En “Ecce Homo” Nietzsche se pregunta ¿Por qué soy tan sabio? ¿Por qué soy tan inteligente? ¿Por qué escribo obras tan magníficas? Y uno, formado en el calimerismo emocional, no puede menos que acompañarle en el sentimiento de autocomplacencia añadiendo otras retóricas cuestiones como ¿Por qué soy tan majo? ¿por qué soy tan generoso? Que en definitiva bien podrían subsumirse en esa que el otro día me viniera a la cabeza cuando a la salida del supermercado cedí un bote de garbanzos al Banco de Alimentos, a saber: ¿Por qué soy tan bueno?
El bote daba en el mejor de los casos para dos raciones; pero como el milagro de los panes y los peces, en el regocijo de mi mente dio de comer al hambriento cuantas ocasiones fueron precisas. Mi humilde acto de caridad sucedió el pasado Jueves a la mañana. Al rato, tomando un pincho de paté con mermelada de manzana, pensé en el pobre que gracias a mi comería caliente ese día. Huelga decir, que a la hora del almuerzo, mientras daba cuenta de un excelente salmón, también pensé en el indigente llevándose a la boca los sabrosos garbanzos que yo había regalado al Banco de alimentos. Y como se imaginarán ustedes, gente de buen corazón como yo, aquella noche, el pobre vergonzante volvió a mi mesa a cenar sus garbanzos con el agradecimiento en los ojos. Cuál sería mi sorpresa, cuando a la mañana siguiente ¿Quién me estaba esperando cuchara en mano para recibir sus garbanzos solidarios de desayuno? ¡Efectivamente! ¡El pobre!
Como las subvenciones, parecía que mi ayuda únicamente llegaba al mismo solicitante, resultado del todo pernicioso de cara a recibir el Premio Nobel de la Paz al cual ya me estaba postulando. Sin contemplaciones, obligué a aquel egoísta glotón a repartir mis garbanzos con los demás marginados de la localidad, quienes de inmediato adornaron de solidarida y altruismo mi mesa. ¡Eso estaba mejor! Todos los pobres de la ciudad comían gracias a mi. La nueva Teresa de Calcuta.
Al mediodía del Viernes, mi filantropía sin límites ya tenía preparado todo un comedor social: la gente hacía cola para comer mis garbanzos del Amor Misericordioso y no sólo los desarrapados; también las Clases Medias se sumaban al festín. Los garbanzos de Nicola habían adquirido fama, no tanto por estar buenos, cuanto por ser buenos porque no solo de pan vive el hombre.
Reconozco que hacer tanto bien a los demás, empezó a sentarme mal. Tenía miedo que de continuar así, no hubiera garbanzos para todos en el mundo como advirtiera Malthus. Además esa tarde me disponía a viajar a Madrid para pasar el fin de semana, empezándome a sentir un poco culpable de abandonar a su suerte sin mis garbanzos a todos los pobres que gracias a mi desprendimiento podían comer. ¿Serian capaces de sobrevivir sin mi ayuda tres días? Evidentemente… ¡No! ¡Me necesitaban!
Sin dudarlo, me los llevé a todos conmigo en el Alvia. Y mientras en el vagón cafetería me preparaban un bocadillito de serrano con roquefort, allí se metieron todos a comer con entusiasmo los garbanzos que tuve a bien obsequiarles. Pero según íbamos pasando Burgos, Valladolid, Segovia, observé que hordas de mendigos subían al tren a comer mis garbanzos. ¡Había que hacer algo!
Yo sufría por todos ellos y ellos en cambio, zampa que te zampa, como si sólo ellos tuvieran hambre. Ninguno de aquellos indigentes se daba cuenta de la enorme suerte que tenían de haberme conocido. Pero ¿Y el resto de los hambrientos del mundo? Antes de llegar a Madrid, ya me vi dirigiendo una Oenegé internacional. Para cuando me fui a dormir al hotel después de haberme metido entre pecho y espalda un buen solomillo con patatas fritas, recuerdo que hasta el Papa se acordaba de mi en sus oraciones y hasta creo que le escuche dirigirse a mi persona como San Nicola. No merezco menos.