Seguramente, fue tras perder una partida ganada que un despechado Unamuno profiriese aquello de “El Ajedrez, desarrolla la inteligencia, sólo para jugar al Ajedrez.” En mi caso, no es el despecho, sino el orgullo de hablar una lengua latina el que a menudo hace pronunciarme contra la obligatoriedad de la asignatura de Inglés en nuestras escuelas, imposición inequívocamente dañina para las mentes más débiles todavía por formar en su desarrollo afectivo-intelectual, en cuyo transcurso, el educando interioriza su inferioridad, víctima del lavado de cerebro que supone la técnica de repetición anodina de frases verdaderamente estúpidas como “Mi sastre es rico y mi madre está en la cocina” en un idioma simplón cuya escritura y pronunciación ha sido deliberadamente diseñado para requerir constantemente que el hablante deletree su nombre porque no hay Dios, católico, anglicano, presbiteriano, episcopaliano y cuantas confesiones les apetezca introducir en el batiburrillo protestante, que sepa a ciencia cierta cómo se escribe lo que se ha dicho, o como se lee lo que está escrito, dificultad alimentada por el propio pueblo inglés, toda vez han detectado el enorme rédito que le sacan al asunto cuando medio mundo está pendiente de expresarse correctamente en su idioma para exclamar un vulgar “Good morning”, de ahí que, por muchas horas que hayas pagado de particulares, por muchas conversaciones que hayas contratado con un “Nativo” – que esa es otra buena, parece que en el mundo no nacen nada más que ingleses, el resto debemos ser abortos – por muchas libros que hayas leído en su lengua, Cds que hayas escuchado…al llegar a su país para poderlo practicar, resulta que el inglés que tú has aprendido, no lo hablan en ningún lado ¡es más! los muy sinvergüenzas, en nada aprecian tu esfuerzo y los mismos que aquí te entienden en castellano cuando desean saber dónde pueden comer bien, te despachan con desprecio eso de “I don´t understand” porque de ello depende su negocio, aunque curiosamente no tengas dificultad con cualquier otro estudiante de inglés del mundo entero.
Este es el enésimo trabajo de combate que emprendo contra la estupidez colectiva de imponer el inglés en nuestras escuelas; en otras ocasiones les he prevenido contra los daños neuronales que el educando puede padecer en el transcurso de su aprendizaje; también les he mostrado las ingentes cantidades de recursos que los latinos entregamos a los anglosajones cuando de fijar nuestras energías en estudiar otras lenguas hermanas como el portugués, el italiano o el francés nuestro mercado común de productos, consumidores y servicios se vería enormemente beneficiado en todos los sectores; igualmente he versado sobre los perjuicios derivados de pasarnos toda la infancia intentando aprender el inglés como son desde el punto de vista psicológico el mencionado complejo de inferioridad, desde una perspectiva sociológica la adopción de insanos hábitos de ocio como ir a un Fast Food a celebrar el cumpleaños, o festejar a Papá Noel en detrimento de los Reyes Magos…Pero hoy quiero, sin que sirva de precedente, reconocer un hecho que hasta hace poco me resistía a aceptar, cuál es, que el inglés, efectivamente sirve.
Familiares, amigos y profesores se han esforzado en convencerme de la enorme utilidad de aprender inglés: que el inglés sirve para esto, que el inglés sirve para lo otro. Pero yo impasible, a cualquier prueba aducida en su favor, contraponía un recurso de comunicación alternativo en respetuosa igualdad de condiciones que funciona con oriundos de otras culturas como la mímica, la buena voluntad, o en su defecto un improvisado Esperanto. Porque, aquello de poder leer las instrucciones de un aparato o entender una canción de los Beatles, como que no me atraía demasiado. De haberme advertido que servía para ligar, a día de hoy habríamos entendido mejor por qué a los ingleses les fastidia tanto que les follen.
El caso es, que la pasada semana, estando en Escocia, tierra de insignes filósofos de la que vengo profundamente enamorado de su historia y sobre todo, de su capacidad para transformar el delirium tremens intergeneracional provocado por la ingesta de whisky clandestino, en toda una industria turística de las tramas conspiranoícas y fantasmagoriles, a la que he viajado para investigar asuntos relacionados con la ruta Templaría hacía América, he constatado por mi mismo, la gran verdad de la que todos me intentaban convencer. En apenas cinco días entre chicos que iban con faldas y a lo loco, con cuidado de que no me atropellaran por la izquierda después de haber bebido dos cervezas, perseguido en cada escaparate por la penetrante mirada de su Ridícula Majestad, me encontré con que allá donde dirigiera mis pasos, hallaba a un español a mi servicio: Patricia en la recepción del hotel, Sandra atendiendo la mesa en la pizzería, Verónica en la caja del Pub, Carmen a la entrada del Palacio Real, Jorge de camarero en una cafetería, Susana en una Agencia de turismo…la mayoría llevaba poco tiempo en Escocia empujadas por la crisis. Todas nos decían que Edinburgo y Escocia están llenos de españoles trabajando de lavaplatos, haciendo camas, pedaleando en los carritos turísticos…¡Vamos! que por allí nos aprecian tanto cuanto nosotros hemos sido capaces de hacerlo con los ecuatorianos…
Pues bien, al margen de denunciar nuevamente la vampirización internacional de la que somos objeto por la evidente asimetría de que cualquier panguato suyo venga aquí a darnos lecciones, mientras nuestros mejores jóvenes van allá para ejercer de criados o dicho más finamente de “Au pair”, es cierto que el inglés sirve…pero sólo para servir a los hijos de la Gran Bretaña. En consecuencia, deseo terminar la reflexión sobre la utilidad de estudiar inglés, subrayando el hecho paradójico de que, a mi, precisamente por no haber aprendido inglés, no me ha hecho ninguna falta mientras he estado en Escocia, de modo que como enfatizaría el ilustre Unamuno “Venceréis. Pero no convenceréis.”