Desmond Morris presentaba al Hombre como “Mono desnudo”, versión actualizada del “bípedo implume” socrático desprestigiado por Diógenes al desplumar un pollo en mitad de la Academia de Platón, en clara metáfora de la doble desnudez física con que la Naturaleza nos trae al mundo casi lampiños, desprovistos por prematurización de cualquier medio para subsistir.
Como señala Mircea Eliade al inicio de su monumental obra “Historia de las creencias e ideas religiosas” en los albores de la Humanidad, el Hombre tuvo que aceptar que para sobrevivir había que matar. Con el hábilis sólo se trataba de incorporar a la dieta la carne que proporcionase la energía que un cerebro creciente precisaba; más adelante el erectus supo sacar partido al pellejo que envolvía la carne para su abrigo, aunque fueron los neandertales los primeros en confeccionar vestidos propiamente dichos; estos últimos ya no desperdiciaron nada del animal convirtiendo sus dientes, colmillos, cornamentas, huesos, sangre y demás, en toda suerte de útiles, adornos y amuletos. Estos tres estadios fueron posteriormente asumidos por el sapiens quien muchísimo después durante el Neolítico se percató de que cuidando a ciertos animales, estos le podrían proveer de alimento, pieles y joyas en una proporción mayor que dándoles caza hasta su extinción como le sucediera al mamut, naciendo así la ganadería.
Desde entonces, no hemos hecho otra cosa que ir apartando lentamente de nuestros ámbitos más cercanos y sobre todo de nuestra mente, las truculentas escenas de sufrimiento, agonía y muerte que están en la base de muchos miedos, tabúes, ceremonias, religiones y pesadillas nocturnas infantiles que conforman el inconsciente personal y colectivo: del reparto de despojos de la presa abandonados por predadores ingeridos in situ disputados con otros carroñeros, hasta irla a adquirir a una carnicería ya despiezada, pasando por la caza del bisonte a hachazo limpio o la matanza en casa propia de cerdos y gallinas, cuyo último paso ha consistido en presentarnos fiambres, chuletas y demás productos cárnicos en bandejitas de plástico como se hace con frutas y verduras hasta el extremo de que hoy muchos escolares de secundaría creen que filetes, chorizos y jamones, crecen en árboles y huertas… ha habido un gran desarrollo de hominización pero muy poco de humanización, porque aunque la bestia se vista de seda, bestia se queda.
Esta exquisita relación entre el Hombre y el animal, bueno sería que igualmente la trasladásemos al trato entre humanos: Es cierto que debió haber un tiempo, en el Paleolítico inferior, que la humanidad no se podía permitir el lujo de competir entre si y menos de perder miembros a causa de enfrentamientos. ¡No es verdad que siempre han habido guerras! Más que nada, porque éramos muy pocos y muy esparcidos. Seguramente fue el neandertal el primero en sentir el peligro no tanto de las fieras externas que también, cuanto de las internas que caminaban a su lado. Las primeras guerras del Neolítico, eran bastante encarnizadas dada la eclosión demográfica acontecida por la abundancia de comida gracias a la ganadería y agricultura. Con el tiempo, las distintas culturas, ya más civilizadas, fueron conformando un cuerpo de leyes que ponía coto al salvajismo aún con los enemigos en el campo de batalla de cuyo recorrido hoy contamos con la Convención de Ginebra con la que sería un placer hacer la guerra si verdaderamente fuera respetada. Gracias al comercio y sobre todo la posibilidad de aumentar la riqueza de unos pocos por medio del trabajo de muchos, la muerte del enemigo dejó de ser rentable y se instituyó la esclavitud que en su momento fue un gran progreso moral, seguramente persuadidos por lo bien que había funcionado el invento de la Ganadería. Pero había una dificultad para su domesticación de la que no habla Jared Diamond en “Armas Gérmenes y Acero”: A los miembros del ganado humano no parecía bastarles como a los animales de tiro o de corral, tener asegurado el abrigo y alimento. La bestia humana quería por encima de todo ser libre y en cautividad no parecía rendir lo suficiente.
Tan pronto aparecieron las máquinas, se comprendió que la explotación de la ganadería humana debía adoptar nuevas formas. De la noche a la mañana, se abolió formalmente una institución milenaria. Pero pronto las élites extractoras advirtieron que la gente prefería sentirse libre a serlo: aprovechando esta cualidad gregaria del ser humano y su codicia por el dinero y todo cuanto deslumbra física e intelectualmente, rápidamente se transformó al esclavo en asalariado dependiente de su trabajo para poder comer, vestir y tener cobijo. ¡Y funcionó! Al menos en Occidente.
Ahora toca globalizar el modelo alejando de nosotros esas escenas propias de los comienzos de la Revolución Industrial cuando se trabajaba de sol a sol en las minas, sin derechos laborales ni descansos semanales. A mi, como a ustedes, me desagrada saber que la ropa que me pongo por la mañana está confeccionada con sangre, sudor y lágrimas vertidas por miles bangladeses, que mi móvil funciona bien gracias a la guerra del Coltán, que todo lo que compro barato, lo es porque no se paga como se debería de pagar y que con mi consumo conspicuo estoy contribuyendo a recrear aquel cuadro truculento de agonía, sufrimiento y muerte que nuestros ancestros debieron aceptar para convertirse en humanos. Y si ellos lo consiguieron ¿Vamos a ser menos nosotros?
A diferencia del primer ancestro que era poco más que un mono desnudo, el Hombre actual es una auténtica bestia vestida y si aquel aprendió que era preciso matar a otro animal para vivir, nosotros hemos de empezar a aceptar que nuestra humanidad pasa por matar a otro ser humano, no ya para vivir, sino para vivir bien y mejor. Bueno, eso, o clonamos una especie inferior dado que los chimpancés han demostrado no servir más que para el circo y los experimentos.