El injusto modo en como nuestros mandatarios están distribuyendo la carga de la crisis sobre los más débiles de la comunidad, nos está brindando la oportunidad de contemplar estampas que hasta ahora únicamente conocíamos de oídas.
Hace 40 años mis padres regresaron de Nueva York muy impresionados de sus luces y rascacielos, pero también de las húmedas sombras y cloacas de aquella sociedad capaz de consentir que la gente se muriese de hambre tirada en las aceras mientras otros ciudadanos les sorteaban para acudir a los mejores restaurantes como algo natural. Así, durante las sobremesas de mi infancia escuché una y otra vez cómo no tuvieron estómago de continuar una cena cuando se percataron de la muchedumbre reunida junto al cristal del establecimiento para verles comer, cosa que debía ser habitual pues cual niños en periodo navideño frente a los escaparates de juguetes, debían exclamar algo así como ¡Me lo pido! en un hipotético reparto sui generis de las potenciales sobras en cuanto los camareros retiraban los platos de los comensales, o cómo en otra ocasión fueron testigos de una escena típica de Charles Dikens donde unos pequeños salieron zingando de una frutería con manzanas en la mano con el tendero detrás suyo. A los relatos paternos, pronto se le unieron los comentarios de amigos que hablaban de algunas costumbres que por estos lares eran ignotas todavía como lo cotizado que estaban las latas de carne para perrros entre los sin techo del lugar quienes se las disputaban a los bares que dispensaban menús del día, que a su vez rivalizaban en precios con los McDonals o la de acudir a los grandes supermercados a comer.
Hace tiempo que nos hemos acostumbrado a pasear entre despojos humanos yendo de compras con gran felicidad de no ser uno de ellos; tampoco nos incomoda comer en establecimientos con grandes ventanales con vistas a mendigos tumbados entre cartones; en este orden de cosas es a destacar el aumento considerable de ventas experimentado por la industria dedicada a la alimentación de mascotas precisamente en tiempo de crisis; cada vez nos encontramos con más cajas de galletas, cartones de leche y bolsas de patatas fritas abiertas en el supermercado al ir a adquirirlos; También es cierto que casi está regulado por ley dónde, cuándo, cuánto y cómo el ciudadano libre puede ir a aprovecharse de los productos caducados tirados a los contendores por las grandes superficies; No lo es menos que hace años, los pensionistas acuden a “conseguidores” para que les suministren ciertas mercancías básicas como leche buena, frutas y verduras frescas o carne de verdad, a las puertas de las tiendas. Pero ha sido después de este verano que he visto con mis propios ojos cómo personas que hasta hace poco pertenecían a la Clase Media, hacian acopio de vitaminas, proteínas e hidratos de carbono en medio del supermercado con toda naturalidad, más allá de las clásicas escaramuzas del vanguardismo moral mostrado por los adolescentes de un Sábado a la tarde, más por vicio que necesidad.
La primera vez fue este Septiembre en un supermercado de mi pueblo natal Castro Urdiales. Me hallaba a punto de salir, cuando escuché un pequeño alboroto. Una anciana que lucía su mejor abrigo con el clásico broche, era custodiada con delicadeza por una charcutera del establecimiento “La he pillado comiendo salchichas” susurró en bajo apesadumbrada por su nuevo oficio de policía. La intercepta, ajena a la vergüenza que la situación pudiera causarle parecía más ocupada en la eliminación de las pruebas que en negar los hechos. De hecho, para cuando llegó a la salida, ya no había nada que negar.
No habían transcurrido quince días que estando en otro local de Zaragoza pude observar un anuncio en vivo de los espárragos Carretilla pero sin cámaras a la vista: un hombre acercaba su mano a la estantería, cogía con decisión un frasco del producto, lo abría vigorosamente y la que debía ser su mujer, reclinando la cabeza se introducía sensualmente a lo faquir un ejemplar por su garganta como en la serie V hacían con los ratones, con toda impunidad.
La última ha sido en Valladolid que por su sofisticación me ha empujado a escribir sin más demora sobre el fenómeno. Resulta que mientras yo estaba haciendo mi pequeña compra, una mamá daba de merendar a su hijo sentado en la sillita un potito con una cucharilla. Al principio me extrañó que escogiera ese momento para darle de merendar ¿No podría haberlo hecho antes o después? Cuando por su izquierda llegó su otro hijo algo más crecidito con un yogurt en la mano y ella le dio otra cucharrilla salida de su bolso; todo quedaba explicado.
Desde que empezó la crisis allá por el 2007, siempre me he sentido un afortunado. Soy de esos que puede decir con convicción eso de ¡La crisis es buena! Y el enigmático axioma ¡Menos es más! Porque, con menos dinero, puedo comprar más que antes; Para mi ir por el supermercado es un chollo ahora comparado con antes de la crisis: las grandes marcas han bajado sus precios a la mitad, las líneas blancas han mejorado su calidad, los precios se mantienen, hay más ofertas de 2×1, regalan unidades, dan el 33% más de producto, las grandes cadenas bajan el precio de todos sus productos. ¡Qué más puedo pedir! Pero después de ver cómo la gente va a comer al supermercado, me siento un paria comparado con ellos.