Antes de los bulos ya existían las encuestas. ¿Dónde está Narciso Michavila, que vaticinó la mayoría absoluta del PP-Vox en las últimas elecciones generales? Escondido en algún rincón del mundo. Hay una demoscopia honesta, por supuesto; pero sus sondeos no suelen ser públicos y se manejan en organizaciones para afinar decisiones estratégicas. La patronal de las teles privadas, UTECA, encargó no hace mucho una investigación que señalaba que siete de cada diez ciudadanos se informaban preferentemente en los noticiarios de televisión. Tengo mis dudas, porque apesta a propaganda.
El problema está en un segundo dato, que apunta que casi la mitad de esa gente consume noticias exclusivamente por la tele. Si ese dato tuviera certeza, la influencia de los telediarios en los votos sería decisiva. ¿De verdad? También aquí tengo mis dudas. Lo cierto es que estos millones de personas constituyen un grupo vulnerable, por su bajo pluralismo y fragilidad informativa. Su libertad de criterio está en peligro y expuesta a dogmatismos de todo signo. Son ciudadanos en riesgo de exclusión democrática, más allá de la pobreza y la falta de oportunidades.
Los que se nutren solo de noticiarios de Antena 3, líderes absolutos desde hace más de cinco años, corren el riesgo de saturarse de ponzoña ultra. Algunas cadenas, como Telecinco, compensan esa merma. Las emisoras públicas equilibran las privadas, las autonómicas contrarrestan las estatales y las locales completan la cercanía de las regionales; pero lo mentalmente sano es el surtido informativo y de opinión que incluya periódicos, radios y, sobre todo, libros para tener una visión crítica de la realidad. Aviso a navegantes de Antena 3 conducidos por Vicente Vallés: no habrá elecciones anticipadas en tanto la economía vaya bien.
¿Qué clase de persona es quien carece de imaginación? Alguien así sería como un canal de televisión sin ficción propia. O como un país sin historias. Para alcanzar esa dimensión se necesita invertir en talento con horizonte de rentabilidad. Es lo que le falta a EITB en su oferta de series y relatos de creación propia. Y no, no vale solo con apoyar el cine. Sintiendo esta carencia, ha emprendido la experiencia de Desaparecido/Desagertuta, con la participación de Netflix y el crédito de Elkargi, incluso con publicidad emplazada, muy forzada. Todo parece indicar que, por guion, producción, reparto y respuesta del público, ha sido un acierto.
Desaparecido/Desagertuta, de ocho episodios, tiene un excelente libreto, escrito por Xabi Zabaleta y Marta Grau, que posee la capacidad hipnótica del misterio, sencillamente porque Jon, uno de los siete miembros de una cuadrilla de adolescentes, ha desaparecido en el monte tras una excursión con sus amigos y amigas. Ocurre en Euskadi y en una localidad interior, como podría ser cualquier otra, verde y trabajadora, vitalista y de muy vasca emocionalidad. Como hay pocas cosas que provoquen más angustia que una desaparición sin rastro, nos sentimos atrapados por lo que sucede y por los silencios. ¡Ay, el silencio mata!
Vemos a algunos de nuestros mejores actores: Itziar Atienza, como inspectora de la Ertzaintza; Gorka Otxoa, como padre desesperado, y también a la cantante Leire Martínez. Hemos conocido lo que nunca: su estreno mundial en la plataforma de streaming Primeran. Y un doble rodaje, en euskera y castellano, opción poco eficiente, pues duplica tiempo y recursos, pero preserva el valor de cada idioma sin relegarlo a subtítulos. Este es el audaz modelo de ficción que necesita ETB para completar la realidad de Euskadi.
Una televisión pública de un pequeño país es información e identidad, un sistema de autorreconocimiento y autodefensa frente a vecinos más fuertes. La cadena oficial de Euskadi reúne estos valores y los amplifica por su dualidad lingüística, su hipersimbolismo, su radical pluralismo político y, además, por el sufrimiento y la violencia de cuatro décadas. Para un profesional nada es igual aquí que en otro canal de cualquier país: el orgullo es mayor y los retos, más difíciles. Jose Ituarte, la imagen vasca del deporte, se acaba de jubilar después de más de treinta años de destacada carrera en ETB2, de la era analógica a la digital.
