De perros y bicicletas

 

 

Hoy, durante mi paseo cotidiano y urbano, una bicicleta ha pasado rozándome el codo izquierdo a velocidad de crucero.Por supuesto, yo iba por la acera. Ante mi protesta, firme pero no insolente ( que aconseja Lao Tsé), he recibido un cumplido  y rápido corte de mangas.

Antes el problema lo tenía con los perros. Pues , en efecto, contraviniendo toda normativa ( todos atados, con una correa de no más de 2,5 metros- y por supuesto no extensible- con bozal los peligrosos), dueños y dueñas daban rienda suelta a sus canes, para común jolgorio, algo así como padres y madres sueltan a sus lebreles en las plazas sin importarles un pito los líos que puedan montar ( ¿será por aquello de la «socialización del sufrimiento» a escala menor?). En una ocasión  un perro corpulento que venía por delante, se quedo parado , comenzó a ladrar y a continuación  se tiró sobre mi, por lo que no tuve más remedio que echarlo  a un lado con un gedan-mikasuki-geri ( consultar en la wikipedia). La dueña, que por cierto se identificó como munícipe, me dijo  entrecortada que su «cachorro» sólo quería jugar y que ya no había humanidad. Ante esta curiosa frase le indiqué que, por si no se había dado cuenta, el humano era yo y continué mi camino. Y no es que  esté en contra de los derechos de los grandes simios o de los micro-perros que ahora están tan de moda, pero siempre que se reconozcan los míos como forma de vida.

Pero últimamente, como decía, el problema son las bicis. Bicis grandes, pequeñas, de monte y urbanas,campan a su anchas por las aceras ignorando el código de circulación y las normativas municipales que indican claramente que tienen que ir por la calle o por los carriles-bici. Atontados por esa moda yanki que confunde la vida con el deporte y el deporte con la vida, algo tendrá que pasar , mas allá de la vigorexia, para que al fin alguien haga algo ( la policía municipal, según tengo comprobado empíricamente con metodología cuantitativa estadística pasa olímpicamente del tema). Algo como un atropello mortal. Y entonces se tomarán medidas contra los ciclistas energúmenos como se tomaron en su momento con los bobos animalistas  pasados de rosca cuando el primer perro se comió casi todo un niño.

Pero en fin, entre perros y bicis, yo prefiero  los perros. Por lo menos son mamíferos generalmente más empáticos que algunos homínidos que circulan en bicicleta.

55 horas en Pekín

Llevo unas horas en Pekín (me resisto a lo de Beijing) y, según lo acordado, me he encontrado con Lu en la esquina de Wang Fu Jing con la avenida Chang An.Hacía diez años que no nos veíamos y, cuando le he dicho que venía directamente de un congreso celebrado en Sanghai, ha negado con la cabeza.

Una vez encauzados en la «calle moderna» –denominación oficiosa de la Wang Fu Jing– yo pensaba que me iba a conducir hacia la izquierda a visitar de nuevo la zona de hutones repintados e higienizados para turistas (por aquello de darme un baño de color) pero, para mi sorpresa, me ha llevado a unos grandes almacenes amparados por una ciclópea tienda de Apple. La verdad es que se lo he agradecido porque en la calle hacía un calor de aúpa y dentro un nifrionicalor muy agradable. Para más recochineo –sí, recochineo– hemos subido al segundo piso de los referidos almacenes para sentarnos en un bar que se llamaba Far West, decorado con sombreros tejanos, botas de cow-boy y cuernos, muchos cuernos.

Ella se ha pedido un café americano y yo, que en realidad soy muy de café americano, un té (rojo por si acaso). Está contenta de seguir viviendo aquí. No quiere salir de China porque prefiere, dice, la ideología utópica del Partido Comunista a la utopía ideológica del capitalismo de libre mercado. Se ve mayor y que se le van los años por la escurridera (a mí me parece que está estupenda), pero ya no me pregunta si podría encontrarle algo. Le acaricio la mejilla contenidamente por mor de guardar las distancias étnicas y personales.

