Impactos vitales

http://www.youtube.com/watch?v=vQgHJDPt0no

Hacía tiempo que no me acontecía una de esas experiencias fugaces de la vida cotidiana que pese a su nimiez no pasan desapercibidas a la Conciencia, aunque las más de las veces solemos enterrarlas cuanto antes en el olvido de la abrumadora inmediatez posterior. Me estoy refiriendo a esos impactos vitales que todos padecemos y que nos descubren cómo somos, o cómo ya no somos, por si al mirarnos en el espejo sólo nos percibiésemos como nos escuchamos, o sea, de modo muy distinto a cómo el resto nos contempla que no creo ser el único en no reconocerme la voz cuando esta sale de una grabación.
Todavía me viene viva a la memoria la primera vez que se me acercó un niño de unos siete años a pedirme la hora precedida de un extraño ¡Señor! que provocó no me diera por aludido en la recién estrenada mayoría de edad. El episodio puede decirse que casi me agradó; Ni pizca de gracia me hizo, cuando pocos años más tarde, entrado en la veintena, otro renacuajo se dirigiera a mi con el mismo ¡Señor! ¡señor! y detrás su madre retirándole del brazo diciéndole un terrible ¡Deja en paz al Señor! que me hizo comprender mejor que ya no era ningún crio.

Y a propósito de mamás, otra de estas experiencias me sucedió cuando dando clases en mi academia de Castro, tuve la oportunidad de descubrir cerca de los treinta, la espeluznante realidad de que me gustaban las mamás. ¡Hasta entonces no tenía conciencia de ello. ¡A mi sólo me gustaban las chicas! En las discotecas es muy difícil advertir estos diminutos defectos y aún los de metro ochenta. Así comprendí por qué de pequeño algunos profesores me trataban mejor de lo que merecía…Pero para entonces, ya estaba curado de espanto; Apenas terminada la carrera, un amigo de clase me invitó a su boda. El susto fue morrocotudo: no se casaban únicamente los amigos de mis padres o parientes, resulta que mis amigos también, lo que ya suponía toda una indirecta. Mi persona era de naturaleza casable.
Gracias a ser un supergafoso, seguramente me perdí durante algunos años detectar que en mi negra y rizada melena filosófica habitaban ya algunas canas intempestivas. La primera vez que observé una de ellas con claridad y nitidez, pensé sobre el paso del tiempo, la caducidad humana y el corazón se me encogió un buen rato. Peor lo pasé ya con treinta y cinco, cuando llegó directamente a mis manos por equivocación una carta del Ministerio de Trabajo ¿A mi? donde se me notificaba los años cotizados para la jubilación. Fue un mal trago, no tanto porque se me confundiera con la clase trabajadora que también, sino por situarme de bruces ante una realidad que hasta entonces me había tomado como un pasatiempo, a saber: que la vida va en serio.
Por descontado que darte de cara con la esquela de uno de tu quinta, tampoco es baladí que digamos. Pero sin llegar a ese extremo, los peines, las tallas de la ropa guardada en el armario que ya no te cabe, la caducidad de los descuentos del Interrrail, etc, colaboran para no dejarte perder de vista que te haces mayor, que eres muy distinto a cómo te sientes por dentro y te ves en tu íntimaginación, o sea, cuando piensas en ti mismo sin prestar atención a los detalles que te afean la circunstancia a los cuarenta, como esas jóvenes que se te acercan a pedir fuego por la calle por juzgarte ya fuera de juego y totalmente inofensivo.
Pues bien, el último de estos significativos impactos vitales, me ha llegado bajo la inocente forma de un Roscón de Reyes al que me invitaron el pasado seis de Enero en el bar El Norte de Castro Urdiales donde acostumbro a tomar café y escuchar buena música. Resulta, que mi deficiencia visual me impidió detectar un trozo de naranja escarchada camuflada entre el dorado del pastel, por lo que no me tomé la molestia en separarla como acostumbro a hacer. Ya en la boca, aprecié una textura distinta a la que se le supone a un bizcocho y fue entonces que percibí con rotundidad su sabor y ¡Sorpresa! ¡No estaba del todo mal! ¿Pero cómo…? La rumorología sospecha que la fruta escarchada, como los caramelos de piñón o los potajes sólo gustan a la gente mayor. ¿Qué será lo siguiente que me ocurra? ¿Me pillaré yendo a una pastelería a pedir un pudding con pasas?
Al ritmo que va la burra, para cuando me lleguen esas agradables cartitas que reciben nuestros viejos ¡perdón! ancianos ¡mejor! mayores, más precisos todavía, personas dependientes… de parte de la Seguridad Social en las que se les obliga a dar fe de vida para evitar que sigan cobrando la pensión desde el más allá como ocurre en Grecia y en Sicilia – lo sé de buena familia – poco margen quedará para cogerme distraído en el más vital de todos los impactos.