De cuando en cuando, por esas cosas de lo chocante y estrafalario, los medios de comunicación se hacen eco, de que tal obra de teatro ha sido suspendida del programa, porque en ella los actores aparecen fumando, que una Autonomía a decomisado una publicación por contener imágenes xenófobas, que una cadena de televisión ha sido sancionada por vérsele el trasero a una actriz saliendo del agua en una serie propia del horario infantil, que una película ha sido retirada de un festival por su contenido catalogado de pedófilo o que como el pasado Noviembre una productora ha sido multada con 30.000 euros por editar un cartel promocional en la que puede verse a los protagonistas en un momento del film, sin casco. De todo ello, uno deduce que los vigilantes de la ficción andan más al loro de lo que sucede en nuestros comics, escenarios y pantallas que los distintos cuerpos policiales u organismos oficiales parecen enterados de cuanto ocurre en la realidad de nuestras calles, colegios, empresas y mismas Instituciones.
Por supuesto, estas actuaciones responden al principio general de que trabajando sobre los motivos culturales o modificando las representaciones de las distintas artes, se facilita la buena transmisión de los valores que se desean inculcar a la población, como se hace en toda buena dictadura que se precie – sea de izquierdas o de derechas si ello tiene cabida en un régimen falto de libertad. El problema reside, en que este procedimiento sólo es consistente, si además de en la ficción, el mismo celo se pone en la realidad, cosa de la que si se ocupan las Tiranías que se cuidan de que lo que no aparece en el cine no lo haga en la cotidianidad, pero no así las Democracias, que a este respecto tienen mucho que aprender de aquellas.
Una buena Dictadura como la Franquista, puso todo su empeño, dentro y fuera del cine, en que no se vieran momentos demasiado saliditos de tono, de desenfreno, jolgorio, disputa, conflicto o rebelión; A lo más, algún que otro ¡Recórcholis! muy acorde a la España de perpetua Cuaresma. Qué bien nos iría si con el mismo rigor, la Democracia lograra llevar a la práctica la excelsa moral a la que somete al artista en publicaciones, carteles y programas en pos de salvaguardar la infancia, educar en la igualdad, combatir el racismo, prevenir la homofobia, la drogadicción, etc.
Pero, es que la Democracia tampoco hace bien su cometido en la ficción. Me explico: se supone que un ideal democrático es convencer al ciudadano de que nadie debe tomarse la justicia por su mano, de que el monopolio de la fuerza corresponde al Estado y esa sensiblería legal para pardillos que todos conocemos. ¿Cómo es posible entonces, que el otro día, en mitad de una película anunciada hasta la saciedad, pude contemplar una escena en la que se ven a varios jóvenes aprendiendo a dispar en mitad de un bosque en un pasaje que de estar doblado al lenguaje protodelincuente del euskera, no habría juez en España que dudaría en tachar de apología del terrorismo ordenando su inmediata incautación?
Al final, resulta entonces, que se trata de lo de siempre, a saber: te dejo hacer para tener motivos de preguntarte, controlarte, cachearte, vigilarte y cuando sea conveniente denunciarte, multarte, detenerte, encarcelarte y dar un escarmiento a navegantes mostrándote en el Tontodiario. Por lo demás, se prefiere que la población entienda de armas en la ficción y no en la vida real y de que no haga ni disfrute con lo que le apetezca ni en la realidad ni en la ficción, para entendernos: ni sexo, ni drogas, ni rock and roll, ni correr, decir palabrotas, dar de hostias a las autoridades, dejar de trabajar…