El Toro de la vega, o del riesgo de convertir la Tradición en espectáculo

Tordesillas, no es una población aislada; forma parte de una comunidad más amplia llamada España. Cuanto sucede allí, en la medida que trasciende sus dominios afecta a todos los españoles por cuanto, a causa de ello, en medio mundo piensan que aquí disfrutamos haciendo daño a los animales, cosa que ofende pese a ser verdad a la luz de nuestras fiestas donde cuando no se arrojan cabras desde el campanario, se arrancan cabezas de gansos o se rocían gatos con gasolina para deleite de multitudes, como ocurre a la prostituta que le dicen ¡Puta! en mitad de la calle. Ya sólo por esto, tenemos justificado inmiscuirnos en dicho particular. Ahora bien, ¿Hasta donde es correcto intervenir?

En vista de la defensa que de esta celebración hace su Alcalde, damos por hecho que la misma es del agrado de su población. Por este lado, el mantenimiento, modificación o supresión de dicho acto, debería quedar de la mano de sus habitantes quienes mejor saben cómo les afecta ética y moralmente en su diaria convivencia dicha tradición. Y si a ellos les va bien, como diría el Papa Francisco ¿Quiénes somos nosotros para imponerles lo contrario?

Ciertamente, si la popularidad del festejo no hubiera rebasado el ámbito local o, aun cuando se hubiera visto franqueado por la intromisión mediática sin su consentimiento dando a conocer los detalles del mismo…yo me posicionaría a favor de la autonomía municipal sobre sus celebraciones. Sin embargo, sucede que los lugareños movidos unos por el orgullo, otros por afán de negocio, hicieron en su momento todo lo posible por airear a los cuatro vientos el acontecimiento hasta alcanzar en 1980 la declaración oficial de “Fiesta de interés turístico Nacional”. Y entonces, ya la cosa cambia. Porque, si se llama al público para que vea tu actuación, se debe estar dispuesto a la crítica del respetable y a la presión que este ejerce cuando una actuación más que defraudarlo estéticamente, lo ofende moralmente. Es lo que tiene convertir una tradición medieval en espectáculo.

A priori, la continua exacerbación del morbo por la sangre, la muerte, la desgracia o el sufrimiento ajeno como resulta palpable en las imágenes truculentas servidas sin previo aviso para desayunar, comer y cenar por los telediarios, debería ser suficiente para garantizar, no ya la supervivencia de dicha fiesta, sino su rotundo éxito. Empero, un factor más poderoso que el morbo ha jugado en su contra, cuál es, el placer que produce sentirse superior a otro, impresión retroalimentada por el reproche, indistintamente de lo reprochado que sólo es Casus Belli para dar rienda suelta al mismo. Eso, por no mencionar la hipocresía que campa a sus anchas con el denominado “Maltrato Animal”, pues considerando el extendido fenómeno estructural de las mascotas urbanas, el abandono de animales en época estival, el negocio de las prendas de piel, el deporte de la caza, las pésimas condiciones de vida en que se mantiene a las bestias en las explotaciones ganaderas industriales, los crueles experimentos médicos realizados a nuestros hermanos los chimpancés, los safaris, o el inocente zoo, pocos podrían esgrimir superioridad moral al respecto.

Yo, por mi parte, entiendo antropológicamente la tradición medieval de Tordesillas; me parece lógico que sus gentes disfruten de lo lindo haciendo sufrir a un toro una vez al año, comparado con el rosario antedicho ¡Tampoco es para tanto! Juzgo oportuno que con los impuestos municipales se sufraguen los gastos generados por el acto e incluso, que se dote de un premio en metálico al Campeón que haya abatido al animal. Pero la gente de Tordesillas debe comprender también que su tradición Medieval, es eso…¡Medieval! Por lo que es previsible que convertida en espectáculo, no sea del agrado de los pueblos que en su día abandonaron dichas tradiciones por entenderlas bárbaras, inclinándose por otras menos truculentas durante la Modernidad, como en la antigüedad el judaísmo desterró el sacrificio humano por un cordero y el cristianismo sustituyó al mismo cordero por un pedacito de pan.

Así las cosas, “El Toro de la Vega” tal y como hoy se celebra, tiene los días contados, pues la mayoría del público que, queriendo o sin querer, tiene acceso al espectáculo, lo repudia abiertamente en el siglo XXI por idénticos motivos que no hay cepos en las plazas públicas, aunque sí grandes titulares en los periódicos.

