Lo más útil que hacemos los humanos es cambiar, pero hay que saber en qué y cuándo. Al cumplir 40 años la televisión vasca ha renovado su identidad visual que, erróneamente, llaman imagen. Y no, la imagen es la totalidad comunicativa que afecta a la reputación de la entidad. El caso es que el txantxangorri de ETB se ha transformado y estilizado en profundidad. ¿Era el momento? Sí, por los avances vertiginosos del sector audiovisual y los modos de consumo, así como por los cánones estéticos. ¿Acierta en el empeño? Sí, porque hay una nueva estrategia en la programación y los vínculos con la audiencia y su compromiso con Euskadi, el euskera y la cultura vasca van a mayores.
Han acertado al encomendar la tarea a Mikel Urmeneta, creador de los geniales diseños de Kukuxumusu, un iconoclasta que ha trasladado su audacia artística y la fuerte pregnancia de sus trazos a los cinco canales de EiTB y su unidad corporativa. Los conservadores ven como blasfemia que el txantxangorri pierda su clásico perfil hasta el punto de identificarlo como un producto más del merchandising de la marca navarra. Los negacionistas del Guggenheim Bilbao expresaban parecido rechazo a la vanguardia de Ghery. Siempre habrá resistencia al cambio.
Dentro de su osadía mantiene la tipografía Gotham y la paleta de colores: rojo para ETB1, azul con ETB2, naranja en ETB3 y verde para ETB4, además del tricolor de ETB Basque. Se urmenetiza así el vigor con que nuestro medio público afronta su alianza con el porvenir de Euskadi, contra el que no pudieron los odios de Basagoiti y sus socios mediáticos, ni las bombas terroristas que derribaron la sede de Bilbao (¿se acuerdan?) el último día de 2008. Los rivales son ahora el provincianismo resistente y el poder abrumador de las plataformas digitales. La nueva identidad visual de ETB contagia su entusiasmo.
La 2 de TVE ha comenzado a promocionar This is philosophy, tercera entrega de la impagable serie de divulgación cultural tras This is Opera y This is Art, emitidas en 2015 y 2017, respectivamente, con producción de la catalana Brutal Media. Esto es auténtica televisión pública en la vertiente soñada por los utópicos, que concebían el medio audiovisual como una escuela sin aulas para la instrucción de las masas, sobre todo para quienes no tuvieron acceso a una formación elemental. La irrupción de los canales privados, bajo impulso de los gobiernos socialistas de Felipe González, truncaron ese bendito propósito y arrastraron la televisión a la pura abyección del entretenimiento banal y la inmundicia social.
En tiempos de baja creatividad se agradece la osadía de explicar sin erudiciones el proceloso discurrir del pensamiento humano. Materia más difícil de entender que la filosofía ya nos costará encontrar; pero ahí están sus 24 capítulos dispuestos a un viaje luminoso, desde Grecia a Nietzsche y Hegel, pasando por el Renacimiento y el más lúcido de todos, Baruch Spinoza. Hasta la soledad tecnológica de hoy. La filosofía no nació para enseñar a pensar sin utilidad práctica, sino para ayudarnos a dotar a la vida de sentido pese a nuestros límites y fragilidad.
Por el camino de la ficción lo intentó Merlí, aquel profesor chiflado de instituto inspirado en El Club de los poetas muertos; pero la serie decayó en anécdotas de amor juvenil. ¿Habrá más personas críticas, abiertas y audaces tras This is philosophy? ¿Y cuántos nuevos amantes de la ópera y el arte dejaron los anteriores This is…? Aunque solo fueran un puñado habría valido la pena. Rindo mi homenaje a la memoria de Jean-Marc Vallée, el fallecido director de Big Little Lies, un portento de belleza que honra la televisión pensada para un mundo de seres libres.
