Armas rodantes

El pasado Miércoles, Bartolomé Vargas, fiscal de Seguridad Vial, ha anunciado que los conductores que provoquen “accidentes” de tráfico mortales o con heridos graves, serán imputados inicialmente por homicidio imprudente castigado con penas de cárcel de uno a cuatro años o lesiones cuya pena puede oscilar de tres meses a tres años de prisión, de concurrir uno de estos cinco supuestos: conducir a más de 150 kilómetros por hora, circular con una tasa de alcoholemia superior a la permitida, utilizar el móvil mientras se conduce, no guardar la distancia de seguridad o circular sin respetar los tiempos de descanso. Además, en los casos más graves, la respuesta de los fiscales, será pedir el ingreso en prisión inmediato, el decomiso del coche y la intervención del permiso de conducir.
El problema viene cuando sabemos que, más de un tercio de los ¿accidentes?, están relacionados con la ingesta de alcohol, que más del 75% de los conductores ha sufrido algún episodio de sueño al volante, que la mayoría usa móvil u otros aparatos de distracción como radios, Mp3, Gps, mientras conduce…Me congratulo de que el Gobierno de turno, haya apostado por la seguridad de sus ciudadanos – recuerdo que al año mueren en carretera miles de personas, cifra muy superior a todos los atentados terroristas mundiales juntos – antes que por los intereses de la industria automovilística y petrolera. Pero, sinceramente creo que la medida si no va acompañada de la tipificación legal del vehículo como arma potencial y la necesidad de sacarse la debida licencia que capacite a los individuos para su manejo, más allá de lo que se recoge en la obtención del permiso de conducir para el que basta pasar un examen teórico-práctico, en verdad la medida de prisión, lejos de ajustarse a derecho, supone una injusticia para la persona que inconsciente de estar manejando un arma, pasa de ser el típico dominguero familiar, a todo un sospechoso de asesinato.
Con el bombardeo constante de publicidad que subliminalmente nos introduce en la mente desde pequeñitos la idea de que un automóvil garantiza libertad, familia guapa, sana, unida y sonriente, trabajo estable, bien remunerado, un modelito que podría lucir los trajes del Corte Inglés, vivir en ciudades despejadas de tráfico, limpias y silenciosas, viajar por parajes bucólicos…lo menos que al milenario peatón de la naturaleza se le puede pasar por la cabeza mientras está al volante, es que esté empuñando un arma. A lo mejor puede sentirse un director de orquesta, un detective de Miami, un piloto de Fórmula Uno…pero un asesino, lo veo difícil.
Aunque la determinación fiscal de castigar con pena de cárcel por homicidio imprudente, lo que hasta la fecha sólo era contemplado como lamentables accidentes, suponga empezar la casa por el tejado, ello nos ofrece la suficiente base jurídica para empezar a exigir que el derecho a conducir se lo denieguen a personas imprudentes, impacientes, ansiosas, maíaco-depresivas, suicidas en potencia, psicópatas, gente despistada, mentes inmaduras, adictos a las drogas incluidas el alcohol o el tabaco, personas amantes del riesgo y las grandes emociones, individuos con problemas psicosomáticos hormonales, reguladores de endorfinas, adrenalina, serotonina…que les hagan cambiar de humor rápidamente, ciudadanos en proceso de separación, etc. Y sobre todo, que se declare a todo vehículo oficialmente un arma.
Ninguna cosa a la que llamamos arma genéricamente lo fue en su inicio: las manos como cualquier otra parte del cuerpo antes de servir para luchar y matar tuvieron mejores utilidades; piedras y palos, fueron eso, piedras y palos que luego sirvieron como instrumentos de caza y finalmente usados como armas contra los semejantes; lo mismo puede decirse genéricamente de cuchillos de metal y armas de fuego que fueron contempladas por las mentes sanas antes como útiles que como armas. Pues bien, ahora le ha tocado el turno a los automóviles que por la alta mortandad que arrojan bien merecido se tienen pasar a ser contemplados como armas rodantes y a ser manejados con igual discreción, responsabilidad, prudencia, excepcionalidad, dada su enorme peligrosidad demostrada.

Gratuidad de la injusticia

Tanto se ha hablado injustamente de la gratuidad de la Justicia pagada justamente con nuestros impuestos que esta, la Justicia, tomándose la justicia por su mano, ha decidido en justicia ajustarse a dicha gratuidad, al menos, en aquellos casos en que su fallo, hace honor a la acepción coloquial manejada por los legos en jurisprudencia. O eso es lo que se desprende de la última resolución del Tribunal Supremo negando las indemnizaciones contempladas en la Constitución para compensar económica y moralmente a cuantos ciudadanos desgraciadamente hayan sufrido pena de prisión siendo posteriormente declarados inocentes del delito que se les imputaba.

Hasta la fecha, los afectados eran merecedores de estas medidas reparadoras siempre y cuando se hubiere probado bien la inexistencia del delito juzgado, bien que aún existiendo el mismo, la persona hubiera sido declarada inocente de su comisión, que es precisamente lo que ahora revoca dicha instancia. La nueva doctrina – al margen de la crisis que todo lo explica – aparece a colación de la llamada de atención del Tribunal Europeo de Derechos Humanos a la Justicia Española por distinguir entre los declarados inocentes anteriormente receptores de las indemnizaciones y aquellos cuya culpabilidad no ha podido ser suficientemente probada para quienes nunca estuvo contemplada reparación económica alguna en nuestro sistema judicial, pues el agravio suponía de facto atentar contra el derecho a la presunción de inocencia de una persona que había sido absuelta.

Pues bien, el TS, en vez de extender el resarcimiento por prisión injusta a cuantos casos fuera menester, ha optado por restringirlas únicamente al primer supuesto expuesto, cuando el delito juzgado siquiera haya existido, actitud que a muchos doctos y profanos ha sorprendido, pero no así, a cuantos somos conscientes del montante económico que podría suponer para las arcas del Estado tener que resarcir al ingente número de inocentes que pasan por nuestras prisiones. En consecuencia, podemos darnos por contentos que todavía se mantenga que la inexistencia del delito otorgue algún derecho a cierta satisfacción para con quien ha padecido un daño irreparable, como es ser acusado en falso, privado de libertad, separado de familiares y amigos, ver interrumpida la vida laboral, estigmatizado de por vida, sin contabilizar las variadas experiencias carcelarias, pues de continuar saliendo tan cara la justicia a los ciudadanos honrados para quienes en rara ocasión nos sale a cuenta mantener tanto Palacio togado, mientras tan barata les resulta a quienes de continuo atentan contra su sagrada realidad espiritual y nuestro bienestar material, la gratuidad de la injusticia puede ser plena de probarse que alguien acabó en la cárcel sin detención previa y por propia voluntad, en cuya circunstancia, hasta podría reclamársele al desdichado privado de libertad, cierta cantidad en virtud de alojamiento y Pensión Completa indebida disfrutada durante el periodo de espera al juicio que nunca hubo de ser y que por supuesto, también es susceptible de endosarse sus costes procesales, al preso imaginario.