Tiene que volver a la Universidad –por lo visto hay mucha gente interesada en la filología hispánica–, pero antes me pasa unas fotocopias («es un ensayo de un amigo»). Bajamos, y antes de salir, me doy cuenta de que estamos siendo retransmitidos por alguna cámara y proyectados impunemente en una pantalla gigante. Como la gente, siguiendo la moda, se está haciendo unas selfies retrógradas, nos hacemos una con su smartfone a pesar de mis protestas.

Me despido de Lu con un apretón de manos convencional –lo de los dos besos lo dejaremos para otro momento y otro lugar–. Poco después veo que se pierde entre las masas que suben y bajan entre la niebla y el humo.

Mientras me encamino hacia los hutones, echo una ojeada a las fotocopias. El ensayo se titula “El pensamiento chino contemporáneo y la cuestión de la modernidad”. Tiene muy buena pinta. Me lo leeré mientras doy cuenta de unos alacranes puntiagudos y una buena cerveza (Tsingtao, of course). Mi avión sale a media noche y no sé si volveré.

Ronin

Markel es un ronin, es decir, un samurái sin señor. Por supuesto no se trata de un caballero japonés del siglo XVIII, ni lleva el pelo recogido en esa coleta ahora tan de moda, ni porta las dos espadas de rigor (aunque empuña el paraguas de una forma un tanto peculiar en esta tarde primaveral por lluviosa ).

No, Markel es un ejecutivo cincuentón que ya ha olvidado casi todo lo que aprendió en la Comercial de Deusto y que se ha bregado en varias y sucesivas empresas (casi en el sentido de Baltasar Gracián) hasta que decidió ser autónomo. Hombre de trato muy directo y con una gran capacidad para trabajar en grupo, se lamenta, mientras caminamos a buen ritmo por el Paseo de la Senda, de que “ya no hay buenos señores” (yo le añadiría “ buenas señoras” pero no sé si lo arreglaré o lo dejaré peor).

Pues, en efecto, continúa, el mundo privado, pero también  el institucional, está cada vez más colonizado por tecnócratas que no diferencian la Gestión de lo que hay de la Dirección hacia la que se puede ir. Gentes, insiste, planas, sin la menor nota de entusiasmo, magníficas réplicas del original cubito de hielo de labio leporino y bigote rancio (aquí cita al Vázquez Montalbán de La Aznaridad) que piensan que por ponerlo todo en inglés son  más elocuentes y más efectivos.

Hacemos un alto en el camino para entrar en el Museo de Bellas Artes de Alava ( no sé por qué pensaba que iríamos directamente al Museo de Armería que está  enfrente). Markel me dice que  no me puedo ir sin ver la obra de Gustavo de Maeztu. Descubro ahora una nueva dimensión de mi colega mientras le veo contemplando embelesado la obra de este pintor vitoriano  que acabó recalando en Estella; pero, al fin y al cabo, ¿no eran los samuráis quienes se reunían al modo de los bertsolaris  para, entre copa y copa de sake, componer aquellos tankas encadenados ( de los que luego surgieron los haiku) que se llamaban renga?

Cuando nos despedimos- él quiere llegar hasta las campas de Armentia- me da un fuerte apretón de manos y , poco después, le veo perderse entre la lluvia . Recuerdo por un momento la última escena de Los siete samuráis de Akira Kurosawa y siento un escalofrío.Creo que voy a tomar un té muy caliente en La Florida.

Ad urbe condita…

Mientras camino por Zorrozaurre  y  observo el ir y venir de las gaviotas, recuerdo mis deseos periclitados de hacer los madriles. Así, a veces, nos parece que en otra ciudad la vida nos sería más propicia; que con otro hombre u otra mujer, apenas entrevistos en un bar mientras tomamos un café, nuestro erotismo se desbordaría; que dentro del libro intonso, recién comprado por muy recomendado, se encuentra la sabiduría definitiva; que, en fin, bajo las palmeras de la playa caribeña que vemos en una página web, alcanzaríamos la felicidad verdadera.

Y este estúpido juego de apariencias (de reminiscencias platonizantes) nos hace caminar como fantasmas por la ciudad propia, olvidar el color de los ojos de quien amamos, leer como si corriéramos una prueba de cien metros y, por fin, confiar más en photoshop que en el paisaje y el paisanaje que tenemos por delante.