Muchos juicios son predicciones, dice Daniel Kahneman, Nobel de economía, en su fabuloso ensayo Ruido sobre los errores humanos y su prevención. Hacer vaticinios sin diagnóstico es una plaga derivada de la pandemia del Covid. Proliferan los nuevos profetas, tan fraudulentos como Aramís Fuster. Así que les ahorro mi pronóstico sobre el próximo curso de la tele, que está como está y que ha cambiado poco, porque es terriblemente conservadora bajo la alucinación de prodigios tecnológicos y monitores de infinitos colores. Hacemos la misma programación que hace 50 años. Ustedes y yo hemos evolucionado más que los contenidos de la televisión en ese tiempo.
¿La oferta de las plataformas digitales de pago aporta algo diferente más allá de lo que paga usted por ellas y que puede solicitar sus productos como una hamburguesa al McDonald? Las series se inventaron al inicio de la pequeña pantalla. Y los concursos. Y los realities, pero sin sexo explícito ni lenguaje burdo. ¿Acaso la hipersexualización de la tele es una renovación cualitativa? ¿Han mejorado los informativos de platós relucientes y realidad virtual? De momento, sabemos por Barlovento Comunicación que Netflix se lleva el 33,8% del mercado, seguido de Prime Amazon (18,4%), Movistar+ (13,1%) y HBO (8,7%). Es la superliga audiovisual y los medios escritos sucumben a su marketing y encanto.
Sabemos también por la misma fuente que el consumo diario por espectador es de 5 horas y 15 minutos. Una barbaridad, pero a la par de cuando los televisores entraron a saco en los hogares del Estado, allá en los 60, para felicidad de la dictadura en su proyecto de tutela de las multitudes. No se deje engañar por el ruido, no el sonoro sino de dispersión, del que escribe el israelí Kahneman. Y permanezcan atentos a sus pantallas porque casi nada va a cambiar. Urte berri on!
O más. La última aparición de Sexo en Nueva York fue en 2010 con una película y los mismos protagonistas de la serie; pero su presencia final en la tele data de 2004. Y no hubo más hasta hoy con su regreso bajo el título de And just like that. Ha pasado mucho tiempo y el mundo es diferente, tanto que Carrie, Miranda y Charlotte han dejado atrás la juventud y están en la espléndida madurez de los cincuenta. ¿Y por dónde anda Samantha que no se la ve? Todo indica que la han amortizado, pero no descarten que HBO Max la recupere a lo largo de los diez capítulos, si es menester. Hay una chica nueva en el grupo, porque también en Manhattan los tres mosqueteros deben ser cuatro.
Vamos de la comedia al drama, eso es lo que ocurre en los primeros episodios. Con la muerte y el sufrimiento toda historia joven alcanza su cima. La vida no está para el lujo de la risa, por lo que alguien debe morir. No importa, también los funerales son glamurosos, con vestidos de Blahnik y Dior y tipos hilarantes como el marido sordo. Con ciertos límites, pues el drama no alcanza la tragedia. La belleza queda por encima de todo, los problemas son ahora los hijos y la familia y el sexo es misión de adolescentes. Todo es más creativo y hasta surrealista al estilo del pedófilo Allen. Esto es Nueva York y el universo sigue teniendo aquí su centro de actividad y sus conflictos son los nuestros.
En lo que han espabilado Sarah Jessica Parker, Cynthia Nixon y Kristin Davis es en ser productoras ejecutivas, además de actrices. Invierten su talento y su dinero para que la rentabilidad sea múltiple y controlar el diseño y desgaste de sus personajes oteando a un lado y otro de la cámara. La serie será un éxito y no por nostalgia, sino porque necesitamos imaginar la realidad sin la omnipresencia del Covid y que no por ello sea un relato futurista.
