Si el problema de la educación en España se limitara a lo reflejado por los sucesivos informes PISA que nos sitúan a la cola de la OCDE, se podría vivir con ello; a fin de cuentas, entre nosotros sólo pasan por incultos los hombres de ciencia que no han leído el Quijote, mientras a las personas de letras, casi se nos exige mantenernos al margen de cualquier saber práctico para no vernos afectados en nuestra reputación. Lamentablemente, no es así, porque, si la formación académica del alumnado está en franca decadencia, la educación entendida como urbanidad, respeto, convivencia y comportamiento personal, en la que me formaron durante la infancia parece pasada de moda hasta el punto de darme reparo ponerla en práctica.
Pocos son los adultos que saludan al entrar en los establecimientos con un ¡Buenos días!, a lo más, emiten algún pequeño gruñido de soslayo; menos todavía son los que se despiden con un ¡Adiós! abandonando el lugar la mayoría como si hubiera cometido alguna falta; De continuar por este camino, en breve las distintas fórmulas de cortesía serán proclamadas por la UNESCO “Patrimonio cultural de la humanidad” de igual manera que pedir las cosas ¡Por favor! o dar las ¡Gracias! será rasgo de distinción entre cuantos se dediquen a la hostelería que incluso dan las gracias al cliente cuando son ellos quienes hacen el favor en un absurdo semejante al ¡Feliz cumpleaños! respondido con un ¡Igualmente!
Ciertamente, es difícil guardar las formas en el ajetreo de las urbes con sus aglomeraciones donde es más práctico poner entre paréntesis algunas normas de cortesía para no interrumpir a cada paso el paseo de propios y extraños con mutuos saludos. Ahora bien, no saludar a un paisano con un perro al cruzárselo en el camino solitario de un parque, supone dispensar el mismo trato a la persona y al animal que lo acompaña. Otro tanto sucede en el ascensor, antigua prueba de la capacidad de los hablantes para mantener conversaciones meteorológicas cuya secuela ahora pagamos con programas del tiempo de media hora de duración tras los Telediarios, donde con mayor frecuencia observo cómo quienes entran y salen se toman por invisibles; eso o están enfadados. La escena se repite entre vecinos de viaje en un autobús no digo urbano, sino de línea donde cada vez es más habitual no cruzarse palabra alguna ni al encontrarse ni separarse siquiera durante el trayecto de 12 horas por riesgo de que se rompa el hielo con un ¿Qué tal? y demos con el pesado que nos lo cuente. El otro día, yo mismo me sorprendí alarmado cuando estando en una aldea un lugareño al que no conocía de nada se atrevió a dirigirse a mi persona con un repentino ¡Hola! Rápidamente me puse en guardia ¿Qué querrá? ¿Estará bien de la cabeza? ¿No se le ocurrirá acercarse más? ¿No pretenderá entablar conversación? Y un sinfín de interrogantes que se agolparon sobre la mente en un angustioso instante que sólo remitieron en la medida que aquel extraño sujeto se alejaba por el mismo camino que había llegado.
Dejando a un lado el asunto de los saludos, que representan la punta del Iceberg, raramente observo que la gente ceda su sitio en los medios de transporte públicos en cuanto aparece un anciano, una embarazada o personas con muletas, antes se mira por la ventana en un reto colectivo de resistencia denominado “El altruista” estudiado por el MIT en la “Teoría de juegos”, donde todos los concursantes esperan a que sea otro el primero en sacrificarse, asunto que supone un perjuicio global en el caso de que salte la luz un edificio hasta que un vecino se digne a bajar al cuadro de mandos situado en el sótano para repararlo en beneficio de todos, pero que, por lo que se puede apreciar, en el caso de los asientos del autobús, metro o tren, no parece haber nada disuasorio para animar en dicha dirección a los implicados, salvo la vergüenza, que como la educación también se halla perdida.
Así, desaparecidas educación y vergüenza, la costumbre de arrojar al suelo de los bares servilletas de papel, huesos de aceituna, palillos de dientes, etc, ya está extendida por aceras, calles, plazas y allá donde vayamos de excursión, playas, ríos y bosques, con las clásicas colillas, chicles, latas de refrescos, bolsas de aperitivos, etc. El número de viajeros de cualquier edad con los pies colocados encima del asiento de enfrente, ha aumentado en la última década; igual ascenso porcentual ha experimentado la cochina costumbre de sentarse sobre el respaldo de los bancos de los parques con las patas sobre sus asientos; las pintadas en las fachadas de las casas particulares; los niños de corta edad estorbando a terceros mientras sus papis no hacen nada a su lado; usuarios hablando por el móvil a grito pelado en la biblioteca; vehículos con la música a todo volumen junto a residencias; corrillos armando jaleo a altas horas de la madrugada bajo los edificios; y un sin fin de escenas que para qué enumerarlas si todos las estamos padeciendo a diario unos de otros mutuamente, siendo la degradante programación televisiva, la indolencia en el puesto de trabajo, la contaminación del medio ambiente y la corrupción generalizada, sólo el reflejo lógico de la perdida educación a la que por momentos estamos asistiendo. De la quema, momentáneamente se salva ceder el paso a las mujeres, aunque sólo sea para darlas un masaje visual.
En el instituto Ntra. Sra. del Puy de Estella, mi profesor de Filosofía, Don Alfonso, insistía en que, la inversión social en educación entendida esta como cultivo de la Virtud, revierte en la economía y organización del Estado que podrá gobernarse con mayor eficacia al ser cada ciudadano su propio gobernante, sin necesidad de tanta ley, policía y cárcel, como en la actualidad existe. Cuando aquello, me pareció una exageración. Hoy estoy convencido de ello.