Yo me declaro abiertamente miembro espiritual de Pro-Vida, porque como dijera Cantinflas haciendo de Sancho Panza, la muerte no merece la pena. Pero declararse a favor de la vida, no significa, o mejor dicho, no ha de significar, poner a la vida como valor supremo de la Existencia, dado que para los católicos, la vida, sólo es una parte infinitesimal de la Eternidad; Tanta es su insignificancia, que hasta Pascal se atrevió a aseverar que sería insensato no apostar la vida a cambio de poderlo ganar Todo aún sin tener garantía alguna de que el “Todo por ganar” sea una realidad dada. En consecuencia, como bien demostró nuestro Señor Jesucristo, la vida propia, o en caso del Dios Padre, la vida ajena, puede ser un medio para obtener un fin superior, en su caso, la Salvación de toda la humanidad, opción vital axiológica, que está más extendida de lo que parece entre aquellas culturas que supeditan la vida al Honor, el éxito, la fama, el dinero, el poder, la Patria, el Trabajo o incluso como nuestra sociedad, al Consumo. Dicho lo cuál, a nadie debería escandalizar que el Sentido de la vida, sea más importante que la vida misma, aunque no siempre las cosas verdaderamente importantes, sean las que de verdad importan.
Yo me congratulo de ser miembro de la Iglesia Católica, por cuanto es la única Institución que claramente defiende la cultura de la vida frente a la imperante moda de la muerte representada en nuestros días no tanto por la Pena Capital, las guerras, la enfermedad o el hambre, cuanto por la Ley del aborto, a decir por el énfasis con el que la Curia Vaticana y los Obispos ¡Que Dios los tenga en su Gloria! se pronuncia sobre dichos fenómenos sociales; Mas sin entrar a valorar el grado de entusiasmo con el que desde los púlpitos dominicales se clama contra cada una de estas lacras de la humanidad que bien pueden deberse a una deficiente óptica misántropa que considera pecador a un infeliz neonato, que juzga a las primeras como inevitables males de la naturaleza humana, mientras a las últimas las consideraría eludibles por cuanto las creen más al alcance de nuestra libertad…debo confesar que mi gozo no es completo, por cuanto no aprecio yo sensato, bueno y eficaz que tanto derroche espiritual para hacer llegar la Palabra del Evangelio que ilumine el corazón de los hombres y mujeres, sea realizado sin que esas mismas almas perdidas al que van dirigidas aprecien superioridad moral en cuantos se las dirigen, que no sólo de conceptos vive el intelecto que también requiere de ejemplos, pues como es sabido, obras son amores y no buenas palabras.
Y es que, en verdad, en verdad os digo, que a la Iglesia le sucede lo que a la mujer del Cesar, por lo que sería muy deseable que junto al discurso humanista contra la Ley del Aborto, cuya práctica no está en el mismo rango ético que una operación de cirugía estética, extirparse el bazo o cortarse las uñas, hubiera otros igual de enérgicos para condenar los abusos infantiles en vuestros colegios y parroquias a manos de curas depravados e investigar el rapto de niños a manos de monjas desalmadas en vuestras clínicas y hospitales. Porque de seguir como hasta ahora, además de desacreditar el mensaje que yo os legué, podríais dar pié a que se malinterpretara aquello de ¡Dejad que los niños se acerquen a mi! Como también podría malentenderse vuestra actitud contraria al aborto, para aseguraros el suministro ininterrumpido de criaturas de Dios con las que gozar y comerciar indignamente para mayor ofensa del Padre. ¡Palabra de Dios!