La Humildad, peca de soberbia por escribirse con hache.
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Ida y vuelta al Hermitage
Así como los pobres hacen turismo acudiendo de compras a la quincena dedicada a la India en el Corte Inglés o yendo a comer a un chino los fines de semana, en estos tiempos de crisis, he decidido sustituir mi añorado viaje a San Petersburgo y hacer el Transiberiano, por ir en Alvia hasta Madrid y pagar religiosamente los doce euros que cuesta la entrada a la exposición que El Prado, en colaboración del Hermitage, ha tenido a bien ofrecer estos días a modo de regalo de Navidad.
Tras alojarme debidamente, apresuré el paso en dirección al Museo con la ansiedad de encontrarme con viejos amigos a los que no he tenido oportunidad de conocer ni en pintura, sólo por medio de reproducciones en libros o en diapositivas en clase. Así, pensando en el festín impresionista, abstracto, vanguardista que me aguardaba a eso de las seis de la tarde, recorrí toda la Gran Vía, no sin reparar en que a cada paso que daba, entre los centelleantes adornos de esta época del año, hombres anuncio vendiendo oro, chicas en las esquinas que si no lo valían, seguro que lo costaban, infinidad de puestos callejeros vendiendo lotería, espontáneos saliéndome al encuentro para rellenar una encuesta, una ya no inusual presencia policial, destacando la municipal – si no me crucé con veinte durante el trayecto, no lo hice con ninguno – la omnipresente hilera de comercios y restaurantes en competencia desleal con el perenne tráfico…mirase a la izquierda o a la derecha, era imposible esquivar la molesta presencia de gente durmiendo en la calle recubiertos de cartones o enfundados en una manta.
Hace tiempo que el fenómeno, no sólo ha dejado de ser noticia, que hasta puede haberse convertido en imprescindible seña de identidad para que una gran ciudad sea reconocida como tal, no digamos entonces, toda una capital europea que aspira a convertirse en sede Olímpica, pues de no haberlos ¡Habría que contratarlos! Pero esta vez, eran más que de costumbre en el santuario del despilfarro y el consumo en que se han convertido los centros de las junglas de asfalto.
Es verdad, que en esta ocasión, la postal humana no me impresionó tanto como cuando hace veinte años vi por primera vez tras el ventanal del autobús pasando por la M-30, una especie de trogloditas New Age alojados en los entresijos de la autopista al más puro estilo Carpanta – a todo se hace uno – e incluso me agrada ver de cuando en cuando a algún que otro desgraciado al objeto de no incurrir en lo que los Neoliberales han dado en bautizar “Riesgo Moral Social” de saberse rescatado en caso de extrema necesidad, salvo que seas un Banco, se sobre entiende.
Con todo, el contraste de una muchedumbre atiborrándose de hamburguesas y patas fritas, “Coca Trola” en mano, sin ningún pudor tras el escaparate del gigantesco “Mal Comas” con las escenas entrañables de los miserables navideños que invitan a despertarnos los más cálidos instintos cristianos, pegados a sus cristales como si vieran en la tele ¿Quién vive ahí?, arrancó en mi un impulso irrefrenable, parecido al que se parodia en la serie del detective “Monc” y sin pensármelo dos veces, di media vuelta, retrocedí hasta la entrada del hotel y desde allí, reloj en mano, me dispuse a contar los “Sin Techo” con los que me encontrara por la acera, al más puro estilo periodístico de contabilizar victimas de carretera o mujeres muertas a manos de sus…”amantes” queda mal, “amigos”, peor, mejor de sus asesinos.
Sin hacer trampas, o sea, sin computar los que se adivinaba en la acera paralela, ni dar por buenos los que desde las calles colindantes entraban por el rabillo del ojo, con paso firme y decidido rescaté de mi juventud la infantil costumbre de contar chicas guapas heredada de las enseñanzas del Conde Drako de Barrio Sésamo, solo que esta vez aplicada a los vagabundos, aunque sin puntuarles, más que nada porque llevaba prisa para entrar a la Pinacoteca Nacional, pues no crean ustedes, que entre el Cuarto Mundo hay más igualdad que en el Primero, ¡Ni mucho menos! también hay diferencias como he podido constatar en esta investigación de campo. No saben ustedes lo bien equipados que están los nuevos pobres en este país que va camino del subdesarrollo; Un poco más y podrían pasar por “Indignados”.
Como les decía, en un recorrido que no tendrá más de kilómetro y medio desde la salida del Metro en Gran Vía, Pasando por Cibeles, hasta llegar a mi destino, para el que no precisé – semáforos de por medio – más de un cuarto de hora, contabilicé entre las seis menos veinte y menos cinco, un total de cinco tumbados, según iba para el Prado.
Pero una vez dentro de la cárcel del Arte, hice un paréntesis mental para quitarme de la cabeza la escoria humana de nuestra ética y poder disfrutar del sublime espectáculo de la belleza estética. – Hasta cierto punto…si los que sufren, sufren y los demás sufrimos por ellos, aquí nadie se lo pasaría bien. En cualquier caso, durante esta mía enésima visita a El Prado, me percaté de un hecho singular que hasta este pasado Martes 13, me había pasado desapercibido, cuál es, la ausencia total de pedigüeños entre cuadro y cuadro o de personas durmiendo en sus escasos bancos en el interior de estos edificios dedicados supuestamente a la cultura. Por primera vez, caía en la cuenta de que en los museos, como en las zonas turísticas, es donde mejor un pequeño burgués puede disfrutar de sus cada vez más pequeñas libertades.
