Las ideas como las pulgas, saltan de unos hombres a otros, pero como bien observara el escritor polaco Stanislaw Lem, no pican a todo el mundo por igual. Algo así está sucediendo, ahora que algunos “Indignados” han empezado a recoger sus tiendas de campaña, que otros colectivos toman el testigo para plantar las suyas, no ya en plazas y calles para exteriorizar un ideologizado malestar general con el funcionamiento del sistema sociopolítico, ni como de cuando en cuando algún espíritu hippie tenía costumbre hacer frente a la empresa que le despidiera o dónde se le antojara, sino en el barrio, a la vista de todos para que conozcan la precariedad en la que se encuentran sus todavía vecinos, familias como ellas, bien estructuradas, gente honrada, sana, trabajadora, de buenas costumbres…denunciando con ello que, la situación de desamparo en la que se encuentran, no obedece a las típicas causas difundidas por el Tontodiario, como pertenecer al colectivo de inmigrantes, progenitores drogadictos, padecer sida, dedicarse a la delincuencia habitual – no me refiero a ningún cargo público – o sencillamente sufrir el paro de larga duración, que buscan convencernos de un intrínseco mal entendido determinismo zolista que afectaba a los personajes pero no a la marginalidad misma que retrataba a modo de protesta, de cuya miseria podíamos vernos a salvo hasta ahora, con sólo conducirnos por la vida de forma recta practicando las virtudes burguesas del trabajo y el ahorro y rehuyendo los vicios apuntados en el Antiguo Testamento.
Y es que, la indignación aparecida únicamente en quienes tienen dignidad, suele transformarse en motivo de orgullo para cuantos se lo pueden permitir y en desvergüenza en quienes no queda otro remedio que presentar su circunstancia al modo en que el santo Job clamaba al cielo, no tanto por llamar la atención, cuanto por afrontar la situación sin hacerlo a escondidas, actitud propia de quien es culpable o tiene vergüenza, yéndose a otra ciudad donde nadie les conoce para emprender una nueva vida de penuria lejos del círculo de amigos que ya no podrá frecuentar, de los bares y restaurantes a los que no podrá entrar, de las tiendas donde ya no le fiarán…realidad retratada por una marca de cerveza, sino a plena luz del día, como paso previo a la fase desesperada de irradiar ¡Muerte y destrucción! O visto así, última oportunidad a una sociedad egoísta, para que reaccione, aunque sea por alusiones, ante los casos cada vez más recurrentes y más próximos.
No nos extrañará entonces que, este verano, junto al perenne fenómeno del chabolismo de extrarradio, patrimonio cultural de gitanos, al auge rural de los asentamientos rumanos y al clásico edificio Okupa del barrio, se sume aprovechando el buen tiempo a la sombra de la repercusión cosechada por quienes deciden democráticamente cuándo y dónde acampar o dejar de hacerlo porque pueden regresar a sus respectivas casitas, proliferen por esas reservas de la biosfera vulgarmente conocidas como jardines, un colorido mosaico de tiendas de campaña con toda su parafernalia de mesas, sillas plegables, hornillos, candiles, cortinas de hule, estirillas…entremezclados con neveras, televisores y demás enseres supervivientes del naufragio existencial acontecido durante la tormenta perfecta que zarandea por igual a ancianos, enfermos, mujeres y niños que habremos también de acostumbrarnos a verles de nuevo deambular por nuestras calles que parecían reservadas preferentemente a los adultos con capacidad de consumir, desaparecida como a punto parece estar, la red asistencial de instituciones dedicadas al almacenamiento de biomasa humana más conocidos como asilos, psiquiátricos, casas de acogida o guarderías – no así las cárceles – otorgando al paisaje la estampa propia de esos países a los que vamos buscando el placer de ver aumentado con la franja horaria nuestro poder adquisitivo, sensación que ahora tendremos literalmente, al alcance de la mano.