Existe una injustificada fascinación en los medios de comunicación y la opinión pública acerca de los gurús de la imagen o creadores de líderes, en la creencia de que hay técnicas capaces de llevar a un ciudadano corriente a las más altas cotas del poder. Es un guion de película (El candidato, con Robert Redford, es la más famosa) que no se compadece con la realidad. Las cosas no funcionan así. Para empezar, ¿un líder nace o se hace? La respuesta es obvia, las dos cosas. ¿Y qué es un líder? Alguien tan carismático y convincente como para llevar consigo (y no tras de sí) a todo un país o encabezar a plenitud un proyecto económico o social. Dicho radicalmente: un líder es lo contrario de un tirano. No podemos calificar de líderes a militares o caciques, porque la base de su poder de arrastre no está en la convicción, sino en la fuerza y el miedo. El mundo reclama dirigentes que puedan conducirnos al ensanchamiento de la libertad y al camino de los grandes cambios.
¿Es posible crear un líder de la nada? No, pero en circunstancias críticas y en horas de inestabilidad es factible la construcción de líderes artificiales y transitorios. Donde aparezcan los mensajes salvíficos y el descaro verbal (que algunos confunden con valentía intelectual, como Cayetana Álvarez de Toledo o el ultraderechista galo Éric Zemmour), allí encontraremos una tentativa de formación de un liderazgo oportunista y vacuo. No, la solvencia de un líder no la determina su locuacidad, ni la ruptura del discurso. Este es el señuelo, su palabra redentora, como en el púlpito. Y así es como, en ese contexto de adulteración social, trabajan los gurús de la imagen pública, los asesores de estrategia política: con mucho mensaje simple y pocos hechos relevantes, con la negación de la complejidad de los problemas y la sonrisa como escaparate. Veamos algunos casos cercanos.
El caso Ayuso
Detrás del éxito de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, está el periodista, asesor de comunicación y ex portavoz del primer Gobierno Aznar, Miguel Ángel Rodríguez. Ayuso es su producto. Percibimos en su estrategia, antes y después de los comicios autonómicos, durante la peor parte del confinamiento y el período de relajamiento posterior, y hasta hoy, su método y su fino olfato para hacer de la presidenta una dirigente alternativa, favorecido por la indigencia intelectual de Isabel y su disposición, puesta de manifiesto en su personalidad modulable, a repetir los mensajes (casi literalmente) elaborados por el gabinete de Rodríguez y a intentar mimetizarse en Esperanza Aguirre. Ayuso confió su carrera a MAR de idéntica manera que el católico, ciego de fe, pone su conciencia y su conducta cotidiana al dictado de su director espiritual.
Ciertamente, la presidenta de Madrid posee una tendencia demagógica trumpista y un descaro personal, con baja tolerancia al ridículo, muy acusado, de modo que el chispeante encauzamiento público que le proporcionaba su asesor le vino de perlas. Ni en sus mejores sueños imaginó que llegaría a alcanzar, por este método populista, el apoyo popular del 4 de mayo y que rivalizaría con Pablo Casado por el liderazgo del Partido Popular; pero con la habilidad de su patrocinador supo aprovechar los regalos que el presidente Sánchez le hizo durante la gestión de la pandemia. El tándem Ayuso-Rodríguez captó dos factores determinantes para el éxito: el cansancio de la sociedad madrileña ante la severidad de las exigencias restrictivas del Gobierno central, a las que dio la vuelta como bandera de libertad; y hacer suyo el orgullo herido de los ciudadanos de la capital (la madridfobia generada en el confinamiento y atizada por los torpes ministros de Pedro Sánchez, como Salvador Illa). Libertad para respirar y orgullo castizo fueron los hallazgos de Rodríguez al servicio de Díaz Ayuso, a lo que había que añadir un formato sin complejos en los discursos, rayano en la frivolidad, y un lenguaje ramplón, típico de las redes sociales de trinchera. ¿Cuándo prescribe este tipo de comedia?
