La crisis ha variado considerablemente mis hábitos de lectura. Si antaño adquiría volúmenes a ritmo muy superior al que me era posible leerlos sin importarme en absoluto el avance geométrico de estanterías que los primeros ocupaban mientras los segundos mal que bien progresaban de forma aritmética en la misma balda, ahora paseo por las librerías como alma en pena, si bien, ello me ha servido para liquidar el excedente acumulado de obras no leídas que aguardaban sin esperanza su turno, algunas de temática ya caducada como las que hablaban del “Efecto 2000” o “la profecía de los Mayas”.
Conforme estos ejemplares pasaban de una condición a otra, crecía mi desasosiego por encontrar remedio al colapso que se avecinaba. Una solución era acudir a Clásicos. Pero no me estoy refiriendo a Homero, Herodoto o Sófocles, autores sumamente entretenidos, sino a Clásicos de verdad del estilo de Suetonio, Juvenal o Publio el viejo, que qué quieren que les diga: lo suyo no era el esparcimiento.
Así, destilando licor de mondas de patata, fortalecí el espíritu hasta conseguir leer de un tirón la Biblia, ¡genealogías incluidas!, el Quijote y cuando me disponía a hacer lo propio con el diccionario, me pregunté aterrado ¿De verdad que no hay otra manera?
Me gustaría ver bien para poder ir a robar al Corte Inglés; en su defecto habría de conformarme con degustar de gorra las novedades a ratos perdidos poniendo cuidado de no coincidir en los turnos con los mismos dependientes, claro que, de poco me serviría dada mi afición de subrayarlos tomando notas en los márgenes. Los militares tenían razón ¡Soy un inútil!
Y, si no soy capaz de robar en los grandes almacenes ¿Cómo hacerlo a la Biblioteca Pública Municipal? Al principio reconozco que el sentido de la cuestión era moral. Pero, según lo sopesaba, su tono fue adquiriendo una perspectiva más técnica… Cierto es que, para la media poblacional, leer de prestado puede ser suficiente y hasta otorgue ese plus de erudición que pasear por el barrio. Pero ¡todavía hay clases! Además, soy demasiado sensible y llevarme a casa un libro para luego devolverlo, es como si iniciásemos el proceso de adopción con un niño y pasadas las Navidades lo regresásemos al orfanato.
Meditando el modo de responder al interrogante del ¿cómo?, durante un lustro visité casi un centenar de Bibliotecas Públicas cuyas instalaciones cada vez se asemejan más a la de los bancos: prohibición de entrar con bolsos, maletines, mochilas; arcos magnéticos, dispositivos de alarma, carnets parecidos a las tarjetas de crédito dificilísimas de falsificar, personal de seguridad a la entrada, cámaras de vigilancia…casi prefiero replantearme lo del Corte Inglés. ¿Cómo es posible?
En esta ocasión, más que una pregunta, es una exclamación de indignación. En un país donde no se lee ni la guía telefónica; donde se descuida el patrimonio artístico o el dinero de las arcas públicas municipales ¿Cómo es posible que sean textos del estilo “El romancero gitano” los merecedores de tanta atención? ¿Echaría alguien en falta, no sé, algún volumen de Filostrato? Sinceramente, me parece todo un despropósito y hasta un despilfarro.
No digo yo que, al ciudadano amante de la cultura se le permita sin más adueñarse de la Enciclopedia Espasa; pero qué menos que hacer la vista gorda con “El Principito” o “El Pequeño Nicolás”. Porque, ¡vamos a ver! Si fuera el caso de que todos los ejemplares de un título determinado hubieran sido sustraídos ilícitamente de todas las Bibliotecas y librerías ¿No sería eso motivo de orgullo para su autor? Y ¿No debería el Ministerio del Interior financiar a fondo perdido la Editorial? Robar libros, no es como subir el IVA a la entera ciudadanía o cobrar comisiones a los trabajadores. Quien roba un libro para consumo propio, cuando menos, invertirá de media dos o tres horas del día en llegar al desenlace de sus últimas páginas, tiempo que no está delinquiendo en otras áreas. Bien es verdad, que un político o banquero, pueden hacer todo eso y más simultáneamente; pero son la excepción que confirma la regla.
Cada vez que se inaugura una Biblioteca o Casa de Cultura, escucho entre el redundante discurso biensonante eso de “Estamos facilitando el acceso a la cultura”. ¿Y de su salida qué? Porque ustedes me dirán, de qué nos sirve tener libre acceso a los libros si su salida está más controlada que la entrada a cualquier macroconcierto.
En este orden de cosas, me parece indecente que durante la infancia se nos fomente el gusto por la lectura por encima de nuestras posibilidades económicas, y luego de adultos, el Estado se despreocupe del caro hábito que hemos contraído por su culpa. Yo comprendo que para quien no lee nunca un libro, pagar entre 12 y 20 euros por un poemario es barato; como dicen “cualquiera se lo gasta en una sola noche en copas”. Pero el asunto cambia, cuando en lugar de ser su afición beber, es leer ¡Ojala! Ojalá los libros tuvieran el precio del Gin Tonic o del cubata.
Mi último recurso ha consistido en ofrecerme a Editoriales para confeccionar reseñas gratis a cambio de que me envíen sin retorno los ejemplares a reseñar. Pero deben tener mi ficha de cliente asiduo y no están por la labor.
Menos mal que vivimos en España donde la cultura es despreciada sirviendo exclusivamente de excusa para recibir subvenciones, pues, de cuando en cuando, encuentro en los expurgos de las Bibliotecas verdaderas joyas del saber humano como el otro día que me hice con uno de los máximos exponentes de la literatura científica “Planilandia” de Edwin. A. Abbott, y bueno…como los pordioseros que revuelven en los contenedores, voy tirando, con lo que otros van tirando.