Supongo que nada de todo esto ocurriría si, en nuestra infancia, no hubiéramos escuchado hasta el aburrimiento todos los lugares comunes de esa mitología que diluye siempre el presente vivo en un pasado mítico o en un futuro mitificado.

Pero como ya es tarde para desprendernos de esta carga ( que sabemos que es, por otro lado- malgré-nous!-  una de las condiciones de nuestra socialidad según el amigo Durkheim ) ¿ no podríamos, al menos, aprovecharnos de ella para ver las otras ciudades ocultas en nuestra ciudad cotidiana?, ¿ para intentar adivinar un incipiente beso en la persona amada? , ¿ para volver a leer despacio aquel libro que tanto nos gustó, o para, por fin, descubrir una vereda nueva en ese parque por el que pasamos todas las mañanas?

Si lo llegáramos a hacer, nos reconoceríamos, sin duda, como partícipes en la fundación de nuestra propia sabiduría, de nuestro propio amor, de nuestra propia ciudad… Ab urbe condita…

Pero, en fín, ceso en mis profundas meditaciones porque me acaba de  dejar su marca gris  La Gaviota del Ensanche.[Una vez más (  y como sabía muy  bien el fornido Michel Foucault) lo no-discursivo se venga  a conciencia de todo lo discursivo]

Plentzia revisited (sobre Javier Aguirre Gandarias)

 

 

Javier es un hombre dulce y acogedor. Y también poeta de larga duración. Pero ya quisieran muchos poetas tener la voz que él tiene , que no desmerece en nada de lo que escribe, como ocurre con tantos otros en los que se cumple aquello de “ know the poem , but not the poet” y es mejor que no nos reciten sus  versos.

De larga duración es también nuestra relación, desde los tiempos en los que en el bar El Tilo del Arenal bilbaíno  nos juntábamos con Txema Larrea, Luigi Anselmi, Andolin Eguzkitza y otros tanto más,  formando parte de lo que uno de ellos ( Jon Juaristi beharbada) había denominado Vinogrado, probablemente por lo mucho que bebíamos ( todavía nos creíamos aquello del » sapias, vina liques»). Todos más o menos vascos (euskadunak gehienetan) y más o menos varones y mayormente mal esfoliados.

En medio de aquellas tertulias, que tenían su prolongación en La Concordia o en el JK,- si se iba a la grande-   y por las que pasaron espíritus  de tan diversa condición como una rama  islámica sufi y una variante  chamánica, Javier no perdía nunca la sonrisa, siempre muy seguro de lo que hacía y de lo que quería hacer, manifestando  esa vocación que le ha permitido ir publicando libro tras libro, año tras año, desde Del bosque y el olvido (1977) hasta el reciente La playa vacía.

Javier, además, ha conseguido fidelizar a  un conjunto de lectores singulares, desbaratando las teorías del “campo literario” de Pierre Bourdieu y sus discípulos, o , mejor, haciendo saltar por los aires su legitimidad como campo “único”, abriendo paso a  un “micro-campo literario” propio, sin convertirse en un pretencioso y arrogante “poeta de culto”.

Y todo esto se lo digo, poco a poco, entre sorbos de un fresco y seco txakolí , en esta terraza del Restaurante el Puerto de Plentzia, mientras él cabecea y niega débilmente con la cabeza.

Javier, o sea Javier Aguirre Gandarias. Poeta.

Sub ponte Calatrava

 

Era morena, pero ahora es muy rubia. Antes estaba mullidita, pero esta tarde es todo músculo estirado y en su sitio (imposible calcular sus quilos como hacía Josep Pla en su célebre Viatge en autobus). Vestía unos vaqueros desgastados (de verdad) y ahora va en traje de chaqueta. Hicimos en su momento muchos viajes a dedo, pero hoy ha venido a buscarme en un BMV blanco más ancho que largo. Ocupa un alto cargo en una empresa de exportación y, como se decía antes «casó bien» (con un colega de la firma, con el que ha tenido un niño). Se llama Laura y mira muy de frente.
Mientras caminamos desacompasadamente por el paseo de Abandoibarra, me confiesa que ha acudido a un psicólogo porque no soporta “haber triunfado”. Sonrío, pero rápidamente me doy cuenta de que el asunto va más de lacaniano irresoluble que de freudiano resolutivo, así que me contengo Por lo visto, su padre, antiguo líder obrero de   Altos Hornos, le dice y repite que va por el camino equivocado.

