Aunque he dedicado al tema varios escritos anteriores como “El País de Crim” o “El orden de las palabras” publicados todos en mi blog “Inútil manual”, bueno es despejar de una vez por todas, la razón última que me ampara para pronunciarme con la seguridad que manifiesto sobre el particular la cual, pese a contrariar sus sospechas, nada tiene que ver en dicha instancia, con la realidad verificable que la ciudadanía padecemos a diario o acaso sí, cosa que dejo a su interpretación.
La aclaración reservada para caso de querella, pide ahora ser esgrimida ante el respetable, por cuanto si el desconocimiento de la Ley no exime de su cumplimiento, el de la lengua por parte del vulgo no podría nunca culparme, toda vez, en un pasado debate televisivo en torno a la cuestión de las Preferentes, tras una mía intervención donde calificaba a cierta Banca de criminal en el buen sentido de la palabra, una enojada contertulia a quien aprecio mucho, me interrumpió para espetar ¡No hay buen sentido de la palabra criminal! amen de otras desavenencias, en cuyo rifi-rafe, me fue imposible explicar la aseveración, dadas las prisas del presentador por continuar con el programa, que entiendo yo, no está para atender a la arqueología de la lengua y sus recovecos semántico-etimológicos.
En su remoto origen Indoeuropeo, aunque hoy los expertos empiezan a sospechar que se remonta al Nostraico perdido en las brumas del Mesolítico, la raíz (Krei) de donde procede también la palabra “Crisis” ¡Ya es casualidad! dio lugar posteriormente en latín al término (Crimen) cuya primitiva acepción designaba “decisión” y (Criminal) a “quien decidía”, es decir, a quien mandaba o gobernaba. Más adelante, el término “Crimen” fue adoptado por la jurisprudencia donde empezaría primero por remitir la acción de “juzgar o acusar”, para acabar significando “lo acusado o juzgado”. Como feliz resultado de todos estos zigzagueantes quiebros semánticos, hoy nos encontramos con que “Criminal” señala únicamente a quienes cometen delitos de cierta envergadura en nuestra sociedad, sin ligar su realidad al Gobernante.
Y es que, por lo que se aprecia, la palabra “Criminal” ha tenido un recorrido mucho más tortuoso que la voz griega de “Tirano” que igualmente en sus inicios sólo identificaba al mandatario que con apoyo popular era escogido o aceptado para conducir la polis en momentos de crisis por un periodo determinado de tiempo y ha acabado poco menos que como sinónimo de dictador, detectándose en ambos casos la operación de un mismo mecanismo socio-lingüístico mediante el cual, la ciudadanía adjudicó a la voz lo sustancial de su comportamiento práctico, dejando en el olvido su significado original del todo engañoso u obsoleto. De este modo, Tiranos y criminales, pasaron a ser adjetivos antes que sustantivos.
La diferencia entre Criminales, Tiranos y Gobernantes, ha servido entre otras cosas, para que los ciudadanos deseemos llevar a la cárcel a los primeros, acabar con el yugo de los segundos y creer que los terceros trabajan para el bien de la comunidad o más importante todavía, para que la población pueda distinguir entre una ejecución legal, un Tiranicidio en defensa de la libertad y un terrorista Magnicidio.
En consecuencia, aunque no sea obligatorio, bueno es matizar que los gobernantes son criminales en el buen sentido de la palabra, aunque en ocasiones las prisas del coloquio nos impidan reparar en que pueden desplegar características de tiranos revestidos de demócratas, porque, como ya he advertido más de una vez, no existe incompatibilidad semántica alguna entre ser un demócrata y un criminal: se puede ser un criminal reconocido, pero conducirse en la vida de modo democrático en su trato familiar haciendo copartícipe de sus decisiones a su pareja y parientes, en lo laboral respetando los derechos de sus trabajadores y vecinal, aceptando las decisiones de la mayoría de propietarios de su comunidad; y se puede también ser un representante democrático aceptando sobornos y repartiéndolos entre los compañeros de partido mediante sobres. No hay dificultad.