Ituarte es un hombre moderado y ecuánime, ajeno a los extremos y con eso ha sabido mantenerse como conductor deportivo en un país adicto a las peleas banderizas. Ha toreado las infantiles trifulcas de nuestros equipos de fútbol y sus estúpidos complejos. Somos una nación foral donde, demasiadas veces, cada herrialde va a lo suyo. ¡La de disgustos que soportó Ituarte, acusado por las partes de favorecer a hermanos rivales! Ha sido misión histórica de EiTB canalizar las divisiones provincianas y evitar rupturas sociales. Ituarte cargó con esta tarea haciendo equilibrismos y modulando las posiciones de clubes y afilados opinadores. Si estás en medio recibes palos de ambos lados.
Una televisión pública es una gran familia, 1.200 de plantilla en EiTB, un poder indispensable de autogobierno, pero con viejos males, como el control de la izquierda abertzale en redacción y técnicos con su merma democrática y la dificultad de abordar el relato terrorista. En esta complejidad ha trabajado honrosamente Jose Ituarte, que renunció a ser estrella mediática. Era como de la familia, cotidiano y querido. Un tipo cabal y serio. Eskerrik asko!
Hay dos Españas y no son la roja y la azul, tampoco son “una España que muere y otra que bosteza” machadianas. Ahora son la España de Revilla, que muestra su desencanto borbónico, y la España de Feijóo, que alaba el legado del emérito pese a su indecencia. Y como “la justicia es igual para todos”, Juan Carlos le puso una querella a Revilla por decir cosas gordas sobre él que son ciertas, reales para ser exactos. Estas dos Españas, cañí y cainita, se pelean ahora en un juzgado. ¡Qué espectáculo cutre pero elocuente, ver al heredero de Franco arremetiendo contra el veterano pregonero de las anchoas y los sobaos! Con este duelo a garrotazos Goya firmaría una de sus mejores pinturas negras.
Revilla es un adicto a la tele, habitual de La Sexta, con plaza fija en El Hormiguero y se apunta a un bombardeo si se televisa. Dice que no cobra caché a cambio de hablar a su antojo. Nos ha contado que el Borbón fue su ídolo hasta que se conocieron sus fechorías. ¿Nos quiere hacer creer que nunca antes tuvo noticias de los chanchullos del monarca? Revilla, que no calla, se calló, del verbo callar y, cuando no había remedio, cayó, del verbo caer, en la cuenta. Ya era tarde. Con su silencio de entonces encubrió el lucro ilícito del rey, sus delitos fiscales, su eficacia como comisionista, su oscuro papel en el 23F y de cómo el Estado le pagaba las conejeras y los chantajes de sus amantes.
El emérito retirará la querella antes del juicio, pero su amenaza quedará flotando mafiosamente. Todo seguirá igual mientras no se suprima el privilegio de la inviolabilidad que permite al jefe del Estado saltarse cualquier ley. Revilla llora, pero cuando ocupaba el poder calló, del verbo callar. Revilla y su España van de víctimas, pero son culpables de un antiguo y vergonzoso mutismo.
Aceptando que lo más inteligente que hace la memoria es olvidar, habrá que determinar qué necesitamos olvidar y cómo gestionar la memoria. Y no es fácil. La verdad, las verdades son imprecisas y a veces presuntuosas, este es el problema. A la historia como ciencia social y sus oficiantes les costó aceptarlo después de servir como lacayos del poder (reyes, iglesia y dinero) que les manutenía. Algunos siguen tergiversando en su fangal y los más honestos prefieren centrarse en lo cercano con mejores datos. La novela histórica -ni carne ni pescado- resuelve el dilema con una primera excusa, la ficción, que permite al Cid ganar una batalla después de muerto y fantasear con Covadonga como reclamo turístico, por si la sidra no fuera suficiente. De la confusión entre leyenda y certeza nacen casi todas las mentiras identitarias.