El almacén de niños abre sus puertas

Durante estos días, los telediarios se ocupan de la vuelta al cole recogiendo las típicas escenas donde se contempla a las mamás llevando por primera vez a sus hijos a la escuela con sus mochilitas sobre sus azulados babis, a renacuajos reencontrándose con sus compañeros tras un largo verano con ganas de intercambiar experiencias reales e inventadas, a pequeños gigantes veteranos de Primaria ansiosos por estrenar material escolar y ejercer de mayores o a novatos recién aterrizados en el instituto de Secundaria en su particular Viaje de Gulliver donde han de reaprender a ser los bajitos del edificio, estampas todas que, no por entrañables, dejan de esconder una incómoda verdad cada curso más evidente, a saber: los centros de enseñanza, desde la escuela hasta el instituto y si se me apura la misma Universidad, han desplazado descaradamente su función educativa en beneficio de la de almacenamiento, por lo que la voz coloquial de “Guardería”, es el eufemismo que mejor retrata su labor social.
El problema no es nuevo; hace tiempo que la sociedad industrial materialista ocupada y preocupada más por la producción y el consumo que por cualquier otra cosa, con la excusa de educar a la juventud, la enclaustra en instalaciones cuasipenitenciarias donde la somete a sibilinas torturas físicas como el empupitramiento o psicológicas como el aprendizaje reiterativo de estupideces en inglés del estilo “Yo me lavo mi cara con mi mano”, toda vez la población civil se opuso mediante la lucha a la explotación laboral de la infancia, pues desde la perspectiva del gobernante, sería del todo contraproducente que, quienes están llamados a reemplazar la fuerza bruta de trabajo de sus padres, posean una educación libre y refinada.
El almacenamiento de los niños desde los cero años hasta su mayoría de edad física – la mental hoy va camino de alcanzar la treintena – digamos que ha sido la fórmula burguesa de compromiso alcanzada durante el Siglo XX entre las élites extractoras y la clase trabajadora, a fin de que unos se garanticen la paz social y otros cierto bienestar en comparación con etapas pasadas, donde nuestros pequeños debían trabajar doce horas diarias en las minas o de sol a sol en los campos, como sucede actualmente en otras latitudes para garantizarnos ropa barata o trastos de alta tecnología a precio de chupa chups, porque la esclavitud que es una forma de energía, como esta, ni se crea ni se destruye…se transforma. En cualquier caso, como quiera que con el paso del tiempo, todos parecen haberse creído eso de la Educación Universal, hoy es el día que, habiendo desaparecido para una importante masa de la población la necesidad del almacenamiento de su prole durante su jornada y calendario laboral para la que fuera ideada la Escolarización Obligatoria a fin de que la mujer libre de sus hijos pudiera trabajar más y mejor fuera de casa abaratando así el coste de la mano de obra por la famosa Ley de la Oferta y la Demanda, nadie parece dispuesto a renunciar a ella, cuando en la actualidad son millones los progenitores hombres y mujeres que, sin trabajo ni empleo, bien podrían ejercer de padres a tiempo completo, prefiriendo, en cambio, mantenerlos en el almacén, no tanto por lo que allí aprenden los pequeños, cuanto por el tiempo libre del que disponen los adultos.
Porque es un hecho incuestionable que hasta los niños que son pequeños pero no tontos, pronto intuyen que no van al colegio a aprender ni a educarse, sino a aparcarse durante unas agradecidas horas para que sus papis puedan trabajar, hacer la compra, las tareas del hogar, ir al gimnasio, ver la tele con tranquilidad, mientras sus cuidadores, les tienen vigilados en recintos cerrados donde les enseñan a portarse bien, es decir, a mantenerse, quietos, obedientes y en silencio, eliminando todo vestigio de fantasía, ilusión, imaginación o curiosidad innata hacia el saber con la que se pudieran haber acercado a la institución, fagocitando cualquier espíritu rebelde o crítico, fomentando la pasividad, la inactividad y el sometimiento por medio de continuas pruebas evaluativas que tienen por objeto junto al antedicho Curriculum Oculto, bajar su personal autoestima.
Los niños, no necesitan entrar al colegio a las 9:00 horas y salir a las 17:00 horas todos los días, ni ir todos los días a clase; si al menos aprendieran lo que se dice que allí enseñan…pero tampoco: la mayoría sale de primaria sin saber leer ni escribir, entendiendo por, leer algo más que el reconocimiento de la marca Caca Cola y escribir, estar mínimamente en disposición de expresar su pensamiento en un papel, o realizar operaciones matemáticas básicas como multiplicar de cabeza 23 x 6. Sea entonces que, de una vez por todas, llamemos a la cosa por su nombre y rebauticemos a los centros escolares como “Almacenes de niños”, así nos ahorraremos disgustos colectivos sobre el nivel de nuestra red educativa y dejaremos de fustigarnos con cuestiones metafísicas sobre “la crisis de la escuela en la sociedad del siglo XXI” que inundan los seminarios en las Facultades de Magisterio y Pedagogía.