Mientras caminabamos por la calle del Príncipe hacia la Plaza de Santa Ana, he recordado mis primeros madriles y mis primeros entusiasmos…
En esta mi jubilación profesoral en la que procuro cumplir con aquello del «otium cum dignitate», no puedo eludir las invitaciones de algunos amigos y amigas que me han acompañado a lo largo de los años.
Así, el lunes por la tarde, pasada la resaca pascual ,griposillo, y con la juerga colectiva pendiente a cuenta del triunfo copero del Athletic , me he acercado a Madrid a otro de los talleres de escritura que en este caso coordina un colega que no quiere ser identificado. La excusa, una vez más, charlar un rato sobre El hilo de Ariadna (Nuevas aproximaciones a la razón narrativa), mi último parto.
En el taller, entre los asistentes predominaba la edad media y, salvo dos excepciones, la mayoría, como en otras ocasiones, eran mujeres- en algún momento habrá que profundizar en esto .
Llegado mi turno, más allá del libro ,he estado hablando del valor simbólico de la escritura y del espacio literario en el que se inscribe una vez publicada, y lo he hecho como quien prefiere tratar del software y no tanto del hardware. Ante mis primeras palabras, he notado algún que otro carraspeo, luego varias miradas dirigidas hacia el suelo, aburridas, y otras, hacia el techo, contrariadas. He citado a Bourdieu y a Barthes, como siempre,pero también a Stendhal o a Proust y, en fin, hasta al Kennedy de La conjura de los necios. Y al cabo me he resumido en una parrafada, afirmándome en la necesidad de conocer los motivos de esta libido scribiendi y avisando de la crudeza de las editoriales, de la arbitrariedad de la crítica y, por supuesto, del público ignoto e impenitente.
Finalizada mi intervención, una de las asistentes, de cabello negro y ensortijado, me ha dicho con ojos acuosos que he sido muy cruel y que se le han quitado todas las ganas de seguir escribiendo. He asentido en silencio : suele ser esta una de mis misiones en estos bolos para evitar males posteriores y mayores –he mentado de pasada el suicidio de algunos escritores (y escritoras) famosos, pero no su condición sexual que tanto interesa a veces.
Otra de las asistentes ha señalado algo enfadada que la organización de este taller de escritura debería tener en cuenta los deseos y expectativas de los asistentes al planificar las intervenciones de los invitados, y tratar, por ejemplo, de la construcción de los personajes. Uno de los dos participantes varones, un señor serio y corpulento, se ha levantado y, sin decir una palabra, ha tomado las de Villadiego.
Quienes al cabo se han quedado, me miraban con expectación, como si esperaran que yo debiera decir algo para compensar las intervenciones anteriores. Como no he dicho nada , mi viejo colega y coordinador del taller me ha dado las gracias y ha iniciado un tímido aplauso que se ha disuelto entre los primeros movimientos de sillas y mesas.
Cuando la gente ha comenzado a levantarse, he recogido mis cosas lentamente para permitir que todo el mundo fuera saliendo. Una joven en quien no había reparado se me ha acercado invitándome a ira tomar algo a la Cervecería Alemana : «Sí, por supuesto».
Y mientras caminabamos por la calle del Príncipe hacia la Plaza de Santa Ana, he recordado mis primeros madriles y mis primeros entusiasmos. Las largas tertulias del Comercial y la pequeña buhardilla de la calle Libertad. Aquella felicidad de haber huido de la negra provincia y estar por fin en la capital, eso sí, con un manuscrito en la maleta…
(c) by Vicente Huici Urmeneta