Mientras cruzamos el Zubi Zuri por debajo (por encima, siendo de Calatrava-te-la- clava da un poco de apremio) me dan ganas de cogerle de la mano, pero no quiero dar a entender lo que no quiero dar a entender y no lo hago: al fin y al cabo, siempre ha sido para mí como una de aquellas “primas adoptivas” de Montaigne.

Me mira de soslayo y me da que ya se está arrepintiendo de haber quedado conmigo. A fin de cuentas, yo también formo parte de un pasado que quizá no quiera recordar (Le he dicho que tengo una vieja foto en la que aparecemos los dos en plan hippy en la Torre de Pisa y se ha sobresaltado).

A lo peor no nos volvemos a ver hasta que pasen otros treinta años

En Bayona bajo los porches

 

 

Estoy contemplando el lento transcurrir de las nubes mientras tomo a pequeños sorbos mi Pelforth sentado en la terraza  del Café du Palais . Espero a M. (M. no quiere que ponga su nombre, todo lo más su inicial) en una zona neutral, lejos de la rue Pannecau, en la que hemos pasado muchas horas juntos.

Llega M. y me dice que ha reservado una mesa en Le Chistera. Me levanto sin decir ni mu porque le veo algo contrariado y un poco envejecido y, en silencio, le sigo por detrás. Nos sentamos y yo pido una assiete de jambom de Bayonne y un confit de canard. M. se ríe y cabecea: «Siempre serás el mismo, de sota, caballo y rey». «Por supuesto». M. se exiló hace ya muchos años, cuando don Francisco Franco era generalísimo. Estudió medicina y se instaló con un colega en una oscura consulta  que pronto se convirtió en referencia irremediable para muchas compañeras que no querían ser todavía madres. Pasaron unos cuantos años. Ya en la cincuentena, se casó y adoptó una niña vietnamita. «Tiene quince años, pero me lleva un cuarto de metro».

Él, que fue un líder político, no quiere hablar de política, y menos de política española. En general, todo le parece demasiado repetitivo y decadente, hasta lo de las cuentas en Panamá. «Me basta con ayudar a mis pacientes a pasar el trago de la vida». Compruebo que su existencialismo de base se ha mantenido incólume. Luego me dice que de sus colegas de antaño tan solo ve a algunos en el trinquete del Jeu de Paume, pero que en cuanto comienzan a recordar aventuras comunes se abre porque le suenan a batallitas de abuelo cebolleta. Aun así, reconoce que algunas fueron muy buenas. Como aquella en la que se confundió de nombre al sacar uno de los tres pasaportes que llevaba encima y los gendarmes no se dieron ni cuenta (o sí, pero pasaron).

Cuando nos despedimos, me habla de otro M. De este sí puedo decir el nombre. Es Miguel Sánchez-Ostiz, novelista navarro, pero sobre todo novelista (y mejor diarista). «¿Has leído En Bayona bajo los porches?». «Por supuesto».

Abro el paquete que me ha dado antes de irse. Es una caja de chocolates de Daranatz, de los que devorábamos en nuestras interminables reuniones. Voy hacia el coche sintiendo que dejo a M. yendo hacia su consulta. Nunca le he visto vestido de bata blanca, pero me lo he imaginado muchas veces. Siempre, a pesar de su gesto adusto, sonriendo. Y yo también sonrío: me gusta estar de vez en cuando  con los viejos amigos.

A la búsqueda de…la tortilla perdida

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Esta mañana he dado varias vueltas por la Plaza Nueva de Bilbao intentando encontrar una simple tortilla de patatas. Y es  que cada vez resulta más difícil  pues lo que ya se nos ofrece es una base de tortilla española con multitud de añadidos espurios como jamón york, queso roquefort o a saber qué crustáceo despistado. Por lo visto, la patochada de los gastro-bares y de los concursos de master-chefs ha calado… y bien (de la inminencia y significación de este avatar ya nos previno en su momento el sociólogo Pierre Bourdieu en La Distinción-Crítica social del gusto).

