De vez en cuando llega al Taller de Escritura que coordino un texto que me deja sorprendido por su delicada sensibilidad. Es el caso del que viene a continuación, una breve pero intensa crónica sobre una parada de autobús , sutil escenario para la duración ajena al tiempo del reloj ,y firmada por Maite Moñux:
DIEZ MINUTOS
Día desapacible de frío, lluvia y viento, casi un completo de mal tiempo. Había sido un aperitivo largo de domingo. En la parada del autobús que me acercaría a mi refugio, no había nadie más – ¿Quién iba a estar en la calle a esas horas, con la fuerte borrasca? – . Las personas sensatas estaban resguardadas en sus casas. Pero yo permanecía allí, bajo la marquesina. La pantalla de información anunciaba diez minutos de espera.
De pronto me fijé en el alcorque que estaba al lado, todo un mundo cabía dentro de él. Las trombas continuas de agua lo habían anegado formando un pequeño mar. Los restos de colillas de colores flotaban como embarcaciones que eran movidas por las olas provocadas por la ventolera. Envolturas de chicles parecían barcos a la deriva y el residuo de una fruta ,quizá roída por un chucho, se mantenía a flote como un gran trasatlántico. Alguna semilla ,arrastrada por el aire, había hecho que brotara una extraña vegetación simulando un bosque de diminutos helechos que cubría casi la mitad de la superficie. En medio de aquella selva y océano embravecido, una perla blanca ponía el contrapunto. Acaso se había desprendido de un pendiente, en el fuerte abrazo de despedida de una pareja de adolescentes, antes de que ella se subiera al vehículo y dijera adiós con la mano.
Levanté la vista del suelo y observé que el color rojo del transporte urbano asomaba por la esquina. -¡Qué pronto!-, dije en voz alta. A mi lado, protegidas bajo la cubierta, descubrí a cuatro personas...
(c) Maite Moñux