Apelamos al contexto, que es instrumento sabio y raposo a la vez, para situar los acontecimientos y los mensajes en su tiempo, lugar y circunstancias, que todo lo condicionan, para un mejor entendimiento y comprensión. Lo estudiamos en la UPV en la materia de Semiótica y también en Historia, y fue una revelación para los que veníamos maltrechos de la escuela en la que los maestros nacionales enseñaban dogmas y fábulas, desde don Pelayo al oro de Moscú, a sangre y reglazo. El contexto cambió nuestra mirada y ayudó a no dejarnos instrumentalizar por los oportunistas, los cínicos y los líderes totalitarios en su escapada del escrutinio de la ética por sus crímenes y falsedades.
MEDIO SIGLO MAL CONTADO. Cincuenta años van a cumplirse de la muerte de Franco, el dictador que hizo de su país su cuartel y su capilla, su pabellón de caza y su plaza de toros, su finca y su psiquiátrico para tenerlo callado, acomplejado, lejos del mundo y feliz en su ignorancia y resignado. ¿Qué memoria guardan los españoles de la dictadura? Una mayoría no siente la vergüenza de haber sido sumiso, incluso experimenta el consuelo de haber prosperado en una economía tan paternalista como explotadora, aunque fuera a costa de bajar la cabeza ante el cura, el militar y el patrón, sobre quienes se sustentaba el régimen fascista. El miedo y la muerte hicieron su trabajo.
Y con ese temor de súbditos consiguió que la dictadura se legalizara mediante un proceso de transición fraudulento, diseñado por falangistas y ejecutado por sus herederos ya desprovistos de la camisa azul, de cuyos males y vilezas provienen casi todos los males del actual sistema constitucional, particularmente las andanzas corruptas de Juan Carlos I de Borbón (con toda su inmunidad a cuestas), el drama de la justicia controlada por una aristocracia de viejas familias y la inconsistencia de un Estado que se niega a revisar su falsa unidad hacia un modelo confederal.
La corrosiva educación franquista creó el relato de una dictadura salvadora y un glorioso pretérito de España, desvirtuando el bochorno de la colonización, las masacres masivas en nombre de Dios, la brutal secuela de decenas miles de tumbas de personas aún enterradas como perros en las cunetas y las huellas de la exaltación del régimen que la derecha y la ultraderecha quieren mantener, irónicamente, ¡en nombre de la historia! El resultado es la ausencia de una memoria crítica, que pasa de puntillas sobre un régimen oprobioso. “Por algo ganamos la guerra”, se clamaba en cuarteles y en salones de las familias vencedoras para justificar las atrocidades y su posterior olvido, un cántico recurrente en bodas y otras fiestas beodas.
EUSKADI HACIA EL OLVIDO. En esta patología de la España desmemoriada se sitúan nuestros conflictos y contagian a Euskadi de los pésimos diagnósticos del pasado con el recurso al contexto para avalar, tramposamente, la tragedia del terrorismo con el propósito de anular su recuerdo como si aquello hubiera sido un episodio nacional cerrado con un armisticio. El final de ETA deja en un nutrido sector social la falsedad de que el terrorismo fue producto del franquismo y las frustraciones nacionales, culturales y económicas que ocasionó y no una opción violenta, emanada de la doctrina revolucionaria del marxismo leninismo e inspirada en los movimientos de liberación nacional de entonces. ETA como fruto del franquismo es una falacia a una mentira pegada. El nacionalismo vasco fue solo una excusa para involucrar al país en una desventura brutal que fue pudriéndose de 1968, con su primer asesinato (que intentaron romantizar) a 2011, con el cese definitivo de su “lucha armada”. Ahora nos requieren el olvido, pero ignoran que olvidar no es amnesia, sino conciencia.
Esos mismos ciudadanos vascos que falsifican el origen de ETA y su proyecto liberador amparan el periplo terrorista por la respuesta atroz de España al financiar y ejecutar crímenes de estado junto a una estrategia de torturas, leyes abusivas y tribunales especiales y desbaratar la democracia en nombre del pueblo con tal cúmulo de barbaridades que parangonan a aquella España con las peores dictaduras terroristas, de Asia a América latina. El Estado otorgó estúpidamente a ETA su oportuno victimismo y a ese clavo ardiendo se aferran las bases sociales de la izquierda abertzale para otorgar comprensión y sentido a su proyecto fanático sin pasar por el tribunal democrático y moral y ganarse su veredicto de respeto.
