Educar” en su significado etimológico, imprimía la idea de encauzar la mente del futuro ciudadano desde unos principios básicos orientados a unos fines determinados, para en lo posible, ayudarle a conducirse en la vida, conforme a los cánones más o menos perennes de la comunidad donde hubiera nacido. Con el tiempo, el término adoptaría dos acepciones, a saber: la identificada con el buen comportamiento en función de valores morales más allá de los modales, comunicados en la autodisciplina, el espíritu de sacrificio, la independencia y cuantas cualidades son característica psicológica de la etapa adulta, tarea primordialmente reservada al ámbito familiar – de la que me ocuparé en un ulterior capítulo – y la enfocada hacia su correcta instrucción en lectura, escritura, cálculo y demás conocimientos necesarios para ser útil a la sociedad a la que de mayor se va a incorporar el sujeto educado, labor encomendada mayormente a la institución docente en los países desarrollados que por actualidad mediática, es de la que toca hablar. Es así, como podemos enunciar la paradoja de hallarnos ante elementos que habiendo recibido la mejor educación del mundo en los más prestigiosos colegios, sin embargo, son los mayores maleducados que nos podamos echar a la cara, verbigracia la panda de impostores que pasan por ser la flor y nata de nuestra clase político-empresarial, merecedores todos de ser objeto de una auténtica Revolución Cultural.
En cualquier caso, la tarea educativa comporta una enorme dosis de responsabilidad por parte del educador sea este padre o Maestro, quienes acaso por el “miedo a la libertad” denunciado por Erich Fromm en su obra homónima, bajo la excusa de no querer “influenciar” han delegado su deber en demasía en la otra parte, siendo hoy el día en que los jóvenes se ven obligados a conducirse por su cuenta y riesgo, tanto en su conducta personal como en su formación académica entre los amigos, Internet o la calle, toda vez, los progenitores los envían al colegio para que los eduque el maestro, los docentes los devuelven a casa para que los instruyan los padres en clases particulares, en un momento en que la educación, sea pública o privada, parece necesitada ella misma de ser reconducida, es decir, reeducada.
El retroceso colectivo apuntado por PISA y la deriva en la conducta individual, en nuestro caso, van de la mano, cuya causa, está más relacionada con la falta de la labor supervisora-correctora que con el esfuerzo o capacidad de transmisión. Cada cual desde su perspectiva, además de dejar mucho que desear con el propio ejemplo, ha puesto el acento en señalar lo que está bien y lo que está mal (Padres), en impartir la lección )Profesores), en no interferir en la tarea de los demás (Vecinos y Amigos), en ocuparnos sólo de nuestros asuntos (Resto de ciudadanos) olvidándonos de dos cosas fundamentales: que educar es tarea de todos y que tan importante es dar a conocer lo que está bien, como reprender y corregir lo que está mal. Sólo así se enseña. Sólo así se aprende.
Así, si hasta para el aparato represor del Estado dotado de leyes, policía y cárcel, es válido que entre la prohibición y el castigo debe mediar la prevención, cuánto más en el hogar o el barrio habremos de poner todo nuestro empeño en el corregimiento de las malos hábitos y comportamientos de los más pequeños antes de que sea necesario lo anterior, cuanto en las aulas el profesorado habrá de emplearse a fondo en que su alumnado haga bien la tarea encomendada antes de suspenderlo por sus fallos en la prueba de evaluación. Porque, si “Educar” es conducir, “Corregir” es “conducir derecho” cosa que ya requiere mayor atención de unos y de otros que ciertamente es la parte menos grata de la crianza de los hijos o la instrucción de los pupilos, no digamos incómoda para cuantos procrearon por inercia y para quienes ejercen la docencia sin otra vocación que la de procurarse una nómina..