Otrosí ocurre con el té, que de tanto haberse vuelto rojo o verde, ha dejado de ser el negro de siempre. Y del vino, mejor no hablar: cualquiera que no se tome (por lo menos) un crianza entre aspavientos benevolentes y palabreo metafísico pasa por un paleto total.

Tanta sutileza no deja de ser sorprendente. Parece como si quisiéramos ser posmodernos sin haber pasado por la modernidad y a ello se aplican bareros cool y restauradores iniciáticos (alabados sean sus a veces impronunciables nombres) dirigiendo su particular política de estímulo al consumo a base de sandeces gastronómicas ( ya sé que me paso , pero lo hago adrede).

Y como la burguesía de estos lares ha sido siempre corta-cortísima de miras (Manuel Tuñón de Lara dixit), haciendo más la cuenta de la vieja que la de resultados a medio plazo, la más pequeña juega a la clavada del guiri mientras pueda y le dejen (el otro día, 3 euros por una mini-botella de agua: ja, ja, ja).

O sea que, en realidad, estamos ante una nueva versión del expolio histórico en el orden gastronómico, que, para más inri y recochineo inculto se plantea como “una adaptación a los nuevos tiempos” ( Ya decía también el marxistón Jameson que cuando te hablen de modernizarte entiendas clavartela): estés donde estés no puedes utilizar un billete menor de diez euros para degustar esa única y última morcilla con yogur de fresa (natural, of course) que ha conseguido el primer premio en el concurso intercolegial de mini-cooking ( antes pintxos).

Bobos y bobas todos y todas, nadie dice que el rey está desnudo y, mientras tanto, la economía no se recuperará nunca, porque el dinerillo acumulado, la pasta ganada en el expolio gastronómico, es pan para hoy y hambre para mañana (esto sí lo sabemos desde la crisis de los Altos Hornos).

¡Ah bendita y sencilla (a fuer de mítica) tortilla de patatas!

Ocho apellidos… españoles ( con perdón)

 

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Algun@s colegas me han  pedido que  hable de la irrupción de Patxi en estas crónicas del ir y venir cotidiano.

Así que ahí va una de ellas – la única por cierto que a algunos bienpensantes les pareció tan  inadecuada e inoportuna que no la publicaron.

“Ocho apellidos vascos o por el Imperio hacia Dios”

He ido con Patxi a ver 8AV -LA PELICULA. La verdad es que me he dormido en varias ocasiones, pero Morfeo no me ha impedido notar los espasmos de jolgorio de la sala y los leves saltitos en el asiento de mi compañero de fila.

A la salida, siguiendo una antigua y periclitada costumbre, nos hemos acercado hasta la barra de un bar para comentar LA PELICULA.  Patxi estaba rojo rojísimo, y sus ojos casi se le salían de las órbitas. Se ha metido un lingotazo de ginebra y ha comenzado a mascullar una serie de palabras durante  varios minutos. Poco a poco he podido reconstruir lo que decía, que era algo así como “zafiedad  carpetovetónica”, “engendro sin guión”, y también “humor torpe y grueso”.

A la vista de estas rotundas afirmaciones, no era cuestión de hacer la típica pregunta políticamente correcta de “O sea, ¿qué no te ha gustado?” porque Patxi –continuémoslo llamándole así- es un director de cine con unos cuantos largos a sus espaldas, eso sí de escaso, por decir algo, éxito comercial.

La ginebra ha ido haciendo su efecto y Patxi se ha ido tranquilizando: “Y al parecer, ahora quieren hacer una segunda parte. Hay dos alternativas. Una  siguiendo la línea dramática, tirando de la historia de amor y sexo de la viuda del guardia civil y el arrantzale irredento (¡apasionante!), y la otra, la que  tocaba, pasando de la variante Euskadi-Andalucía a la de Cataluña- Extremadura…”

Yo no he podido sino reírme por lo bajini. Sí,  las combinaciones pueden dar para unas cuantas PELICULAS si se van alternando autonomías (llamémoslas así para evitar incordios). Sería divertido y además  recogeríamos  una de las tradiciones franquistas más coloristas, la de los Coros y Danzas de Educación y Descanso (¿sabrán  nuestros jóvenes que era eso? Pues nada, que miren en la Wikipedia); aquellas peregrinaciones por  las tierras de España mostrando los viriles bailes vascos, los rumorosos cánticos gallegos,  la alegría pertinaz de lo andaluces o  las interminables y dignísimas sardanas catalanas. Una vez más ¡la unidad de las tierras y los hombres de España! Y al cabo, ¿por qué no?, POR EL IMPERIO HACIA DIOS…

“Ves”, me dice Patxi, adivinando  mis delirios, “y además reaccionaria hasta la médula”.