Sabiéndome a salvo de manos tendidas salidas de cualquier rincón, de miradas tristes que en “Efecto Doppler” me persiguen de horizonte en horizonte entrelazadas por las farolas, de voces cansinas suplicantes y demás atrezos de la mendicidad, me dispuse a pasear tranquilo entre las joyas del Hermitage en el corazón de Madrid. Allí Patterson, Rembrandt, Rubens, Cézanne, Monet entre otros muchos colocados sabiamente al inicio para no incitar en demasía al arrebato de los amantes del Arte figurativo, evitando con ello innecesarias quejas al consumidor, que podrían derivarse de presentar el susto vanguardista que les puede suponer “Juego de bolas” o “Conversación” de Matisse, donde uno sobrelleva mejor la corrupción política al enterarse súbitamente de la muerte del arte, si es que antes no se queda a cuadros mirando “Mujer sentada” de Picasso.
Pero la paz espiritual que proporciona la mirada contemplativa de la belleza, el éxtasis de los sentidos ante lo sublime, la percepción intelectual de hallarse uno ante lo Absoluto, no duró mucho: Sólo hasta las ocho. Terminada la visita a la exposición del Hermitage, me vi enfrentado a desandar el camino que me había llevado hasta allí, trecho que se me antojó ahora más cuesta arriba de lo que la física sería capaz de aceptar como plausible, pues desaparecida la prisa y la ansiedad de visitar el museo, como que regresar al hotel no era lo mismo. Sólo una cosa me sirvió de entretenimiento haciéndome más llevadero el regreso, a saber: contabilizar de nuevo los desgraciados que han de dormir al raso, para comprobar si habían disminuido o aumentado.
Mientras contaba gente tirada en el suelo, reflexionaba sobre la distancia que media entre la Ética y la Estética que aunque parezca absurdo, va más allá que la diferencia fonética que media entre la Astronomía y la Gastronomía. Sea como fuere, el lapso de tiempo se me hizo corto porque según me acercaba al alojamiento, la marca anterior fue pulverizada de manzana en manzana, hasta llegar a la nada despreciable cantidad de 22 personas durmiendo en la acera, número que da para montar un equipo de fútbol profesional o hacer una propaganda de la Lotería Nacional. ¡Estaba entusiasmado! Dado que, ya antes de entrar al museo nació en mi dar cuenta de todo ello y sobre la marcha fui construyendo este artículo que ahora les presento, por lo que no quedaba nada mal que la cifra lejos de mantenerse estable o disminuyera, hubiera subido tan espectacularmente en menos de tres horas.
Estando casi al lado de mi Hotel, en la Plaza del Carmen, observé bajo unos andamios un bulto sospechoso. Estuve por pasarlo por alto, pues en principio, no se ajustaba a lo estipulado. Ante el dilema de si sumarlos al cómputo traicionando mi estadística o por el contrario darles el visto bueno corrigiéndola, decidí acercarme para comprobar si se trataba de un vagabundo más o si por el contrario, solo era algo de lo que en opinión de la Concejal Ana Botella, debería ocuparse la Brigada de Limpieza. No crean ustedes que fue tarea fácil despejar la incógnita, entre lo oscuro que estaba aquello, la poca vista que tengo y que los muy sinvergüenzas se tapaban hasta la cabeza, casi me voy de allí sin contarles; ¡Menos mal! que la naturaleza nos ha dado pies y mantas cortas para poder adivinar que bajo aquellas con tres pies sobresaliendo, había no menos de dos personas.
En ese momento me asaltaron infinidad de preguntas como por ejemplo ¿ Están allí por su propia voluntad? ¿A caso por su mala vida? ¿Por qué no van a un albergue? ¿Son buena gente con mala suerte? ¿O por el contrario son mala gente que se merece estar como está?…Acordándome de la sabia advertencia de Spinoza de que “el preguntar no tiene fin” me dispuse a cruzar la plaza, asaltándome la duda de si debía o no ayudar a aquella pobre gente que iba a pasar la noche a la intemperie sin nada caliente que llevarse a la boca, mientras yo dormiría en una habitación con cama limpia, ducha, televisión en color y conectado al WiFi. ¡No era justo! No era justo que alguien tan sensible como yo, tuviera que tenerles justo al lado. ¿Dónde estaban los Servicios Sociales madrileños, me da igual que sean los de Zapatero, los de Rajoy, los de Gallardón o los de Aguirre para apartarlos de mi presencia?
Pero, pensándolo mejor, dado que de la temática yo iba a sacar provecho escribiendo todo este artículo y el motivo de su malograda circunstancia particular venia que ni de perlas para destacar mi calidad como persona, tome la decisión de desempolvar mi instinto caritativo, comprándoles algo de fruta, embutidos, pan, galletas y cerveza en un supermercado cercano, bolsa a la que adjunté veinte euros extra en metálico para que pudieran desayunar y comer algo caliente al día siguiente. ¡Quedé como Dios! Me dieron las gracias mil veces, pero no consentí que fuera a cambio de nada: me enteré de que eran dos hermanos, que su madre había fallecido y la casa donde vivían se la había comido el banco, que no tenían sitio en los albergues, que no les permitían entrar en los bares….en fin, un melodrama al que solo faltaba el acento.
Esa noche dormí a pierna suelta recordando haber estado cerca de los genios de la pintura y de haber tocado con la yema del dedo índice derecho el cuadro “Negro sobre blanco” de mi admirado Malévich. Pero sobre todo, de lo que más feliz me sentía, era de saberme una excelente persona, hasta el extremo de preguntarme ¿Por qué soy tan bueno? antes de cerrar los ojos.