanco”. No fastidies, amigo mío, que no estamos ante el concurso de paellas de Aixerrota. La competitividad rabiosa no se hizo para personas sensibles. Y los productores lo saben. O quizás ya no importa si, un día cualquiera, alguien revienta.
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