Así que la derrota de ETA fue para la izquierda abertzale un armisticio y que tras la guerra viene el olvido, sin disculpas ni arrepentimiento, pues los soldados de trinchera y bandera no tienen tales obligaciones éticas y sus acciones son resultados de una lucha entre bandos equiparables. La política (“la continuación de la guerra por otros medios”, según Michel Foucault) sustituyó las hazañas bélicas y dio paso a una sagaz retórica, pasos simbólicos y un cambio de estrategia participativa en las instituciones democráticas sin el cuestionamiento de fondo del terrorismo, todo ello asumido por una sociedad que la aceptó con reproches, pero sin enmienda como mal menor para el fin de su época más amarga. Con cierta ingenuidad se dejaba para años posteriores el desmontaje de la inocencia moral de los patrocinadores de ETA.
ESPAÑOLIZAR LA MEMORIA. La obsesión por el relato, he ahí el desastre. La narrativa como esencia de la política, un monumental fiasco. Los partidos de estado sintieron que habían perdido la batalla ideológica frente a la izquierda abertzale, tan campante en las instituciones con un amplio respaldo electoral (“ya no matan, ahora mandan”) y con ese postizo fracaso se esfuerzan en vender su libro de historia. En sus páginas debería, a su juicio, quedar patente la culpabilidad del pueblo vasco (esencialmente la mayoría nacionalista) sobre el surgimiento de ETA y su prolongación durante décadas, y de ahí la lluvia fina de acusaciones de cobardía y algo parecido a la complicidad pasiva y el miedo de la gente a dar la cara frente a la violencia. Hizo fortuna este cuento durante unos años, pero se envenenó en su rojigualdo partidismo y el resentimiento hostil de algunas asociaciones de víctimas.
Sacramentar la memoria como penitencia para Euskadi fue el siguiente paso. Y así se creó como templo vaticano el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo, con sede en Vitoria-Gasteiz, un chiringuito al que apenas acuden para sus clases extraescolares los alumnos de enseñanza secundaria de la zona y donde reciben información viciada e incompleta de la travesía del terrorismo. No falta la labor divulgativa de historiadores afines en los diarios del grupo mediático que acoge un relato al gusto del Estado. Sus réditos son una ruina. Por su parte, el Gobierno vasco creó Gogora, Instituto de la Memoria, la Convivencia y los Derechos Humanos, con una perspectiva más amplia y real, pero que ahora, con los trueques departamentales y Justicia en manos del PSE, tiende a confluir en contenidos con el sesgado Memorial alavés, desmantelando su estrategia de relato no excluyente y más abierto. Hay una tentativa de españolizar la misión de Gogora.
¿Que los ciudadanos vascos pudimos hacer más contra ETA? Claro, era posible, aún en medio del torbellino social; pero, ¿quién puede demandarnos esa responsabilidad? ¿El Estado y su vileza terrorista, quizás el ministro Barrionuevo? ¿Los partidos que sienten su fracaso tras la normalización institucional de EH Bildu? ¿Los moralistas profesionales blandiendo su cinismo? ¿Intelectuales tornadizos, encaramados a sus asalariadas tribunas? ¿La Iglesia que bendijo la cruzada de Franco y le paseaba bajo palio? Los pontífices de la memoria histórica no terminan de entender que la clave está en sustituir su empeño presbiteral de culpa general al pueblo vasco por el sentimiento de vergüenza y la racionalización del relato, desprendido de conatos sectarios. Euskadi no es culpable, pero siente el bochorno de que, en su nombre, una organización fanática asesinó, extorsionó, persiguió ideas y destruyó económica, moral y políticamente el país. Nos sentiríamos reconfortados si dejaran de manipularnos y se permitiera, por unos y otros, olvidar los malos recuerdos para tener una buena memoria, honesta y completa.
JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ Consultor de comunicación
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