Cuando no había neveras, ni cámaras frigoríficas para preservar los alimentos en su estado óptimo, acudieron en nuestro auxilio, salsas, rebozados, empanados y especias varias, traídas de tierras lejanas al único efecto de disfrazar putrefacciones, malos olores e imágenes desprovistas de delicadeza para cualquiera que no huyera la mirada de aquello que se le sirviera a la mesa. Muchas fueron las técnicas como el salazón o almibarado que durante siglos colaboraron para disponer de los productos fuera de temporada o para mantenerlos en condiciones digeribles durante largos periodos de almacenaje en la despensa, hasta la aparición del laterio, el arte de la conserva al vacío y la pasteurización que los dejaron a todos ellos sin función, pero no sin uso, pues para entonces los paladares se habían familiarizado de tal modo a su polizona presencia imprescindible en nuestra cultura gastronómica que, pese a carecer ya de utilidad alguna para las que fueron creadas, llamadas y adoptadas, quedaron como pintoresca y folklórica razón estética del gusto, olvidándose por entero el origen de su mal gusto.
Las elites y clases pudientes pronto desterraron de su cocina toda presencia que delatase un antepasado humilde difícil de rastrear en la heráldica y genealogía familiar pero que por detalles como un sencillo pimiento rojo sobre un buen solomillo podía evidenciar como fraudulento su pretendido nuevo status y elaborado pedigrí, porque, solo a los pobres de solemnidad y gente de mal vivir, se le puede ocurrir semejante fechoría, acostumbrados como han estado siempre a comer carne de ínfima calidad cuyo sabor precisa esconderse bajo fuertes fragancias como el ajo frito, fundidos de queso roquefort, delitos culinarios solo superados por las hamburgueserías Borrikin y Malc Omas, donde la peña más hortera gusta ponerle mayonesa a todo lo que se mueva. En consecuencia, en una sociedad cívica y desarrollada como la nuestra, que farda por el mundo entero de contar con los mejores chef del momento, cabría esperar cuando menos, que en los bares y restaurantes de nuestras ciudades, la costumbre de ponerle mayonesa, y pimiento rojo a todo desapareciese, si no por amor a la buena cocina, al menos por miedo a que su establecimiento coja fama de tener los alimentos en malas condiciones o provenientes de sobras de supermercado, a riesgo de convertirse con el tiempo en un cinco estrellas del comedor social del barrio.
Y no es que yo la tenga tomada con el pimiento rojo o padezca freudiana fobia a la mayonesa. Lo que sucede es que, no soporto que me impongan su presencia a todo momento y sin previo aviso que todo lo pringa, porque empiezo a estar muy harto y un día de estos voy a pagar con un billete de veinte untado en dichas sustancias para ver que tal le sienta al hostelero de turno…Yo comprendo, e incluso alabo, a quienes llevan por montera y galones haberse hecho a si mismos, pero lo cortés, no quita lo valiente, y si uno quiere pertenecer a la clase media o alta de la sociedad, ello no se logra por medio solo del consumo… con sumo cuidado se han de escoger locales y clientelas que ofrezcan y exijan la debida libertad de comer juntos o separados las carnes y sus acompañantes, para evitar equívocos, sospechas, malos pensamientos, y sobre todo rumores, para no continuar con malos hábitos a los que nuestros antepasados llegaron por necesidad, que no por gusto.
Pues yo he visto bares que exponían cucarachas en la barra sin pimiento ni mayonesa; eso sí, estaban muy frescas.