He ahí la construcción de un falso liderazgo, una historia de oportunismo que se ha acrecentado con la disputa de Ayuso con Casado. Saben en la dirección del PP que su problema es más Rodríguez que Ayuso y que no se entiende la una sin el otro. A medida que la mediocridad y la nula capacidad de Ayuso se manifieste en su gestión y en su problemático perfil de dirigente, su popularidad se irá apagando, salvo que le sigan haciendo regalos, como el mensaje del dumping fiscal y otros por el estilo para alimentar un rentable victimismo y justificar en los imaginarios peligros de la izquierda radicalizada su adhesión a la extrema derecha, concretada en el apoyo de Vox a los presupuestos de la Comunidad. Adviértase que el discurso desacomplejado del que hace jactancia Ayuso es exactamente el disfraz de sus muchos y notorios complejos, contra los que su gurú se esfuerza en enmascarar. Es lo que hace un prestidigitador.
El caso Sánchez
Pedro Sánchez creció desde la resiliencia hasta alcanzar un liderazgo que le venía ancho y al que se adaptó tras superar las más difíciles pruebas en el seno del PSOE y su crisis de identidad. Y si tuvo arrestos para imponerse entre los suyos, su destino fue afortunado al obsequiarle el azar una moción de censura contra el presidente Rajoy, del todo imprevista. Sánchez empezó con el pecado original de un poder legal pero ilegítimo que no le habían otorgado las urnas. Ahí, en esa ilegitimidad, es cuando se siente tan frágil como para demandar un asesor para su imagen personal, eligiendo a quien previamente había contribuido al triunfo de un alcalde racista, García Albiol, en Badalona, y al éxito de un presidente de derechas en Extremadura, Monago, y que incluso se había ocupado del precario Basagoiti antes de que éste huyera a México a rumiar su fracaso en Euskadi.
Iván Redondo es el más listo y osado de los asesores de imagen pública que ha habido en el Estado español. Ansón le hizo a Franco, con Fraga de inspirador, la oprobiosa campaña de 25 años de paz, en 1964. Y así como el franquismo tuvo en TVE y RNE dos poderosos aliados para su delirante propaganda, el donostiarra Redondo lo tuvo fácil con Sánchez frente a un PP noqueado por los asuntos de corrupción. ¿Qué hizo Redondo para consolidar a Sánchez, líder sobrevenido, ante la opinión social? Determinar los elementos de su perfil: atribuirle solvencia para la renovación democrática frente a la miseria de una derecha emponzoñada y dotarle de capacidad gestora con que responder a los grandes retos internos y globales. Lo invistió como líder homologable en Europa, contando con que Sánchez era el primer presidente español que hablaba inglés y revistiéndole de virtudes de líder dialogante, abierto y resuelto, suave con la gente, pero fuerte contra las dificultades, pues venía de un largo período de sufrimiento, como la mayoría de las personas.
Un asesor de imagen solo tiene que pasar a limpio la composición de la opinión pública en cada momento y ordenar de mayor a menor las emociones dominantes. Y en función de ello, señalar los mensajes adecuados, tranquilizadores y convincentes, más de ánimo que de consuelo. El gurú de Sánchez no contó con que su patrocinado poseía una personalidad insegura y que fue adquiriendo celos de su imagen prefabricada sin méritos propios. Le había otorgado demasiado poder y Redondo, vanidoso como todos los constructores de opinión, dejó que se hablara mucho de él, cuando tendría que haber permanecido invisible.
En esto el azar, tan propicio hasta entonces para Sánchez, cambió de registro con la hecatombe de la pandemia. Los planes de Redondo se vinieron abajo, porque mudaron las prioridades de la sociedad y los sentimientos de miedo e inseguridad se apoderaron del mundo y hacía necesario el regreso a la comunicación pública ordenada, la que hace las cosas bien sin trampas ni milagros, de pico y pala. Los políticos responsables vuelven su mirada al modelo de Ángela Merkel, fuerte en gestión y discreta en el brillo de los fuegos artificiales.
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