Mikel Mancisidor, mi defensor de Derechos Humanos favorito, en cuya figura coinciden sensibilidad solidaria con la excelencia intelectual, así como, implicación personal en la resolución de problemas desde que tuve el privilegio de tratarle en la Universidad de Deusto hace mas de un cuarto de siglo, sin que en su brillante trayectoria como Director de la Casa UNESCO en Bilbao, Profesor de Derecho Internacional en la Facultad y recién nombrado miembro del Consejo independiente de la ONU para asuntos socio-económicos, haya detectado el más mínimo titubeo a la hora de denunciar la injusticia, acaba de publicar un artículo titulado Ébola, ciencia y Derechos Humanos, donde subraya, sin paliativos, la falsa neutralidad de eso que llamamos Ciencia, en este caso la especializada en evitar la muerte de los seres humanos.
Pues bien, Mikel Mancisidor constata consternado que la persistencia de una enfermedad tan virulenta cuya mortandad alcanza el 90% de los afectados tiene mucho que ver con el Derecho a la salud y el acceso de las gentes al desarrollo científico, recogido en el Artículo 27 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Así, declarara “Cabe preguntarse si la investigación no estaría más avanzada si esta enfermedad atacara a otras regiones o a otros sectores sociales”. Mas con ello, el profesor, pese a su probada inteligencia, muestra su nobleza de espíritu, pues sólo una mente retorcida está en condiciones de plantear la cuestión en un estadio más dramático, cuál es, aquel que describe cómo el Ébola podría afectar de lleno a la sociedad Occidental.
En su célebre ensayo Armas, Gérmenes, y Acero, Jarel Diamond ofrece una plausible hipótesis para dar razón histórica de la actual desigualdad entre los pueblos, que en el caso de África Negra, parece endémica, desde el neolítico, cuyo origen habríamos de remontar al umbral de la civilización en el Creciente Fértil, donde los humanos convivieron durante milenios con los animales, antes de domesticarlos haciéndose inmunes a sus enfermedades, realidad esta, que les diera ventaja contra sus potenciales enemigos externos, como se la daría a los Cro Magnon sobre los Neandertal y más recientemente a las potencias europeas frente a los Imperios precolombinos. Y ciertamente, “el enemigo invisible”, empezó siendo un polizón en las expediciones de conquista, pero pronto se le reconoció activamente su papel destructor como lo demuestran las crónicas bélicas del Segundo Milenio antes de nuestra Era, donde se relata cómo los ejércitos enviaban a sus peores enfermos a bañarse en los pozos y ríos cercanos al campamento del rival.
Al inaugurarse el siglo XXI, mientras los EEUU estaban perfeccionando el escudo antimisiles de la “Guerra de las Galaxias” dedicándole varios miles de millones de dólares, un grupo tribal turbantito, carente de la tecnología necesaria para construir misiles crucero de largo alcance, convirtió un inocente avión de pasajeros en un mortífero ariete para derruir las enormes torres de la capital financiera del mundo. Ahora, se me ocurre, esos mismos aviones, cargados de turistas y hombres de negocios, podrían servir igualmente de infectos supositorios que pueblos sin la más mínima posibilidad de competir en armamento nuclear, químico o bacteriológico, tendrían a bien introducirnos en el intestino grueso de nuestro formidable sistema sanitario para infectar el entero cuerpo social, cuyas consecuencias poco menos serian catastróficas.
El Ébola es un virus que se transmite por contacto directo con fluidos corporales como el sudor, la orina, la saliva… Eso juega a nuestro favor, porque las personas infectadas viven en lugares lejos de aquí. Pero, como quiera que su periodo de incubación fluctúe entre los 2 y los 20 días, podría suceder que terroristas con conocimientos médicos pero sin financiación infectaran en su país de origen a los turistas occidentales sin estos saberlo por medio de un beso, un estornudo o un sencillo pinchazo o en caso de disponer de patrocinadores, incluso pagar pasaje a voluntarios dispuestos a autocontagiarse para traernos aquí la muerte.
Sólo entonces, convertido el Ébola en un arma de destrucción masiva capaz de alcanzar nuestras ciudades, calles y casas, sin distinción de clases sociales como ocurriera durante la Edad Media con la Peste Negra, la OMS, los laboratorios de la industria farmacológica y los gobiernos le prestarían atención a un enemigo de la humanidad, capaz de pasar inadvertido por todos los controles aeroportuarios.