Desde el infanticidio practicado por los pueblos primitivos para librarse de la prole no deseada hundiendo al neonato en un hoyo cavado a pie de parto, hasta la proclamación del derecho al aborto por las sociedades avanzadas, hemos progresado una barbaridad. Barbaridad que no ha escatimado ingenio para poner fin a una existencia que por nacer de ti es tuya en propiedad; Pues para qué engañarnos: los padres quieren a sus hijos, porque son suyos. E incluso son suyos sin haberlos querido nunca.
Hasta antesdeayer, la familia estaba más relacionada con la economía que con los sentimientos: el matrimonio era una especie de PYME cuya prosperidad dependía del número de retoños, de ahí que, en los países pobres, abunden las familias numerosas. Pero con la sobreproducción, los afectos desligados de la dependencia posibilitaron casarse por amor y traer hijos al mundo en función de la apetencia en vez de la necesidad. Lo endeble de esta ligadura, se pone de manifiesto a las primeras de cambio en épocas de escasez: disminuyen los divorcios y aumentan los abandonos.
En toda sociedad civilizada, infanticidio y aborto suelen reservarse para atajar situaciones que poco tienen que ver precisamente con los aspectos económicos apuntados y sí con cuestiones muy ligadas a formas socioculturales que hacen preferible matar a un recién nacido antes que enfrentarse a la ignominia de parir un bastardo, convertirse en madre soltera o que de a luz una monja de clausura. Ahora bien, ambas técnicas deben ejecutarse con prontitud y discreción pues es el escándalo lo que se desea evitar. Que esto es así, lo prueba el hecho de que, raramente se disuade a abortistas e infanticidas mostrándoles el enorme potencial crematístico que les ofrece el mercado donde podrían vender al bebé a una pareja desesperada por ser padres o de albergar algo de espíritu inversionista los réditos de introducir al vástago en la industria de la publicidad o la pasarela, por no citar siempre el tráfico de órganos y la industria pedófila. Y de desistir, generalmente acaban cediendo sus hijos en adopción gratuitamente, lo que evidencia que efectivamente no los querían ni para su propio beneficio.
Mas, una vez el niño ha sido bautizado o inscrito en el registro civil, ya es más difícil eliminarlo, porque ya no pertenece únicamente a sus progenitores biológicos: ahora su alma es del Dios Padre y su persona física, futura fuente de ingresos directos e indirectos, de Papa Estado, quienes contraviniendo el interés del infante no viable en morir antes de los cinco años como sentencia la Madre Naturaleza, buscarán su supervivencia a toda costa sabedores de su alta productividad pasiva o activa.
Es entonces, cuando emerge la entrañable costumbre del abandono de bebés a la puerta de conventos retratada por “Marcelino pan y vino” o de no tan bebés en bosques de cuya práctica habla a las claras los cuentos infantiles, la cual, si está motivada por asuntos de carácter monetario cuando los padres, juzgan inviable su crianza abandonando su prole al cuidado de terceros, concretamente en España medio millar de casos anuales oficiales.
Claro que entre el infanticidio y el abandono han quedado varios paradigmas grabados en la mitología; la historia de Moisés sin ir más lejos. Esta es la senda evocadora que recorren inconscientemente quienes eligen dejar a los desgraciados en los contenedores de basura como ya es costumbre en nuestras ciudades o arrojarlos por las cañerías del desagüe como en Alicante que debe ser el último grito para deshacerse del bebé.
Todo esto y más, está sucediendo en un país donde es imposible adoptar, con los pisos de acogida llenos, cuando al primer descuido Asuntos Sociales arrebata a los padres la custodia y existen auténticas redes organizadas para el robo de bebés, rapto de menores y su encubrimiento. No se de quién será la competencia, si de la Iglesia, el Gobierno o las Oenegés, pero alguien debería hacer algo para poner orden en la situación y conjugar unos intereses con otros para que todos los implicados salgan ganando en esta época de crisis.