Siempre hemos oído hablar de cuánto les pirra a los ingleses realizar apuestas sobre los aspectos más insospechados que quepa imaginar sobre qué día la palmará el Papa, si Carlos llegará a reinar y cosas similares, extravagancia magníficamente retratada en “La vuelta al mundo en 80 días” de Verne, que a los latinos, nosotros que procuramos mantener la suerte encerrada en juegos de azar, casinos y lides deportivas, siempre nos ha parecido poco menos que tentar al destino, olvidada “La divina comedia” de Dante, como si la vida pudiera conducirse de modo más racional que el lanzamiento de una moneda al aire.
Hace tiempo, que esa costumbre bárbara se abre paso en nuestro territorio cultural como también empuja fuerte la pagana fiesta macabra de las calabazas, para vestirse la noche de difuntos de muerto, que ya son ganas de invitar a la Parca…Pero hasta la fecha, aparte algunas bromas y ocurrencias de verbena y romería, lo cierto es que, su ímpetu, parecía amoldarse a la estética mediterránea castrada por el espíritu cristiano tras la caída de Roma, perdidos entre las brumas del tiempo aquellos juegos de sangre y muerte, de los que los toros son apenas un singular recuerdo venido a menos, contentándose con incitar apuestas sobre los resultados electorales o animarnos a organizar porras sobre cuál de los candidatos ganará el próximo debate.
Todos los de mi edad hemos jugado alguna vez circulando en ciudad a eso de contar puntos según viéramos cruzar peatones por el paso de cebra simulando que los atropellábamos otorgando puntos arriba y abajo según fuera anciano, mujer, niño, etc. Es lo que tiene pertenecer a la generación que se ha pasado la infancia matando marcianitos…Pero como siempre, la realidad ha superado la ficción:
Llevaba años con la mosca detrás de la oreja por la insistencia con la que el Tontodiario nos da a conocer las cifras de los asesinados en carretera, persistencia que sospechosamente guarda extraordinaria semejanza con la puntual información con la que se ofrecen los resultados en bolsa y ¡cágate lorito! de los resultados deportivos con los que para más INRI coincide los Lunes tras los fines de semana. Con todo, les confieso que el otro día me quedé de piedra cuando estando en Madrid cerca de la “Torre Picasso” tuve ocasión de contemplar con mis propios ojos y escuchar con mis propios oídos durante un ágape empresarial de gente muy pija en el que me colé por equivocación – yo iba con unos becarios de la Biblioteca Nacional y ya se sabe…– cómo se pagaban y cobraban apuestas sobre el número de muertos en carretera en base a los datos ofrecidos por la DGT pasado el fin de semana, a la vuelta de los puentes, los inicios y finales de vacaciones, de la operación salida y demás oportunidades de poner a prueba los ataúdes de hojalata, de ahí, su truculento seguimiento donde más que parecer irnos la vida, a algunos les va la bolsa.
Según parece, hay gente que ya no sabe qué hacer para dar sentido a su existencia, que se aburre y ha perdido todo respeto por la vida propia y ajena;Hastiados de las carreras suicidas o de jugar a la ruleta rusa, ahora han sustituido tan arriesgados métodos de subir la adrenalina, por este otro procedimiento algo más sofisticado e indirecto pero seguramente más gratificante que los anteriores para cuantos lo practican. Reconozco que al principio me asqueó bastante la escena. Me pareció repugnante que gente como aquella, de traje y corbata, con sueldos superiores a los 10.000 euros al mes, a decir por los coches que había aparcados en las inmediaciones – estuve por llamar al Camarada Arenas –hicieran apuestas tan aberrantes y desquiciadas sobre el infortunio de sus semejantes. Aquello me dejó tocado lo suficiente como para dedicarle todo el viaje de regreso a intentar entender, cómo es posible que algo así suceda entre nosotros, llegando a la conclusión de que en una sociedad en la que se permite que unas personas se enriquezcan a costa de la ruina del resto, no debería escandalizarme que los haya que deseen lucrarse con la desgracia ajena. Bien mirado, sus apuestas, hoy por hoy, no interfieren en la realidad de modo que podría decirse que sus beneficios o pérdidas son moralmente menos perniciosas e inmorales que las de las multinacionales o inversiones financieras del momento o las estimaciones tétricas con las que las aseguradoras trillan las estadísticas de tráfico para obtener el máximo beneficio.
Y por si alguien cree que esto es una fabulación literaria hiriente, les hago saber que este autor , a sus cuarenta y tres años, ya ha perdido por accidentes de tráfico a ocho compañeros de colegio, dos alumnos y un colega, por lo que jamás se me ocurriría hacer mofa de algo tan triste y serio como lo es la guerra soterrada que permiten los sucesivos gobiernos para mantener los beneficios de la industria del petrolera y del automóvil.