Pues no sé. Lo que si sé es que, desde nuestras experiencias infantiles en el patio del colegio, ya sabemos que  dar de hostias al más pequeño y quitarle el bocata es lo más fácil. Pero… ¡A ver quien se atreve con el Matón sin tener detrás  al Primo de Zumosol!

Porque hay que tener un par (de huevos o de tetas, no seamos sexistas)  para hacer un OCHO APELLIDOS ESPAÑOLES LA PELÍCULA y que te salgan  bien las cuentas.

“Así que, Lázaro, ¡levántate y anda!”

“¿Qué has dicho?” me pregunta Patxi

“¿Yo? Nada. Me ha quedado sin palabras.”

Encuentro en Grote Markt

 

 

Estoy tomando una Chimay en Le Roy D´Espagne mientras recuerdo a Mario Onaindía- Grand Placen elkartuko gara – que de ser uno de los malos de la película en el juicio de Burgos – menores de cuarenta, recurran a la wikipedia- tras su fase post-militar se convirtió en el senador (del PSOE) más votado de la historia. Sobre Oniaindia escuché en su momento- ¡Ah Congreso perdido en el tiempo!- y acerca de su prodigiosa habilidad de seducción, una de las frases más ingeniosas que no originales que en el mundo han sido: “No es chamán porque cura sino que cura porque es chamán”. Pero Onaindia era, sobre todo, un animal político (en el sentido contemporáneo que no aristotélico), a fuer de literato justito y ensayista enciclopédico.

Pero en fin, viene Mikael- que a esta plaza le llama, por cierto, Grote Markt- y me trae novedades y se trae una señora estupenda- Thaïs -de esas que tanto le gustaban a José Luis de Vilallonga. Mikael estuvo militando en el Meervoud durante muchos años, pensando que podría reconducir el nacionalismo flamenco desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda y, dada su edad – ya ha cumplido la sesentena- resulta bastante comprensible. En la actualidad ya tan sólo es, según dice, un “nacionalista cultural” al que le basta con hablar en lo que llama directamente “neerlandés”.

Por otro lado, no ceja en su empeño de escribir lo que denomina “la novela definitiva” sobre su (mi) generación, una generación alimentada de judeocristianismo basal, marxismo escolar, izquierdismo polimorfo y cierto voluntarismo para-nacionalista. Ha hecho ya varios intentos (muchos), pero la cuestión sigue pendiente. “No sé”, confiesa,” quizá pesen los muertos, mis muertos. Y cierto deseo de decir de ellos como comenta Roland Barthes”. “Pero los muertos suelen pesar como culpa” le digo yo. Mikael asiente bajando la mirada y Thaïs le toma de la mano con ternura. “Pues sí”, reacciona al cabo, “esa culpa es una culpa por no haber muerto a tiempo, en los buenos momentos, cuando la utopía todavía continuaba vigente…y tener que haber visto cómo estudiantes maoístas y mecánicos trotskistas se convertían en empresarios adinerados…Y tener que haber aceptado que aquello que defendíamos era algo imposible estratégicamente y que obedecía más a un instinto táctico cruelmente dirigido por fuerzas ajenas a nosotros mismos pero que sabían muy bien qué hacían…”

“Ya” respondo yo por todo comentario. Y me acuerdo otra vez de Onaindía (él sí que se murió a tiempo) y me pido otra Chimay. Mikael y Thaïs se suman y brindamos…por nosotros mismos, tan vivos como supervivientes. “Sapias vina liques” que decían los clásicos (que desgraciadamente no conocían esta maravillosa cerveza).