Más por necesidad que por racionalidad, se va asumiendo socialmente que la educación, si bien nunca se inicia con la escuela, tampoco termina en ella. Si hubo un tiempo en que preparaba a los ciudadanos para las futuras ocupaciones que habrían de desempeñar, digamos que hace lustros pasó a la historia trabajar en lo que se había estudiado, ejercer su oficio hasta la jubilación, que la profesión no variase demasiado a lo largo de la vida laboral, y demás características propias de la era industrial del pasado Siglo.
Cada vez escuchamos más a menudo hablar de mayores que vuelven a las aulas, de inauguración de centros para adultos, convocatoria de talleres de formación, para atender una persistente demanda intelectual de parte de una población que va muy por delante de la oferta pública, pues no son pocos los jubilados que se sienten realizados acudiendo a estos cursos donde poder hacer realidad aquellos estudios que en su día dejaron aparcados por tener que afrontar sus responsabilidades familiares, y los desempleados que ven en ellos una oportunidad de incorporarse al mercado de trabajo. Es elogiable las iniciativas que en este sentido han sido anunciadas desde los distintos organismos, empero advirtiendo de su insuficiencia, dado que es toda una lástima que, adoptemos este enfoque a remolque de los acontecimientos en lugar de un modo planificado, cosa que requeriría adecuar la producción a la educación, y no al revés, como sucede hasta la fecha, porque entre otras cosas, se ve, que ya no funciona.
Lo deseable no es que personas con curiosidad, apetito intelectual, y ganas de formarse en las distintas áreas del saber sean estas científicas, sapienciales, técnicas, mecánicas, o manuales, deban postergar su desarrollo personal, entregándose a ello solo cuando se lo permite la producción – paro, jubilación – pues aunque nunca es tarde si la dicha es buena, todo tiene su momento, y lo conveniente es que los aprendizajes se realicen de modo constante y recurrente a lo largo de toda la vida de la persona, no dando por sentado que el tiempo de aprender es la infancia y juventud, la de trabajar la madurez, y descansar la vejez, no dejando nada que hacer para la ancianidad…
Hasta hace poco, se creía que el cerebro a penas sufría modificaciones sustanciales superada la pubertad, si no eran para menguar sus facultades, atrofiar sus capacidades, o degenerar en patologías. Pero recientemente se ha descubierto que el cerebro está en evolución constante, que las tareas intelectuales y psicomotrices como jugar al ajedrez a decir de Leontxo García, le ayudan a mantenerse en forma, retrasar cuando no evitar, los problemas de Alzheimer, Parkinson, y a ser feliz. Y qué mejor gimnasia mental para nuestro músculo gris que, estar siempre estudiando, aprendiendo, memorizando, y ejercitándose en una educación recurrente…
Su puesta en práctica requeriría trastocar el actual sistema de producción: Para empezar, la educación obligatoria debería integrar la polivalencia en el aprendizaje de oficios; más adelante, cuando haya acreditado un mínimo genérico que le capacite en dicha polivalencia, podrá decantarse por su especialidad, mas antes de recibir la titulación habría de superar un periodo de prácticas; ya inmerso en la vida laboral, cada seis años, tendría obligación de tomarse un año sabático con sueldo, para disfrutar su juventud viajando, formándose en idiomas, informática o los avances y novedades de su especialidad. La edad de jubilación se retrasaría según la naturaleza del oficio, tantos años como se haya tomado sabáticos.
Como puede observarse, la educación recurrente ofrece muchas ventajas, y pocos inconvenientes, y es toda una tragedia que esta medida que estaba entró a estudio a mediados de los Ochenta en el foro de la UNESCO, se haya guardado en el cajón de las utopías junto a otros proyectos como el “Cheque tecnológico” una vez se hubiera caído el Muro de Berlín.